Don Manuel Godoy Álvarez de Faria, Ríos Sánchez y Zarzoa

—"En el país sólo había una fuente de riqueza y honores: el amante de la reina, el califa fabuloso, el mendicante que, tendiendo descaradamente la mano al destino, había visto correspondido su "Por el amor de Dios" con el toisón de oro y el usufructo de los bienes de las Indias. Presidente del Consejo de Castilla, generalísimo del ejército español, gran almirante de España, etc., sentábase en una estancia del palacio de Buenavista y miraba por los ventanales el sol que iluminaba las casas de Madrid. La habitación era fría, pero don Manuel tenía una sangre muy caliente".

El pupitre era lujoso, casi femenino. Lo ornaban medallones con deidades paganas y miniaturas representando damas encuadradas de guirnaldas. Luis XV había regalado la mesa a Felipe V con motivo de su cumpleaños. Ahora pertenecía a don Manuel. Las piernas de éste asomaban bajo el mueble. Eran llenas y vigorosas, sensuales y torneadas, como la mesa misma. Los zapatos ostentaban altos tacones encarnados, y las medias, de color castaño claro, se sujetaban a las rodillas con unas ligas cuya hebilla contenía un camafeo con el retrato de la reina orlado de diamantes. Muslos y caderas, aprisionados en un calzón amarillo, descansaban en un blando cojín de seda verde. En el pecho de Godoy se mezclaban múltiples cintas y cordones de las órdenes a que pertenecía… o que le pertenecían a él, como no hubiera podido dejar de pensarse. Tanta profusión de condecoraciones dificultaba el ver la estrella de brillantes que lucía en el lado izquierdo de su pecho. Un rostro rubicundo, de labios encarnados y sensuales y nariz sutil y aquilina, concluían en una frente gótica que, por estrecha, no parecía guardar gran cosa dentro. Una profusión de obscuros cabellos románticamente ondeados, anudábase por detrás en una cinta blanca que parecía la vela de un galeón de tesoros navegando a lo lejos.

Sin embargo se estremeció al oír la voz quejosa y asmática de un ciego que voceaba en la calle coplillas que sin duda dirían cosas contra el Primer Ministro. ¡Qué insistente! Godoy se acercó a la ventana. Era el ciego de siempre, guiado por un perro negro y escuálido que parecía enviado adrede por el demonio para acompañar al portador de hablillas impresas.

Tal era la traza del hombre a quien enojaba el pregón de un ciego en las calles de Madrid.

Godoy había pensado quejarse ante el monarca, pero éste habría querido leer los libelos. Y ello horrorizaba a don Manuel, quien comenzaba a notar que ciertas ni aún un soberano puede resolverlas. Por ejemplo; tasar el pan o pagar las tropas cuando el Tesoro estaba vacío. ¿Qué culpa tenía don Manuel de que dos cosechas seguidas hubiesen sido malas? No obstante, el pueblo se ensañaba con él. ¡Oh, caramba, qué irrazonable! Un pueblo hambriento y soldados sin paga son mala combinación para un favorito regio. "Con el hambre no hay bromas." Recordaba esto que le hiciera copiar su educador, el doctor Guzmán, pocos años antes, corto tiempo después de haber convencido Godoy a la reina de su capacidad para substituir al monarca en sus penosos deberes… Le agradaba citar otros proverbios de su maestro: "El martes sigue al lunes", "Después del rayo viene el trueno".

Estos profundos axiomas permitían a don Manuel tomar aires de sabiduría en el Consejo. Y sólo una persona osaba burlarse de él: don Luis, el marqués de Vincitata. ¡Cuánto odiaba a aquel hombre! Jamás le perdonaría Godoy el donaire con que don Luis había hecho que el Consejo le atribuyese un título de "particular magnificencia" que colmó la felicidad de Godoy durante un año. Hasta que su secretario, don Diego, le había hecho comprender que el calificativo resultaba… inconveniente.

No era Godoy de los que destituyen a un secretario por su franqueza. No quería verse adulado. A los grandes es menester decirles la verdad… Cierto que se precisaba mucho valor para contar a alguien tan elevado como Godoy lo que don Luis comentaba, risueñamente, de él.

Por otra parte, el Príncipe no le había dejado reír largo tiempo. Había, casando con una infanta real, adquirida el título de Alteza Serenísima. Ahora don Luis sugería que se nombrase a su esposa "camarera de la reina". Godoy se estremeció. ¿Perseguiría también con esto don Luis un fin maligno?

Tenía muchas sospechas de aquel viejo. En lo de la Luisiana le había engañado. Godoy no pensó nunca en desprenderse de ese territorio. Don Luis aseguraba que se trataba de una mera formalidad, de una especie de garantía del pago de la subvención que se pasaba a Francia. ¡He aquí que Napoleón vendía la provincia a los americanos en quince millones de dólares!

