En verano, el calor en Ciudad Bolívar llega a ser desesperante. Es pegajoso, insolente y el vapor del río puedes percibirlo en la ropa. Ni siquiera la noche lo mitiga y tendrías que esperar a medianoche en el malecón del Paseo Orinoco, para ser recompensado con alguna brisa que osara atravesar el puente y tocar la puerta de la Cruz del Perdón. Nací en el barrio La Alameda, frente al hedor de las cloacas que alimentan al bagre mapurite a pocas cuadras de la aduana. Me llenaba de un orgullo pendejo cuando mencionaba el sitio de mi nacimiento. Siempre esgrimía la misma excusa – “Soy bolivarense nato, por que nací en la Calle San José, al lado de la Farmacia Castro...” Gran vaina, eso de recordar el olor a mierda y sentir orgullo por haber nacido en el centro de la ciudad. Al final, terminaríamos mudándonos a la Urbanización Vista Hermosa del extinto Banco Obrero, bien lejos del centro y recién inaugurada por Raúl Leoni. No había malecón ni tenía el patio de la casa en la Calle Siegert, pero la plaza era grande y la casa era propia; estaba Paco con un abasto, Rijo en el mercado y la española Petrica que se hizo millonaria forrando botones.
Estudié mi primaria en un colegio de curas e hice la comunión sin bautizarme en quinto grado ¿Para qué decirle al Padre Neyro que mis viejos no creían en Dios y sus bondades? Preferí callar y comerme la ostia sin peo alguno. Más que un pecado, me salvé de la vergüenza de ser bautizado delante de mis compañeros. Luego las malas lenguas, asegurarían que el Padre Neyro era marico y allí quedaron saldados los remordimientos de un catecismo que excomulgaba al marxismo. El Padre Andrés, director franciscano, ya tenía ubicado a la feligresía y mi papá no escapaba a su lista negra. Jamás supe si al viejo le molestaba esa vaina y confieso que nunca lo sentí preocupado por eso. Recuerdo a Manolo Bahamonde robándole a su madre cinco bolos diarios; me hizo su cómplice comprando cucas con queso y diez vaca vieja que hacían su agosto en nuestros dientes. Un día lo descubrieron; le cayeron a coñazos y me acusaron de ser su corruptor. Esperaba todo cagado a que me jodieran por esta acusación, pero la vieja mía (¡Suerte que tiene uno!), se enfrentó a la madre de Manolo y la mandó a la mierda. Ese día adoré a mi vieja y la premié emboscando al traidor cuando iba a la panadería.
El Ciclo Básico Común lo hice en el Dalla Costa. Era lógico que me inscribieran allí; estaba una cuadra más arriba y mi viejo siempre ha sido de lógicas aplastantes. Salía de la moral franciscana a la izquierda moribunda que ya estaba siendo aplastada por la pacificación. Quedaban pocos grupos de izquierda en la montaña. Bandera Roja en tiempos revolucionarios, ahora echa mierda por sus herederos, y el Frente Armado Antonio José de Sucre reacios a bajar de El Bachiller; eran tiempos de eliminación de los focos subversivos. Caldera no se andaba con vainas y hasta las Escuelas Técnicas pasarían a ser Ciclos Diversificados. Me tocaría a mí ingresar en uno de ellos, justo cuando estaba saliendo la última promoción de técnicos. Era la época del “Caderú”, las camisas de poliéster estampada en microbios, los pantalones campana y los zapatos machotes. Fue en el Ciclo Diversificado “Antonio Díaz” donde conocí al camarada Ballardo, al camarada Constantino y al camarada Raúl; este último miembro del Comité de Luchas Populares y efusivo compañero de discusiones tardías. La izquierda mutaba y se convertía en mesa de negociadores para la Gran Venezuela que fundaría el Imperio CAP I. Mientras tanto, el ron Palo Fino con granadina y naranjas exprimidas en un balde, se harían compañeros de tertulias en la plaza y un dolor de cabeza para quienes querían dormir temprano; una vaca entre seis o siete manganzones para joder e irreverenciar a los vecinos.
