Una vara de guayabo remueve el hormiguero. Ocioso juego para molestar a las hormigas. Se dispersan inquietas, corren, tropiezan y alocadas entran en el hormiguero; algunas suben por la vara que es sacudida con fuerza, frustrando la escalada y otras se pierden en la hierba donde buscan refugiarse del intruso. Adolfo se cansa de jugar a ser Dios y deja en paz a las hormigas. Camina descalzo hacia la arena; la vara de guayabo queda en el piso mientras las hormigas, aún alocadas, reconocen al intruso inmóvil que cae al piso por fastidio. La tarde refresca y la brisa acaricia el rostro de Adolfo; se introduce en la barba repleta de canas y ayuda a secar alguna gota de sudor en el cuello. Los años le curtieron la piel y las arrugas se suavizan con los pensamientos. El sol se oculta y remueve las ideas. Adolfo abre los brazos mientras un suave oleaje marino le cubre los pies. Cierra los ojos y le regala al horizonte una plegaria que repite a diario frente al mar – “Hermano Sol, regálame tu fuerza y llévale mi mensaje de esperanza… Que no olvide jamás quien soy y donde estoy… Pasa por encima de la distancia y dile que la espero en el lugar que soñó para los dos… Dile, Hermano Sol, que la patria la espera y eso es más de lo que hoy tiene en sus manos” Con los ojos cerrados, Adolfo imaginó al Sol sonreído; como aquellos dibujos infantiles que le estampan ojos, nariz y boca al rey de la energía. Está seguro de su amistad con el astro rey y algunos pescadores le preguntan por su hermano. No fue fácil formar parte de aquel paisaje…
Llegó allí tres años antes. Buscaba una casita que observara el mar. La gente lo miró con desconfianza al principio y apostó por la locura de los ingenuos. Poco sabía del mar, de la pesca y mucho menos de las redes que maniataban a los pescadores de ese pueblo. Caminaba de la pulpería a la bodega de Jacinta, preguntando por el mar, los salarios, la escuelita y ciertas intimidades que lo pusieron en aprietos. Llegó a sentarse al lado de los viejos en la licorería de la plaza principal. Mientras los viejos hablaban de la mar y sus misterios, él cambiaba el tema con un Marx desconocido y la rebelión de los pueblos. Los viejos se reían de tanto disparate y Adolfo acompañaba su diversión tomando una cerveza o aceptando el ron que le daban por camaradería ó curiosidad simple del que quiere saber de otros temas. Jugaba con los niños bajo la sombra de un Uvero. Les enseñó las vocales en la tierra con la vara de guayabo. “A de América, E de Ejército, O de Obrero, I de Independencia y la U de Unidad…” Cuando pasó por la B de Bolivariano, el pueblo entero habló de los enviados celestiales y la R de Revolución, lo sentó en la mesa a jugar dominó y a ser uno más de sus tertulias domingueras. Se hizo experto limpiando las escamas y sacando tripas de la pesca diaria; faena que lo silenciaba en medio de la algarabía de los pescadores. Al culminar, Adolfo los sentaba en círculo y pedía debatir sobre los problemas del pueblo; que hacer con el empresario que le compraba la pesca, ese que enlataba las sardinas y pagaba una miseria. Los organizó en cooperativa y les regaló la esperanza de tener su propia empresa. Hablaron de cloacas, un ambulatorio, una escuela bolivariana y un crédito para unas lanchas nuevas. Siempre estuvo ante la pregunta oportuna y la respuesta que enseña. Solo la tarde, cuando el sol buscaba reposo, desaparecía a Adolfo del pueblo. La plegaria al horizonte, los brazos abiertos y los ojos cerrados, llegaron a ser un misterio susurrado en el pueblo. Cuando llegaba la hora, dejaba cualquier trabajo, conversación o juego y se dirigía hasta el final de la playa. Podía estar entrabado en su jerga revolucionaria. Podían brillar sus ojos ante el tema que le apasionaba. Pueblo, revolución, liberación, comunidad, organización popular, lucha, proceso bolivariano, el hombre nuevo, educación política… Pero, cuando el sol estaba por esconderse, un nombre, Matilde, y su plegaria le llevaban hasta el final de la playa.
Jacinta, la bodeguera, llegó a quererlo como se quieren a los hijos que nunca se tuvieron. Enviudó muy joven y se castró en honor al recuerdo de su esposo. Lo mataron subiendo El Bachiller, cuando ella nunca supo del fusil y las guerrillas. A sus sesenta y cinco, Adolfo le recordó a su marido y lo adoptó cuando lo vio jugando al abecedario con los niños. Cuando se rumoreó que Adolfo era brujo y le entregaba el alma a Satanás en las tardes, se enfrentó a las chismosas que lo dijeron, mientras Adolfo se entregaba a su plegaria diaria.
No respondieron ni pío a la rabia de Jacinta. Hablaba poco, poro sus sentencias eran una piedra que daba en el blanco. El hecho de haberse castrado tantos años y no haberse entregado jamás a ningún pescador que le hiciera la corte en medio de unos palos de ron, le confirió un halo de respeto que se hizo dogma en el pueblo. Ese día, más de un marido encerró a su mujer en la cocina y la castigó con la indiferencia.
La rabia llevó a Jacinta al final de la playa. Adolfo culminaba su plegaria y dijo en voz baja – “Estas son vainas de Matilde…” Jacinta entró con él en la casita que habitaba Adolfo. Le sorprendió la pulcritud y la cómoda falta de enseres. Una mesa con dos sillas, un cuaderno y un lápiz marcando algún poema; tres torres de libros seleccionados por tema; una cocina con calderos que nunca habían sido usados; una bañera y una ducha que podría regar las flores de la sala; una cama con sábanas de girasoles y un mosquitero en cascada que la salvaba de los mosquitos; un perchero improvisado de tubos con cuatro franelas y tres pantalones de lino blanco que sabía de memoria en que días los usaba Adolfo; dos mecedoras y un radiecito de pilas sin encender… “¿Me puedes decir quien coño es Matilde, mijó? - Jacinta se sienta a esperar la respuesta. Adolfo sonríe el atrevimiento - “Matilde es mi libertad, Jacinta… Matilde es la esperanza que nunca llega… Matilde son cuarenta años creyendo en vainas que nos legaron quinientos años de conquista y la moral que nos encierra en una celda de vecinos, normas y culpas que no cesan… Matilde es el derecho a creer en la revolución y pasar por encima de ella, cuando todos creen que la locura no es una solución… Matilde es negarse al consumo, a la moda, al ingreso necesario, a la agresión entre seres humanos y las propuestas condicionadas por esta sociedad que critica lo que por dentro ansía… Matilde, Jacinta, es Bolívar, el Ché, Chávez, libertad, amor y un brindis al resultado que tratarán de asesinar por que no lo han disfrutado… Matilde es tu amor por mí y la rabia que has desatado, sin saber por que y sin conocer los eventos que pasan a tu lado… Matilde es la revolución, mi revolución… Matilde es, definitivamente, una declaración de amor resuelta que pocos entenderán y muchos disfrutarán…”
“¿Sabías que estás más loco que una cabra, mijó?” – Jacinta sorbe el café y la rabia se muere en su aroma – “Cierto, Jacinta. Tienes razón. Pero estoy aquí contigo… Siempre contigo”