Godoy se humedeció los resecos labios. ¡Con lo bien que le habría venido a España aquel dinero! Y ahora también se le achacaba la culpa de esto.

¿Cómo quitarse de en medio a don Luis, que parecía hacer siempre el juego a Bonaparte? Desde que Godoy estaba en la corte creía advertir que er don Luis quien dirigía el curso de los acontecimientos, a pesar de no ser más que un simple consejero y agente confidencial de la Corona. Pero don Manuel le debía su presentación en la Corte y le debía atender… por agradecimiento.

—Don Luis marqués de Vincitata: La política del marqués era compleja. Estaba convencido de que la grandeza española requería la alianza con Napoleón. Su patriotismo, aunque auténtico, rayaba en lo abstracto. Veía a su país, en un cercano futuro, como la más próspera región de un imperio latino en una Europa federal y pacífica. El pueblo español sería gobernado por buenas leyes, tendría un comercio floreciente y haría renacer las artes. Por eso propugnaba el triunfo del César parisién.

Las ideas de don Luis, muy típicas de su época, reunían el conservadurismo a un idealismo especial. A su juicio España progresaría retrocediendo. Mediante un orden político-clerical. Hispania se engrandecería, tendría ciudades prósperas, abundosos acueductos, magníficos refinerías de aceite. Las instituciones individuales que estorbasen esto, debían ser arrolladas. Hasta la religión era política para don Luis. O más bien la política era su religión.

Muchos se extrañaban de que quien fuera consejero del antiguo rey lo fuese también del favorito. Pero no comprendían que le dominaba y que le tenía bajo su amenaza constantemente, merced al conocimiento del secreto culposo que el rey sólo hubiera creído si selo descubriese don Luis. La reina tenía temor al marqués. Merced a éste se habría dado al príncipe heredero: Fernando, el preceptor que más tarde debía inducirle a ser un juguete en manos de Napoleón. Don Luis no tenía posición oficial alguna, fuera de su puesto en el Consejo. Hablaba poco y parecía indiferente mientras los ministros discutían. Floridablanca, Aranda, Urquijo, habían perdido con el tiempo su predicamento, pero don Luis, a los setenta años seguía diciendo al rey qué consejos debía aceptar y a Godoy qué consejos debía ofrecer.

—Don Luis había llegado a Badajoz una mañana de julio de 1784 y había conocido a Godoy, mozo de diecisiete años entonces y sólo ocupado en nadar y tocar la guitarra.

—Ven conmigo—le dijo— y te haré nombrar guardia de Corps. Llévate tu guitarra. La reina ama los instrumentos de cuerda y puede que llegue a tocar algún dúo importante.

De ese modo el marqués, antiguo amigo de la familia Godoy, a cuyo hermano mayor ya había llevado a la Corte, abrió carrera a don Manuel. Solía decirle:

—Tú hermano me ha decepcionado. Olvida a sus amigos. Me parece que tú harás mejor carrera. Eres más hombre.

Don Luis había tenido razón. Siempre la tenía, y eso era lo malo. Ahora Godoy no era un muchacho ya, sino el Príncipe de la Paz y, como el maldito don Luis no ignoraba, era también padre del hijo menor de la reina.

Fuera se oía al secretario hablando con los pajes. Godoy reflexionó en que la gente no sabía cuánto trabajo tenía sobre sus espaldas. Por un lado, la reina: por otro la infanta, que, como esposa, poseía ciertos derechos también. De modo que don Manuel había de atender a dos mujeres… y ya estaba en los treinta y cinco años. Empezaba a comprender que hubiera quién, como el rey, fuese feliz consagrándose a su afición a los relojes hidráulicos.

Jamás había aprobado nadie las buenas ideas de Godoy, y ahora, además, le culpaban de cuantos males acaecían. Poca gente sufría por las noches tanto como él. ¿Se quería que fuese, además de padre de la familia real, padre del pueblo?

En la calle, el ciego, agitando sus hojas, gritaba:

—La nueva canción, señores: "El pan y el mendigo a caballo". Sólo cuesta un maravedí. ¡Un maravedí! "El pan y el… Irritado, Godoy cerró la ventana. Tras él la voz de don Luis dijo:

—Buenos días, Manuel. ¿Cómo va eso?

Empezó a lamentarse:

—¿Ha oído las calumnias que publican contra mí?

—No les culpe. Hay hambre y nada inspira a los poetas tanto como la comida escasa. Bajo su benéfica administración, Manuel, tendremos probablemente un reflorecimiento de la sátira. La musa acre no canta cuando tiene una torta en la boca. Necesita mendrugos de pan seco.

Don Manuel reparó más en el filo que en la punta de la observación.

—¿Para aplazar el pago de la última subvención? —inquirió don Luis. Entre tanto llegará la flota del virrey de México, con setenta millones de pesos de plata en barras.

—¿Y los ingleses?

¡La Lucha sigue!



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Manuel Taibo


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