Se sabe que las grandes convulsiones sociales producen apenas pequeñas
reformas duraderas, y que éstas recién se hacen visibles a lo largo de mucho
tiempo. Una vez más vale la pena recordar el aserto del historiador Eric
Hobsbawm respecto a que la consecuencia más duradera de la revolución
francesa fue la introducción del sistema métrico. En Argentina, apenas
dieciséis meses después de la insurrección de diciembre de 2001, que derrocó
al presidente Fernando de la Rúa, los resultados electorales del domingo 27
de abril muestran cambios que poco tiempo atrás nadie hubiera soñado.
1) El más importante es que ningún candidato consiguió llegar al 25 por
ciento de los votos, mostrando un panorama político caracterizado por la
dispersión y la fragmentación. Desde que se estrenó la segunda vuelta
electoral, en las elecciones de 1973, nunca había sido necesario recurrir a
ella. Héctor Cámpora, candidato de Juan Domingo Perón para suceder al
gobierno militar de Alejandro Agustín Lanusse, fue elegido en 1973 con el 49
por ciento de los votos, haciendo innecesaria la segunda vuelta. En 1974
Perón, regresado de su exilio, ganó con el 62 por ciento de los sufragios.
Las siguientes elecciones, luego del genocidio de la dictadura militar, se
realizaron en 1984. Raúl Alfonsín ganó con el 52 por ciento de los
sufragios. En 1989 y en 1995 Carlos Menem consiguió mayorías suficientes
sobre sus seguidores y en 1999 De la Rúa obtuvo casi la mitad de los votos.
Esto indica que las elecciones argentinas de las últimas décadas fueron en
realidad plebiscitos a favor de un candidato que, de forma automática,
obtenía la presidencia y mayorías parlamentarias suficientes para gobernar
en solitario. Este patrón electoral, ampliamente consolidado durante tres
décadas, cuyo antecedente histórico son las elecciones de 1946, que
catapultaron a Perón a la presidencia desbancando a la derecha y la
oligarquía terrateniente, se rompió el domingo 27 de abril. Los cinco
candidatos más votados obtuvieron entre el 14 y el 24 por ciento de los
votos, mostrando una dispersión del voto inédita en Argentina.
2) El segundo cambio es la desaparición de los partidos. Y, por lo tanto,
del bipartidismo. La Unión Cívica Radical, de los expresidentes Alfonsín y
De la Rúa, consiguió apenas el 2 por ciento de los votos. Sobran los
comentarios. Con el peronismo sucede algo similar. El Partido Justicialista
no pudo presentar candidatos, ya que las fracciones enfrentadas por el
control del partido no consiguieron ponerse de acuerdo. Los tres candidatos
que se reclaman peronistas (Néstor Kirchner, Carlos Menem y Adolfo Rodríguez
Saá), debieron presentarse con nombres de 'partidos' improvisados: Frente
por la Victoria, Frente por la Lealtad y Movimiento Nacional y Popular,
respectivamente.
Es la primera vez en más de medio siglo de vida que el Partido Justicialista
no consigue un candidato único, lo que revela que la política argentina (o
la política electoral a secas), se ha convertido en una lucha entre mafias
por el control del aparato estatal, para poder seguir manejando sus
negocios. Las recientes elecciones internas de los radicales, signadas por
el fraude, y la imposibilidad de los peronistas de convocar las suyas, ante
el predominio mafioso de una de las fracciones, hablan a las claras de que
los dos partidos históricos dejaron de existir. Esta debilidad de los
partidos, que puede presumirse como de larga duración, corre pareja con la
creciente debilidad del Estado, a la que está íntimamente vinculada.
3) El nuevo mapa electoral muestra crecientes alineamientos ideológicos, a
veces por encima de las diferencias de clases y en otras solapado con las
fidelidades tradicionales. Es quizá la tendencia más novedosa de estas
curiosas elecciones. Por un lado, aparece la diputada Elisa Carrió con un
discurso claramente marcado por su lucha contra la corrupción, con un perfil
progresista y votantes escorados hacia la izquierda. En el polo opuesto,
Ricardo López Murphy, ex funcionario de la última dictadura, reúne el voto
de la derecha neoliberal dura y pura. Así como los votos de Carrió tendieron
a reclutarse entre las clases medias empobrecidas y los sectores populares,
los de López Murphy provienen de las clases medias y altas, siendo el
candidato vencedor en la Capital Federal, y muy en particular en sus
distritos más coquetos.
