Los desorejados por Boves. De la historia de los guerreros del llano oriental

Nota: Texto tomado de la novela que ahora escribo, "Los desorejados". El pueblo de Santa Ana, en el llano ahora anzoatiguense, nacieron "los Macabeos", como llamaron a los hermanos Sotillo, de los cuales, el general Juan Antonio Sotillo, fue de los más destacados en la lucha por la independencia y luego en la Guerra Federal. Estuvo en el "grupo rompe líneas", creado y comandado por José Tadeo Monagas, que tuvo como fin en los combates, entrar de manera inesperada hasta el centro del ejército enemigo. En una de esas acciones, casi suicidas, en la batalla de Urica en 1814, uno de los grupos rompe líneas, llegó al centro del ejército de Boves de manera sorpresiva, acorde con su manera de actuar en los combates y en concordancia con su calificativo, al frente del cual iba Pedro Zaraza, quien ensartó con su lanza a quien han llamado "el primer caudillo popular venezolano", pese la historia oficial le llama general realista. Hasta allí llegó la vida de Boves y se dio inicio a un nuevo rumbo de la guerra.

Entre los años 1813 y 14, por la tenacidad de los guerrilleros orientales, comandados por José Tadeo Monagas y entre los cuales estaban "los Macabeos", Boves tomó más de una vez a Santa Ana, pues bien conocía el vínculo de este pueblo con los combatientes patriotas y allí, más de una vez, después de matar a unos cuantos, optaban por desorejar a otros. Bárbara Sotillo, la madre de "Los Macabeos", fue una de esas desorejadas. El texto que sigue, como antes dije, lo extraje de la novela que escribo.

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Los matorrales alrededor del pueblo y más cerca de su casa, la del modesto espacio donde los viejos habían fundado la familia, servían para que los guerrilleros de la sabana, de vez cuando, allí se escondiesen, mientras los ríos cercanos que atravesaban el llano en su carrera zigzagueante, desde que comenzaban a bajar, primero en carrera desenfrenada, de allá del piedemonte andino y luego mansamente, buscando al padre Orinoco, en la sabana abierta que corría incansable hasta el más cercano horizonte y hasta llegar donde el padre río abre como dos manos inmensas que dejan correr sus aguas entre los espacios dejados por los dedos separados, para irse a fundir con la mar. Aquellos mismos ríos, hinchados entonces, que no dejaban a los morichales abundantes de la sabana padecer de sed. Los mismos que permeaban la sabana en los tiempos de "verano", para que el pasto brotase generosamente y las lagunas, la de aquí, de allá y un poco más allá, rebosasen para que el ganado y todas las especies animales se prodigasen y la abundancia reinara en aquellos espacios, que fueron como divinos o santas creaciones hasta el momento mismo que el hombre se hizo "demasiado racional".

Pastos y agua en abundancia que corría briosa en los ríos caudalosos que perdían la bravura, el bramar y ese cómo empeño en romper el cauce, después de descender de aquellas montañas de allá lejos, hacia el occidente: Empezaban en algún punto de la sabana larga, inmensa, a perder apuro y hasta se detenían en las lagunas, que hacían posible que el ganado que no era de nadie, como el agua y el pasto mismo, se multiplicase más allá de lo necesario. Tanto que bastaba la necesidad de comer, atender alguna visita o arrearlo para los puertos de embarque, sobre todo hacia los lados de Barcelona, por unos pocos hombres, según la necesidad y el encargo, que fuesen a la sabana y arrimasen hacia donde era necesario la cantidad de reses pertinentes. Bien una para la comida de la familia y agasajar al visitante, dos para la fiesta grande de domingo, cuando los guerrilleros fatigados y con ganas de estar con la familia se acercaban al rancho, mientras dejaban dispersos vigilantes en puntos estratégicos de la sabana, porque a cualquier punto de ella, bien sea el rancho o un escondite, se llega viniendo de lejos y al descubierto. Si vienen patrullas, el correo de la sabana, los pájaros, el ganado mismo y el polvo que levantan los cascos arrejuntados y movidos por el viento, avisan con suficiente tiempo.

En el inmenso llano, en los espacios muy apartados de las villas o ciudades donde vivían las familias principales, los conquistadores, sus descendientes, colmados de títulos heredados, ganados por los servicios a la corona o comprados, porque hasta el cielo estaba en venta, en los cuales nadie estaba interesado por lo lejano y hasta ajeno al tipo de economía y cultivo predominante, como el café y cacao, propiedad del rey y por lo que se solía llamar "realengo", que en cierta forma, según la conveniencia y hasta las costumbres y necesidades, no "eran de nadie" o si de quien las necesitase, las tierras, el agua, los animales de todo tamaño abundaban.

