A menudo se tilda de utopía aquello que se considera imposible, ilusorio o demasiado bueno para ser verdad; pero una de sus definiciones más felices la encontré extraviada en un viejo diccionario: “Utopía son todos aquellos sueños no realizados pero no irrealizables”. En otras palabras, que no se haya visto no significa que no pueda llegarse a ver. Gobernar el fuego, fabricar hielo, viajar por el cielo o respirar bajo el agua, fueron utopías de otro tiempo que hoy son hechos cotidianos. El derecho a ser indígena, el voto de las mujeres o que la opinión de los niños fuera tomada en cuenta por la ley, también eran utopías para millones de almas ignoradas.
Sin embargo, sigue siendo utópico un mundo que no requiera por combustible el dinero, donde la explotación del hombre por el hombre sea tan sólo un mal sueño y donde el trabajo sea un servicio en vez de una mercancía. Y las cooperativas son los ladrillos de esa utopía. El cooperativismo no es un sueño inexistente, ha demostrado ser un modelo económico exitoso en otros países del mundo, pero el cooperativismo como cultura de la solidaridad, como sistema económico y como modelo de sociedad, sigue siendo un proyecto por realizar. Una verdadera utopía capaz de liberarnos de la explotación, la especulación, la alienación consumista, la masacre a la naturaleza y la cultura del derroche que nos impuso el reino del capital.
Las cooperativas pueden necesitar dinero para funcionar, pero el dinero no es su fin último. Es el trabajo como servicio a la comunidad, la solidaridad, la democracia económica y la equidad lo que les da sentido y razón de ser. Sin embargo, no basta ser parte de una cooperativa ni que se formen muchas cooperativas para realizar la utopía cooperativista; todavía hay que terminar de desterrar el egoísmo, el individualismo, el arribismo y el paradigma de la competencia contra los demás. Se precisa dar primero el cambio personal y cultural.
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