Entre los candidatos del peronismo sucede algo similar, aunque aparecen aquí
otras dinámicas vinculadas al clientelismo. Menem recibe sus votos de las
provincias 'feudales' del Norte pero también de los más pobres y
desamparados del cinturón de Buenos Aires. Algo similar sucede con Rodríguez
Saá, pero esta vez con sus feudos electores del Oeste del país. Kirchner, en
tanto, recibió los votos del Sur, donde fue gobernador, y de forma
mayoritaria del cinturón de la capital, donde el aparato del presidente
Eduardo Duhalde (que a su vez fue gobernador de la provincia) fue movilizado
en su apoyo.
Solapada en el clientelismo, la polarización Menem-Kirchner muestra de forma
paralela dos proyectos de país diferentes. El de Menem está claramente
vinculado al ALCA, los Estados Unidos y el apoyo sin reservas a la guerra
planetaria de Bush. En tanto, Kirchner parece privilegiar las relaciones de
Argentina con Brasil y el MERCOSUR y se negó a condenar a Cuba en las
Naciones Unidas.
4) La izquierda fragmentada votó por debajo del 3 por ciento. O sea, votó
tan mal como lo viene haciendo desde hace medio siglo. Esto desmiente la
idea de que la lucha social alimenta las expectativas de los partidos de
izquierda, o de que debe 'completarse' con la representación política. Ni el
Partido Comunista (que votó en Izquierda Unida) ni el Partido Obrero ni el
Socialista fueron capaces de capitalizar la movilización popular de los
últimos años, a pesar de que quisieron presentarse como los partidos
vinculados a los piqueteros, a las fábricas ocupadas o a las asambleas
barriales.
Pero también fue muy bajo el 'voto bronca', o sea el voto en blanco o
anulado que había trepado hasta casi el 20 por ciento en las últimas
elecciones, las de octubre de 2001. Esto demuestra que la protesta popular,
sea en forma de movilización o en forma de voto, es cada vez más difícil de
ser manipulada por los partidos. La gente votó por el mal menor, como
seguramente volverá a hacerlo en la segunda vuelta del 18 de mayo. Aparece
aquí una nueva lección del movimiento social argentino: la protesta no es
posible dirigirla, no tiene un camino ya trazado para recorrer. Porque es
protesta, es lucha, y es -afortunadamente- imprevisible, incierta.
La lógica social y la política, y mas aún la política electoral, marchan por
carriles diferentes. Quienes pensaban que el movimiento social tiene el
destino de 'alimentar' la esfera política, a la que siguen visualizando como
la centralidad de la sociedad, seguirán saliendo defraudados. Más aún: no
existe una tal 'acumulación de fuerzas', menos aún algo que pueda
cuantificarse en votos. Si la lógica de lo político es el poder, la lógica
de lo social es la emancipación; y ésta sólo es producto de la experiencia,
individual y colectiva. Por eso es tan difícil y lento el cambio; porque
cada generación y sector social deben volver a experimentar, en carne
propia, las alegrías y los sinsabores que conlleva la creación autónoma.
En estas elecciones, lo que estaba en juego no era el proyecto popular,
entre otras cosas porque ese proyecto (miles de emprendimientos de base,
panaderías, comedores, fábricas y otros) no tiene nada que ver con las
elecciones; nació contra los representantes y por lo tanto contra los
partidos que necesitan de las urnas para legitimarse. Para esos sectores, lo
que estaba y sigue estando en juego, es la posibilidad de seguir trabajando
y resistiendo. Nacieron en la primavera de la insurrección y necesitan ganar
tiempo para crecer, antes de que llegue el inevitable invierno represivo.
Por eso, para ganar tiempo, el 18 de mayo muchos, sin siquiera proclamarlo,
votarán por Kirchner, para evitar que Menem, la patota policial y militar,
los destruya.
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Correo enviado por
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