Su abundancia era tal que, en los tiempos cuando la guerra alcanzó un alto nivel y por esos espacios transcurrían grandes ejércitos, quienes comandaban enviaban por delante patrullas para que dispersasen el ganado, caballar y vacuno, para que aquellos pudiesen pasar sin tropiezos.

Era habitual que el hombre de la sabana se ocupase de la tarea de arriar ganado, que era este tan abundante como el pasto mismo, para llevarlo al potrero de quien se ocupase a su vez, ayudado por aquél mismo u otros hombres, de conducirlo a los puertos de embarque más cercanos, donde esperaban comerciantes que los rebaños comprarían y trasladarían a los mercados de consumo de la carne. Aquella tarea en la sabana era como recoger de las abundantes piedras del camino, el polvo mismo de la sabana que va de un lado a otro arrastrado por los vientos, los rayos del sol o el agua mansa y abundante de la sabana, que no eran de nadie sino de quien se tomase el trabajo de atraparlos para lo que considerase conveniente y necesario.

Era todo aquello el oro, el verdadero oro, que la afiebrada mente del conquistador imaginó y buscó desaforadamente, hasta la locura sin hallarlo, porque estaba más adentro y escondido en el fondo de la tierra. Pero "El Dorado" era aquella realidad de antes de 1810, en la sabana adentro, en medio de aquellos espacios donde el hombre podía vivir con libertad y gozando de todo lo que la naturaleza le brindaba sin mayor esfuerzo y limitaciones.

Eran trece hermanos, de aquella familia campesina y criadora de animales o mejor beneficiada por la abundancia de un ganado vacuno que en el llano se multiplicaba intensamente, sin esfuerzo alguno, salvo el de enlazarlos, amansarlos y disponerlos para enviarlos a los puertos de embarques, conducidos por jinetes expertos y bravíos. El pueblo era una especie de crucero de arrieros que venían de todos los puntos del llano e iban hacia los mercados, puertos de embarques, como el que estaba en la desembocadura del río Neverí, en la vieja ciudad de Barcelona o venían de regreso para volver con otra recua una vez reunida y haber descansado el cuerpo lo indispensable. Y con ellos corría el canto de la sabana en boca de los arrieros que van y vienen. Quienes venían de aquellos lados del piedemonte andino, donde la sabana se rinde al pie de cordillera y se niega a subirla o no puede hacerlo, traían sus cantos, sus letras y noticias. Igual los venidos del oriente, donde la sabana se deja ir sin esfuerzo alguno y se va hundir a la mar juntos con los ríos, también de lo mismo y quienes de la costa, del norte, por distintas razones, que bajaban también de la cordillera que se intercala con aquella, se introducían a la sabana desde esos lados con sus folías y galerones. Y en ese punto todo aquello se confundía y el canto de la sabana tomaba nuevo sabor y ritmo.

Una vez, según lo contado por su madre, viniendo de allá lejos, bajando y siguiendo el culebrear de los grandes ríos, que primero bajan bramando, como los toros en medio de la manada, luego poco a poco, en cada curva del camino van bajando su empuje, hasta entrar en la parte de sabana baja donde parecen adormecerse y caminar pausadamente que en veces parecen detenerse a descargar el cansancio, de los lados de los llanos occidentales, aquellos que comienzan a subir la montaña, con destino a Maturín, pasó una familia de apellido Monagas, con un niño acabado de nacer y se fue regando el llano con su llanto. Aquella historia les impactó tanto que el primero que la escuchó se la contó al segundo, hasta que el doce, entre matorrales, como para que nadie escuchase, se la narró al trece de los hermanos. Como si hubiese con su llanto dejado una encomienda, un santo y seña y hasta un "espérenme que cuando llegue el momento oportuno volveré, por ti y aquél que también me escuchó y por todos los demás que lleguen después y ustedes hayan sido convocados por ustedes". Todos supieron de aquel llanto regado en la sabana y lo guardaron como un bello recuerdo y hasta una creencia en algo por venir o un motivo para estar juntos, aparte del vínculo de la sangre, hijos de los mismos padres. Ese recuerdo y como secreto, contado por la vieja madre, guardaron por años los "Macabeos" y a él se aferraron.



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Eligio Damas

Militante de la izquierda de toda la vida. Nunca ha sido candidato a nada y menos ser llevado a tribunal alguno. Libre para opinar, sin tapaojos ni ataduras. Maestro de escuela de los de abajo.

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