Laboratorio de Investigaciones Transdisciplinarias del Espacio Público/ Canal Z
El cielo, de tan blanco está gris, como quemado por el sol. El horizonte se ve seco, lleno de cujíes y tierra arenosa. Hay una alucinación de carros que se quiebra en la atmósfera. No hay movimiento. Es mediodía y no hay cerveza en ningún sitio, el agua está caliente, y nada se mueve.
Deben haber más de 1200 carros en esta cola. Falta mucho para que se vea la gasolinera donde quizás alguno de nosotros llegue. A lo lejos se escucha un merengue. Una tipa adelante tiene puesto en el vidrio “Ni un Paso Atrás”. Pero ella tampoco se mueve. Solo hay gasolina brasileña para las ambulancias, otros permisados, y los pocos afortunados que están en la cabeza de esta cola. Aquí no se mueve nadie, ni chavistas ni "escuálidos", todos estamos parados en medio de esta guerra de la que aun no hemos recogido los escombros.
I
Somos una generación histórica en Venezuela. Implosionamos, nos torcimos el cuello como Linda Blair y supimos de lo que somos capaces, como ninguna otra generación después de la Guerra Federal.
La historia escrita por los antichavistas dirá que porque el presidente no reactivó la economía, 11 mil obreros de la Coordinadora Democrática se vieron obligados a sentenciar la destrucción de la industria petrolera con todo su prestigio primermundista, arruinando las expectaciones, por lo menos sicológicas, de la economía nacional para los 5 ó 6 años que siguen. Porque el Presidente no llamó a elecciones adelantadas, la Coordinadora Democrática dispuso de todas sus fuerzas para golpear el hilo constitucional por segunda vez. Porque no se podía esperar, porque ha sido tan malo y tan comunista este gobierno, que hubo que golpearlo, y golpear al Estado y golpear a la Nación y golpear a la gente, hasta que se hicieran buenos y renunciaran a lo que eran. Fue tamaña la golpiza, tan tamaña, que se golpearon ellos mismos hasta sacarse los dientes. Nadie pudo agacharse. Nadie “abanicó”. Los golpes fueron de hierro y, como pasa en toda sociedad moderna, los recibimos todos parejo.
Y no señor, no fue una golpiza “mediática”. Fue una golpiza real.
Los soldados del gobierno le sacudieron la cabeza a la tipa que protestaba en la Cocacola. La tipa salió mil veces por la TV, cayéndose en cámara speed todas las veces que pudo contra el asfalto, para dar la impresión de mala saña por parte del soldado.
De un edificio de Maracaibo un “militante” de la clase media disparó a quemarropa contra la manifestación de los chavistas, movilizando a la policía regional. Eso no salió nunca por la TV.
A palo limpio sacaron los chavistas a los copeyanos de la Plaza Bolívar, porque estaban dentro de la zona de la camorra. Los golpes, francos y directos, salieron por la TV cada vez que se pudo.
A una indígena guajira la batieron a golpes la “seguridad” de la clase media en la Plaza Altamira, porque hace mucho tiempo en este país que ser pobre es ser sospechoso de algo, incluso de chavismo. Tampoco salió por TV. Ni se dijo.
Los habitantes de la isla de Zapara se tuvieron que comer a los gatos y a los perros, porque no llegaban ni las lanchas, ni el agua dulce, ni la navidad.
-Tranquilo hermano, que nos vamos a comer las navideñas sin Chávez.
Dijo el Gobernador de Carabobo.
Ya no sabíamos cómo llevar la cuenta de ningún bando, cuando, un día, luego de ver la sangre de la oposición mil veces, luego de ver por la TV el sufrimiento de solo un lado del odio, luego de que la sangre se nos llenara de provocación, llegó el odio, el odio solito, el de los dos lados, el que no tiene argumentos ni bandos, y se nos tiró encima en forma de Paro. Una sombra negra se apoderó de los televisores y de nuestros huesos. “Mi amor, mirá...Ortega está hablando otra vez por la TV”:
-Señores, el paro continúa.
