¿Treinta años? Cuando escuché al juez reventándome en la cara esa sentencia, pensé que esa vaina no era conmigo ¿Treinta años? ¡Que bolas!... Ese estribillo que anunciaba “Laureano Mendoza, está usted sentenciado a veintinueve años, nueve meses y cinco días por rebelión militar (treinta ¡nojoda!)”, esa vaina no era conmigo… Apenas nueve meses en Tocorón y ya tenía un plan de fuga en la cabeza. Vino Juancito y me habló del túnel que estaban haciendo a fuerza de tenedores y cucharillas… ¡Con las uñas, coño! Pero vamos a darle. Luego, cuando el hueco no había avanzado tres metros después de tres largos meses, fue el camarada Espinoza y me habló de un contrabando de armamento por trocitos que metería su hermana con diez putas de vagina ancha. Más que esperanza, me daba curiosidad ver esta operación que nos traería seis fal, cuatro granadas fragmentarias y ciento cincuenta balas 7.62, en cinco visitas conyugales… El plan no estaba mal. Con los fal listos y las granadas, tomaríamos el control desde el Bloque B, pasaríamos al C y plomo con los treinta años que no querían entrar en mi cabeza. Pero, la puta Amelia se pasó de ancha y un pedazo de cacerina asomó durante la requisa. El resto de la historia se resume en la cara asombrada de los guardias nacionales, cuando expulsaron una por una todas las balas en el piso de la enfermería…
En total estábamos diez camaradas al lado de cien presos comunes. Se ven vainas feas en ese anexo y nos hicimos respetar desde el principio. Nos pusieron allí para quebrarnos la voluntad y tuvimos que repartir coñazos, chuzasos, carajazos, vergajazos, tubazos e improperios para que respetaran nuestra celda. Nunca nos separamos ni para mear en el baño. Uno meando, nueve cuidando. Los diez comiendo, los diez vigilando. Uno en vigilia, nueve durmiendo. No se si nos respetaron por la disciplina en la vigilancia o por que no había nada que robar. Pelamos bola de nacimiento y la dirección política nos mandaba comida, libros, proclamas, planes de acción y algún huevón que nos dictaba charlas para aligerar el encierro. Nunca nos mandaron un billete de cien y eso que el último atraco le dejó treinta millones a la dirección. Las comparaciones son odiosas, pero prefería la lata de diablitos repartida entre cuatro en la montaña, que esta mierda preñada de gusanos a la que le llaman comida. Prefería el olor de los compañeros de lucha cruzando un río, que este olor a rejas y sábanas sucias de mis nueve compañeros… ¡Son treinta, coño! Y ya no tengo recuerdos familiares. Los sustituí por el recuerdo del cabrón que es un asesino y está tres rejas a mi derecha. A ese carajo lo tengo que recordar a juro; camina como un gato, ni se siente y sus movimientos están llenos tensión. Se queda quieto, no mueve un músculo, pero se respira peligro cuando mueve un brazo o le palpita una vena en el cuello. El carajo maneja a treinta esbirros con solo mover los ojos y el director de esta mierda goza una bola cuando nos ve vigilando a ese cabrón. Lo he visto hablando con él los días de visita y no me extraña que lo pusiera allí para jodernos…
Se le agudizan a uno los sentidos y ni tiempo da para recordar la sentencia. Se ve más allá de una sonrisa. Se ven las intenciones, se ven los planes, se ven vainas que uno no ve cuando está libre. Para dormir no se cierran los ojos, para comer se educa al culo y no le dejas espacio a la diarrea, para soñar ni regalas un trozo de tiempo… Está uno más ocupado en salvar la vida, que en leer a Marx y darte un tiempo para bailar con la lógica… ¡Treinta años, me dijo el cabrón! Y yo no voy a estar en esta vaina treinta años despierto… El único sueño que me permito, está después de esas rejas. Está en ese paisaje que me sirve de retrato. El cañaveral y aquel lago que desconoce este peo lleno de muerte, supervivencia, ¡pilas, compadre!, alerta permanente y las ganas de salir para irme bien lejos a buscar un sitio que te borre la memoria…
Ayer le tocó al camarada Salvador hacer la vigilia. Es el único día que le dedicó a los pensamientos. Salvador es un paranoico contumaz. Se hizo un collar con palillos de dientes para no quedarse dormido. Lo veo cabecear y hacer un gesto de dolor cuando se hinca el cuello con el collar. Luego hace la ronda de pared a pared como el tigre cuando lo encierran. Nunca se ha dormido en su guardia y esto me permite un día de sueños y pensamientos. Cuando estábamos en la montaña era igual. No importaba si el batallón estaba a cien kilómetros; siempre tenía un collar de palillos o de espinas o de guaritoto que lo tenía más alerta. Me dijo un día… “Mi mujer me dejó por esta vaina de la vigilancia… Cuando estaba preparando la maleta, me dijo que no estaba casada con un zombie… ¡que se joda!” En el fondo la seguía queriendo. Esa historia la repetiría cien veces más y no hubo una vez en que no la contara con los ojos aguados.
Trasladaron al cabrón de la tercera celda a la derecha. Pusieron a Melody, un maricón que se llevó en los cachos al hijo de un diputado. Cinco de mis nueve compañeros decidieron no hablarle al maricón. Se pasea por el pasillo con un hilo dental y medias panty como si estuviera en la Libertador. Tiene un par de botas a la rodilla con tacones muy altos y me corto una bola si alguna mujer puede caminar con esa vaina. Un día lo encontré con ese atuendo y discutiendo sobre la dictadura del proletariado con Rigoberto. El contraste era tragicómico. La voz no era afeminada y rebatió con profundidad la tesis de Rigoberto sobre los derechos homosexuales vulnerados en un estado socialista… Rigoberto culminó la discusión con un “¡Vete a la mierda, maricón!” Y Melody, enarcó las cejas coqueta para gritarle “¡Cavernícola!... Ahora te haces una paja, pendejo…!” Rigoberto se le abalanzó y Salvador pudo contenerlo mientras gritaba “Por eso es que les tienen arrechera, cabrón…”
Nos visitó un abogado con camisa hawaiana. Verga, estoy acostumbrado a los abogados con corbata ó alguna chaqueta de esas que son pavosas. Este abogado viene con una camisa de flores amarillas, tallos verde eléctrico y un fondo naranja que se ven a cincuenta metros. Ni siquiera trae maletín ¡Que bolas! Una carpeta bajo el brazo y una sonrisa que nos anuncia sin temor a equivocarse que saldremos en libertad pronto. La camisa me hace dudarlo y se lo digo por todo el cañón. Se ríe y me dice “No le pares bola a la camisa, camarada… Al juez se le jodió la vista y está por firmar su absolución”…
Hoy nos vamos. Meto en la bolsa plástica los calzoncillos. Ya recogí esta mañana los pantalones, las camisas y el radiecito Sanyo. En el pasillo están esperando los nueve camaradas. ¡Seis años, coño! Seis de treinta no está mal y me parece mentira que un carajo con camisa hawaiana nos sacara. Melody quiere abrazar a Rigoberto, pero la felicidad no es para tanto “¡Cuidado con una vaina, maricón!... échate pa’ llá… Melody le descarga “¡Genio y figura, Rigo… hasta la sepultura!”…
Se abren las rejas, se abre la brisa, se firman mil vainas y se abre la libertad… El director es otro, pero las vainas están igual… La miseria de comer gusanos, de estar vigilando la vida y la política que nos cambia de escenario… Hoy salí con vida; otros murieron en salas de tortura. No es fácil que los recuerdos regresen y ocupen de nuevo la memoria.