Raúl sabía ser disciplinado y te contaminaba con su trabajo. Repartíamos propaganda del CLP en plena parada de autobuses del Mirador Angostura. A un hueveta que le recomendó la dirección, Raúl sin mucho miramiento le dijo – “Si te agarran no me conoces. Si nos delatas, te caigo a coñazos… escoge” – Pues nos delató llorando ese coño e’ madre. Estábamos pendientes del Nova verde de la Disip, cuando vemos a aquel pendejo, cagao, hablando con otro tipo y ¡a correr, nojoda! Agarramos un autobús que después supimos iba a La Sabanita y una semana después, me contó Raúl que le había dado una paliza al “camarada” recomendado.
Cuando se acercaba la graduación de bachiller, logramos alquilar una tasca en Soledad. Este pueblito, al otro lado del río, le hacía honor a su nombre. Era invadido por una soledad implacable de noche y de día; el calor espantaba hasta las moscas. La diversión aquí eran las putas, los bares y una fiesta patronal; solo así verías romper su silencio. La tasca estaba frente a la plaza y los faros de afuera alumbraban más que el concierto de rojos, verdes, azules y morados interiores. Allí fuimos, compañeras y compañeros, desafiando las coñazas y los botellazos de algún cliente arrecho, para ganarnos un fondo y comprar los anillos de graduación. Carajitos todos, apenas si rozábamos los diecisiete, en un pueblito con malas pulgas que no veía con buenos ojos a esos melenudos marihuaneros. Unos en la barra, otros haciendo el papel de mesoneros y otros de porteros. Allí estábamos Raúl y yo en la puerta exigiendo el ticket de entrada. Agarrados a las trabillas de los pantalones campana, para evitar cualquier coliao que se creyera con derecho a tratamiento especial. ¡Nojoda! Tú no entras… ¿Dónde coño está el ticket?... Adentro sonando los timbales y una música parecida a Los Masters. El profesor apretadito a la profesora García, puliendo hebilla y la mano atrevida que casi toca el culo de Matemáticas. Nosotros gozando una bola por que al día siguiente sería el chisme del día. La rockola sonaba y luego un grupito tres piezas que contratamos hasta las cinco de la madrugada. La caja sonando y la gente gozando; casi teníamos en el anillo en el dedo. Cuando todo terminaba anunciado con el Alma Llanera, estábamos rascaos, bañados en cerveza y hediondos a mierda cuando se seca. Hacíamos la limpieza, dejábamos todo en orden, para regresar a Ciudad Bolívar en la primera lanchita de la madrugada. “!!No meneen la mierda esta…!!” – anunciaba arrecho el capitán de agua dulce y todos jodiendo para cagar a las mujeres en la mitad del río, meciendo la lanchita.
Una semana después iríamos todos al último evento; ese que nos compraba los anillos para ser bachilleres técnicos. Todo fue igual, los que estaban en la barra, los mesoneros y nosotros, Raúl yo, como porteros. Regresamos en lanchita igual de encendidos y meciendo a las mujeres. Fue la última vez que pude ver a Raúl con vida. “Se ahogó en Marhuanta” – dijeron. Otros especularon durante el entierro, que a Raúl lo jodió una puta cuando lo rasguñó el cuello y se fue al fondo para salir muerto. ¡Que bolas, camarada! Uno esperaba morir en un tigrito sin delatar al compañero ó… con un fusil en la mano, luchando contra el gobierno. Me queda en la memoria el olor a desinfectante de jazmín en la funeraria donde velaron tus restos y se convierte en presagio de muerte aún cuando lo percibo en el viento.
No hubo anillo y la graduación se convirtió en duelo. Utilizamos los fondos para colocarle una placa en honor a ese carajito bueno. Cuando nos graduamos, nos compramos tres botellas de Palo Fino, la granadina y las naranjas, tres camaradas de la rebeldía que moría. Nos fuimos caminando hasta el cementerio y brindamos con él su título póstumo de bachiller.
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