Esas palabras retumbaron en el odio y en la esperanza. Tuvimos antenas en el alma, coaxiales por venas y un satélite radioactivo en el pensamiento. Sin poder salir muy lejos, todos las pantallas de Venezuela estaban encendidas. No nos acordamos a estas alturas que los televisores se prendieran o se apagaran. A lo mejor nunca pasó, siempre estuvieron, allí, azules y amarillos, hormiguenado, expandiéndose, la pantalla y la voz sombría de Ortega, oscura, turbia: “...se declara un paro nacional indefinido...”. La pantalla y el rostro salvador de Carlos Fernández, valiente e impertérrito “¡El régimen está a punto de caer...!”. Marcel Granier tan bello, ceñudo y poderoso “¡Que no se equivoque el presidente! ¡Esta no es Cuba!!, ¡El que se va es Chávez...!!”. Ravel desencajado, revuelto, exhausto, empujando de un golpe al muchachito del Canal del Estado por el pecho. Juan Fernández, rubio, tecnificado y dramático: “el gobierno miente cuando habla de nuestros héroes, ¡Los héroes de la industria petrolera...!!!”. Grita una mujer viendo pasar a la Guardia Nacional “¡¡Este es el comunismo, el comunismo, abran los ojos!!!!”
Mañana, tarde y noche los televisores de Venezuela se conviertieron en una marea eléctrica sobre las ciudades, una marea de gritos, sangre, canciones de Libertad, aplausos, manifestaciones gigantescas como nunca habíamos visto ni veremos en el país. Manifestaciones de kilómetros de papel plástico tricolor, de un lado. Manifestaciones rojas hinchadas como un mar de algas, del otro. Una marea como no se vio nunca en ningún lado de este planeta recién amanecido a los nuevos cuentos de caballería audiovisual. Las banderas de Venezuela, recuperadas originalmente por la resistencia de los militares en Altamira que empujaron el golpe de Abril, se convierteron en la ropa de todo el mundo, primero quitándoselas a los chavistas, y luego medio recuperadas por los chavistas. Nos vestimos de guerra, vestimos a nuestros hijos, a nuestras abuelas, las casas, la comida y los perros, vestidos para matar o para aguantar la coñiza, la camorra que viene o la que ya comenzó. Nos armamos y nos pintamos con mierda tricolor.
Y no fueron armas virtuales. Fueron nuestros mismos dientes: El aceite hirviendo que preparaba la clase media para que los chavistas no subieran sus escaleras, las armas de la gavetica del ceibó que se cargaron anoche, la cachetada del papá chavista contra el hijo “escuálido”, los dientes blancos contra el cuello del soldado moreno, los francotiradores que francotiraron y que preparaban otra vez y con cuidado sus miras telescópicas. Los palos de la pandillas rojas. Los niples explotándonos en la oreja. La bala que mató a un antichavista, la otra bala, luego la otra y la otra, y la otra, y la otro, allá en la Plaza Altamira.
Y, encima, la tormenta eléctrica: Los cinco astrólogos que dijeron que en Venezuela iba a correr mucha sangre (y que Chávez se iba del poder, según coincidían sus bolas de cristal). Los mil “analistas” que justificaron el odio para sacar el odio contrario del juego. La memoria orgánica, no televisiva, de los cuerpos de los chavistas cayendo en la Plaza Bolívar, en Los Ilustres y de los que cayeron en el golpe de Abril. La repetición casi obsesiva de la encuesta que aseguraba irresponsablemente que el 54% de los venezolanos quería asesinar a Chávez. Las cuñas del odio, del desprecio, del clasismo y del racismo. Y todos los domingos, el presidente, llanero astuto, mordaz, en el borde de lo procaz, devolviendo los golpes, provocando y echando más leña al incendio.
