No puede ser que cualquier cosa que haga el gobierno tenga que ser criticada ásperamente por quienes le hacemos oposición, pero tampoco se tiene por qué celebrar como muy positivo alguna obra gubernamental, independientemente de que la misma esté bien hecha y sea para algún propósito útil de la vida cotidiana de la sociedad. El análisis no puede circunscribirse a una acción particular determinada, fuera del complicado contexto socio económico y político en que nos encontramos. Vivimos una crisis mayúscula, lo que necesariamente influye negativamente en toda la sociedad y hace que atenderla en todos y cada uno de sus aspectos sea lo procedente, por lo que las acciones aisladas, pese a lo hermosas, agradables y útiles que puedan parecer, no son fundamentales, ni apuntan a la resolución de dicha crisis.
La inauguración, por ejemplo, de un centro comercial de cierta magnitud no es mala ni dañina en sí misma, pues presta un servicio comercial a la comunidad y genera un número de empleos, que de alguna manera son útiles para quienes los desempeñan. Pero, presentar esa actividad como algo extraordinario para el país y asumirla como si fuera propia por los gobiernos nacional, regionales o locales, no deja de ser simple demagogia barata, que gana indulgencias con escapularios ajenos. Y no me voy a meter en la discusión de quienes son los inversionistas, ni de cuál es el origen del capital involucrado y sus nexos con el poder, pues esos, aunque son cuestiones importantes que deben debatirse, no son las que me motivan en este momento.
Las obras y acciones de toda sociedad, sobre todo en situaciones de crisis como la venezolana, tienen que ser consideradas y valoradas en función de sus retos y necesidades más apremiantes, así como de la suficiencia o no de sus recursos financieros. Tienen también que responder a un programa de acción económica y social de enfrentamiento de esa crisis y estar, de alguna manera, incorporadas en los planes de acción gubernamentales y sociales en general. Dirigir esfuerzos y recursos, incluso los propagandísticos, hacia actividades muy alejadas de los problemas fundamentales, no parece ser encomiable para nadie: gobernantes o empresarios. La creación de casinos, grandes centros comerciales y restaurantes sobre plataformas aéreas pudiera estar bien para un país cuya población tiene sus necesidades satisfechas mucho más allá de las elementales.
En el caso de las obras de los gobiernos, estas consideraciones tienen mucho mayor sentido, pues mientras los empresarios en principio trabajan con su dinero y tienen como objetivo la producción de ganancias, los gobiernos trabajan con el dinero de todos, por lo que las inversiones deben realizarse en función de las necesidades y demandas de la gente, comenzando por las más importantes y sentidas. Resolver los problemas de suministro domiciliario de agua potable, de electricidad estable y permanente, de gas; garantizar una red de aguas negras suficiente, de transporte urbano eficiente, de comunicaciones, de atención de salud, de educación formal y de seguridad ciudadana, son prioridad sobre todo lo demás.
Esto no significa que haya que esperar a resolver todo lo señalado, para acometer acciones en las áreas deportivas, recreativas y otras no fundamentales. Pero sí significa que éstas no pueden ser las atendidas preferentemente. Y cuando tenga que atendérselas, se debe tener en mente las limitaciones del país en las áreas básicas señaladas. Así, La Guaira necesitaba un estadio de béisbol desde hace tiempo, pero no necesariamente con hotel y "jacuzzis". El aforo del estadio universitario aún es suficiente para Caracas, y su ubicación, con salidas hacia los cuatro puntos cardinales de la ciudad es inigualable actualmente. Aumentar discretamente su aforo, para lo cual existen proyectos, hubiera resultado más económico que lo que se hizo y el cuido de la obra hubiera estado garantizado. Claro, si se asume la acción de gobierno sin "pantallerismo", sin el deseo de despojar del béisbol a la UCV y dejando fuera los negocios turbios.