LA MORTADELA
Hoy amaneciendo, hace como una hora, fui a botar una bolsa de basura de mi casa, en Puerto La Cruz, sector El Paraíso, en una esquina de la avenida Prolongación Paseo de la Cruz y el Mar cruce con calle La Fortuna, donde la comunidad junta los desperdicios para que los recoja el servicio de aseo de la ciudad a primeras horas del día.
Allí encontré una perrita marrón claro, algo regordeta, que me miraba con mansedumbre desde abajo, y movía con alegría su corto rabo chucuto, y para mi sorpresa era La Mortadela, la perrita que ha vivido toda su vida en mi condominio, que se alegraba de verme a esas horas, y que se había escapado hacia las afueras del condominio para husmear en la basura y en las calles; andaba con su amigo de correrías El Negro, un perrillo oscuro, delgado, muy nervioso y ladrador que, quizá por vez primera, no se alarmó al verme y tampoco armó barullo ante mi presencia.
Me acerqué con afecto, y mucha ternura a saludar a La Mortadela. Tomé su carita huesuda entre mis manos y le acaricié con cariño, y vi que su ojo derecho estaba humedecido, como si una irritación o una molestia ocular le afectara, y me dije que en el transcurso del día, al atardecer, al regresar del trabajo, debía aplicarle gotas para los ojos y revisarle, cuidarle porque la quiero mucho y es deber cuidar lo que se ama.
Pero La Mortadela no dejó de mover alegre en todo momento su pedacito de rabo, acercándose más hacia mi que le tomaba su hermosa carita y le hacía mimos. Esa perrita que tanto amó a mi hijo el lobo siberiano: Duque Alfonso III, que no alcanzó a ser su pareja, porque yo siempre lo impedí pues llegué a pensar que un embarazo podía matarle por el gran tamaño que podían tener los cachorros y que no era bueno hacer cruza de perros de diferentes razas.
De nuevo volvieron a pasar por mi mente los recuerdos donde mi hijo el lobo: Duque Alfonso III, caminaba con su hermosa presencia; lo sentí a mi lado nuevamente, y mis ojos se llenaron de lágrimas hasta resbalar plenas por mis mejillas. Sé que es imposible recuperar lo perdido, que los seres amados que han partido en adiós definitivo, no pueden volver con nosotros a menos que sea en ese sueño poderoso que es la literatura, que con su gran fuerza de arte, memoria y pensamiento humano pueden regresar lo perdido, en imágenes y lenguaje, para que sea menos la palabra olvido y el silencio cubriéndonos como mortaja definitiva.
Soy un anciano, mi edad ya frisa los setenta años, y a la juventud y familiares perdidos, los afectos y amigos fallecidos, se suma esta impotencia de la sociedad en Venezuela considerarlo a uno algo inútil y desvencijado, que no vale nada, y nada se espera de uno. Y es el desaliento. ¡Aún estamos vivos los ancianos, los viejos, caray! ¡Aún no hemos muerto! ¿Por qué nos entierran en vida, en olvido y en desmemoria en la Venezuela de la Revolución Bolivariana? ¿Acaso no valemos, no somos seres humanos, por qué tanta ignominia, tanta deshumanización hacia los ancianos y la vejez? ¿Acaso los jóvenes de ahora no serán los ancianos del mañana, del futuro? ¿Cómo es posible que venga la sociedad, en la boca de los políticos, a banalizar, desestimar, negar, la vida que en uno aún tiembla y se estira en testimonio y memoria magnífica? ¿Acaso solo vale lo que es joven y vibrante? ¡No hay espacio para los viejos en la Venezuela de hoy! ¿Para qué la sabiduría, la paciencia, la serenidad, la inteligencia de los viejos que tanta vida hemos visto correr entre nuestras manos? Es menester que se hable y escriba de ello. A eso invito desde estás páginas y en cualquier lugar donde usted se encuentre. Hablemos… Diga su palabra sobre el papel de los ancianos y ancianas en la sociedad y en la historia humana…