Luego venían las cacerolas de las 8 PM. Por los balcones de la clase media se proferían insultos, los niños gritaban y escribían “asesino” al hijo lloroso de un papá chavista sobre el pizarrón de los colegios privados, y a un chorro de gente se les botó de las oficinas públicas y de la empresa privada por los colores de sus ideas. Se amenazó con pistolas y se tiraron piedras a los antichavistas que no quisieron sumarse a su propio paro antichavista. Motociclistas chavistas con los escapaes amplificados atravesaban a velocidad las manifestaciones opositoras para deshacerlas. Los empleados chavistas andaban como muertos callados, amenazados por las hordas económicas, en las oficinas y en las urbanizaciones. Globovisión Zulia, panacea del antichavismo regional, destruida, en escombros, con la muerte anunciada por boca de los chavistas y con las pantallas bateadas. La impunidad flotando como cadáveres en los dos bandos del rio.
Extrañamente, lo de menos fue el eructo mal fingido del General Carlés cuando se bebía la malta que “le devolvía al pueblo”, el Vicepresidente diciendo que “todo anda extremadamente normal” o Nené Quintana, el humorista de oro expulsado de Radio Rochela, porque es chavista. Pero esas son las paradojas de la percepción. Las cosas que se quedan no son las que fueron, porque algunas, por superficiales que sean, tienen más madera para la anécdota callejera. Y con eso le basta a nuestra memoria. Como si fueran las puntas de un iceberg del que ya no queremos saber más nada.
Sin embargo, detrás de esas anécdotas, quedamos toda una generación histórica, testigos de excepción de cómo nos volvimos hacia nosotros mismos llenos de furia y aliento tóxico. No en vano hoy somos más cautos y menos creyentes. Porque en este país ha habido, no una, sino varias revoluciones. Unas son las que vemos en estos fragmentos, y las otras tienen un guión cuyos actores más importantes aún no son visibles.
II
“Ni Un Paso Atrás” dice el vidrio opositor del carro de enfrente. El sol pone todo lento al borde de la inanimación. Ya estamos en febrero y aún no sabemos si mañana habrá gasolina. Estamos a tres meses del paro. No sabemos si habrá más nunca gasolina. Ni aceite de oliva, ni vatel, ni pan, ni pantene, sueldos y salarios, ni futuro para nuestros hijos, ni harina de maíz precocida de la acaparada, ni de la legal, ni papel. Aun no sabemos que la petrolera sí va a funcionar otra vez y que la macroeconomía va a entrar en lenta, casi suicidia, recuperación. Aún no sabemos que estamos a las puertas de un referendum revocatorio. Aún no sabemos que Chávez no se va a ir todavía. Que Carlos Fernández va a ir preso y luego puesto en libertad por “falta de pruebas”. Que Carlos Ortega va a huir a Costa Rica, y otros militares de Altamira a Perú y Miami, a pesar de la promesa de Granier de que “aquí no se va nadie”. No sabemos que no van a haber presos de conciencia, y que en las cárceles harán motines los mismos desposeídos de siempre, sin invitados de lujo. No sabemos que los venezolanos vamos a demostrar un compromiso con la supervivencia, mucho más inquebrantable que el de nuestros líderes más hidrofóbicos. Porque estamos en medio de una cola que no se mueve. Como náufragos de nuestra propia tormenta interior. Y esta cola no se mueve ni se moverá aunque de un carro se baje alguien a estrangular a la tipa de enfrente.
III
No me quiero dormir, pero tampoco quiero encender la radio. ¿Qué estará pensando ese tipo? parece escuálido.
Ya prendieron un equipo por allá. Es una radio, ya va a comenzar la trifulca. Esta gente no aprende, qué vaina ¿Por qué ponen la radio a todo volumen? ¿Qué quieren, que nos matemos?.
Ah no. No es un reporte de la oposición. Tampoco es Chávez. Solo es un merengue.
Menos mal.