Juan Fernández ha llegado a Venezuela. Enrique Mendoza calladito asiste a su coronación en la Quinta Esmeralda. Este gordito ha sabido aguardar su momento. Tiende a navegar en medio del mar embravecido y sabe que la oligarquía criolla terminará por aceptar que no basta ser catirito de ojos azules. El fascismo “ligth” de cuello almidonado, solo sirve para robar en las alturas y él practica otro tipo de fascismo; ese que mancha las manos de sangre y que manejan los sargentos. A Enrique no le preocupan los modelos tecnócratas, pues ellos no se van a los suburbios con sicarios bajo su mando, a golpe de porras y pistola en cinto, a ganarse algún voto por la fuerza o a reventarle la madre a los negritos del cerro. El sabe que existe una clase fascista que rememora a sus ancestros, hijos de Mussollini y Franco, ávida de sangre y negada a ser desplazada por quienes hoy ocupan el poder. Juan es un hueveta y él entiende muy bien que no hay bolas para enfrentar un proyecto golpista. Cuando las vainas se pongan feas, Juancito saldrá corriendo a ocultarse en el norte, mientras él sueña con volver a ocupar VTV con su guardia pretoriana.
Pero ¿Qué se va hacer? Los que pagan, se han enamorado de la imagen flácida y sosa de Juan, el catirito de ojos azules. Sin embargo, este es un mundo cambiante y la oposición vive de error en error, cambiando sus gustos. Es el precio de la moda, dirá Enrique desde su bunker. Salas Römer quiso hacer lo mismo y es un ladrón de raíces oligarcas con látigo en mano; hacendado y experimentado cabrón de la caída copeyana. Enrique sabe que Juancito caerá más fácil. No tiene carácter y no sabe que perversa es la política venezolana. Si Salas Römer cayó por apuro; este caerá por estúpido. Recuerda a aquellos patiquines, llegados de la capital a tomar el mando de la hacienda paternal y los esclavos burlones que terminaban cortándole el cuello por pendejo y confiado. Cisneros y Granier, todavía creen en los candidatos de buena estampa. Falta alguna cancioncita pegajosa de Chelique Sarabia y una buena producción cinematográfica en el Churun Merú, en la Colonia Tovar o montando un caballo en una de las haciendas valencianas. ¡Que vaina, Juancito! Si de vaina viste un pozo petrolero desde el cómodo asiento de una Grand Blazer con aire acondicionado, para venir a hacer el ridículo encima de un caballo que nunca has montado. Cisneros y Granier no tienen nada que perder y solo están probando con los productos que han de vender. Enrique, está calladito y se ríe el coño e’ madre; se ríe con ganas por que se sabe ganador. Sabe que no hay gallo con sus espuelas y Cisneros y Granier, tendrán que asumir que él es el candidato. Es igualito a ellos y tendrán que negociar su brutalidad y el instinto animal que lo ha llevado a perdurar. No necesitan patiquines; necesitan coño e’ madres que sirvan de sargentos para el golpe que se avecina. Tienen los reales y Enrique los fusiles importados. Es un Batista con las manos llenas de sangre y sabe enamorar a los que quieren servir de inquisidores. Entonces ¿Pa’ qué coño quieren a Juan? Juan es modosito y solo sabe leer comunicados que le han escrito. El no; él se conforma con su lenguaje visceral, preñado de basura hitleriana. Juan se escondió en una hacienda fuera de Caracas y se veía vulnerable en aquella famosa entrevista de la Nitu con su camisita “Polo”. Enrique no; él descarga su verbo guerrero y asume su condición racista con orgullo, despertando en el este el alarido de alguna pureta que grita sin encono: “¡Muera ese zambo!”. Entonces ¿Pa’ qué coño quieren a Juan?
Pero Cisneros y Granier conocen al majadero y su oficio de “Urogallo”. Saben que la ambición de Enrique es más grande que las comisiones de la Gobernación de Miranda. Saben que Enrique huele en el petróleo, un negocio más lucrativo que los bajos fondos en donde se mueve. No se conformaría con el papelito de dictador y querrá hurgar en sitios vedados para los sargentos. No obstante, Enrique quiere un smoking y echar en el cesto del olvido, esa chaqueta de cuellos doblados y la gorra que le apuró la seborrea en el escaso pelo grasiento. Quiere entrar en las Grandes Ligas y batear de jonrón con las bases llenas. Cisneros y Granier tienen el contrato en la mano, pero este Al Capone puede ser peor que un Juancito educado, pendejo y presto a la americanización de un buen sueldo.
Que sigan buscando su catirito, dirá Enrique calladito. Yo lo apoyo, brindará Enrique al fracaso precoz. Al final, será este sargento su comodín. ¿Y Juan? Otro experimento publicitario que va a desaparecer en un mercado fallido que no conoce al consumidor.
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