Sigilosamente inconcluso
Sigilosamente. Así se acercó el misterioso pájaro gris al Pumarroso. Nadie, en el ahora superpoblado condominio lo había visto antes posarse en las últimas ramas de cara al cielo azul. Llegó como llegan las malas noticias, de pronto. Llegó y se escondió en medio del follaje más copioso del enorme conjunto de árboles que conforman el Pumarroso. Cantaba, se limpiaba sus alas, amolaba sus patas en forma de garra y se quedaba por momentos como muerto, como una estatua de plaza, mirando al horizonte para retomar del pasado las glorias perdidas o ir en busca de ellas.
Cantaba, sí. Cantaba en la mañana del lunes, hermosa mañana. Pero los habitantes del Pumarroso no se veían. Me paré en la ventana para divisar a las siempre andariegas ardillas, pero nadie se veía ¿Qué pasaba allí? Ese enorme pájaro había llegado y el Pumarroso parecía mudo, vacío. Vi todas las ramas encorvadas como escondiendo algo o alguien. Vi también barbechos puestos unos encima de otros que tapaban algo o alguien. Fue entonces cuando decidí acercarme al pie del condominio. Todo parecía inerte a pesar del arroyo que había crecido por las lluvias, de los cafetos ya rebosantes sobre la variedad “caturro” de café que circunda el pie del condominio; a pesar, en fin, de las flores rebosantes de belleza y colores por el día hermoso.
Algunas mariposas multicolores se dejaban avistar en medio de las ramas. Algunas golondrinas viajeras y solitarias entraban súbitamente para robar alguna semilla olvidada en alguna de las repisas arbóreas. El escenario no podía ser más atípico. Salí de la sombra del condominio y vi otra sombra, esta vez.
Una sombra dejada por ese enorme pájaro de pico largo, garras amarillas y plumaje gris. No, no estaba solo. Junto a él venían dos más. Uno, de color negro y el otro de color negro y gris. Sus alas se cernían sobre las ramas, sobre la grama. Entonces, un súbito y voraz paso escalofriante se volcó sobre mi piel.
Presentí por primera vez desde que observo el Pumarroso casi a diario, que algo malo podría pasar a sus habitantes. A diferencia de aquella tarde cuando unos humanos inescrupulosos mutilaron las ramas del algarrobo vecino al Pumarroso, esta vez vi el miedo presente en la aparente soledad del Pumarroso.
Recuerdo ahora que esta mañana, al levantarme, ya había visto una situación extraña. En mi habitación yacía una chicharra. La pobre temblaba y de vez en cuando susurraba. La tomé en medio de un pedazo de toalla y la llevé hasta el umbral de la ventana que da al árbol. Noté que no se quería soltar. Recuerdo, entonces, que le dije: -chicharrita, te estoy liberando, no te quiero hacer daño. Anda, ve a tu casa-. La pobre chicharrita se aferraba a los hilos de la tela. Incluso pensé que se había enredado, pero no, no se quería ir. Ahora entiendo su miedo.
Anoche también me había encontrado una enorme cucaracha de jardín que andaba como perdida por el piso de la cocina, intentando encontrar un camino de salida. Confieso que no se dejó ayudar. Tampoco la podía dejar dentro de casa porque éste no es su hábitat. Se molestó tanto que no tuve más remedio que utilizar un insecticida. Esta mañana la barrí. Quizás llegó a la cocina empujada por algún presentimiento.
Ahora, bajo la sombra del frondoso condominio me había percatado del terror que invadía a los habitantes. Nadie salía, nadie se dejaba ver. Y eso que hay tantos y tantos animales. Eran esos grandes pájaros y su inesperada llegada. Eran ellos quienes habían provocado toda esta quietud aparente.
Me volteé para retirarme. De pronto oí un sonido -pssss!- Seguí caminando y volví a oír -pssss!- Miré a los lados y cuando subí la mirada había una ardilla mirándome fijamente. La reconocí por sus manchas en la cola. Era Entreluz, la más rastrera de sus amigas. La más tímida de todas.
Me acerqué a su cuerpecito trémulo de pavor. Me contó, entonces, que ella y sus amigas se escondían de las garras y la aguda mirada de esos pájaros. Ni ella ni yo supimos los nombres de esos pájaros. Parecían gavilanes. Pensé también en las señoras gallinas, vecinas del Pumarroso y sus pollitos que ya empezaban a coquetear con la adolescencia de su raza.
Entreluz me pidió hacer silencio y retirarme sigilosamente. Ambas sabíamos que el trío de sombras estaba al acecho de cualquier movimiento para atacar, secuestrar y matar a quien se moviera. Volví a mi casa, a mi ventana. Desde allí contemplé cómo seguían, posados en diferentes ramas y a distancias prudentes para atacar en grupo, los tres grandes pájaros.
melva.marquez@upf.edu
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La liberación
Varios días pasaron los habitantes del pumarroso temerosos por la presencia de los tres pájaros. Fueron días de un silencio a voces. Me desesperaba porque mis amigos no podían hacer su vida cotidiana, haciendo estallar al silencio y con él mi solitario corazón de alegría por su compañía. Por las tardes me quedaba como muda en mis pensamientos, como ciega en mis manos y como sorda en mis ojos; triste, pues. Compré una persiana, azul como los sueños de mi mano izquierda. La cerraba para no contemplar el triste espectáculo de ver a mi pumarroso triste y como desolado, pero yo sabía que sus habitantes estaban allí. Y ellos esperaban por mi ayuda.
Pedí ayuda al amigo, el poeta, y ni miró mi misiva. Se le olvidó. No lo culpo. Es que es cierto, cuando se tratan de pájaros, ardillas e insectos, el hombre como que no hace mucho caso. Está tan lleno de problemas tratando de entender y resolver los suyos propios y, en el mejor de los casos, los de sus congéneres, que ¿qué puede importarle el destino de unos cuantos animalitos, ajenos del mundo ése que se desvive por la moda, por las hamburguesas con bastante salsa de tomate, por el café con leche mañanero, por las carreras de fórmula uno y por las rumbas ensordecedoras? Esos animalitos –para los demás-, esos amiguitos –para mí- no nos han necesitado porque son libres y la libertad no tiene ataduras. Ellos nos regalan sus cantos del día, sus colores, su oxígeno y su ejemplo de convivencia. Pero, ante la presencia casi fantasmagórica de esos tres grandes pájaros, ellos acudieron a mí y no sabía qué hacer para retribuirles su regalo de todos los días y su confianza.
Recuerdo que una mañana, como a las cinco de la mañana me levanté sobresaltada. Estaba envuelta en una capa de sudor frío. Las cortinas de mi habitación enloquecían con el viento que las manoseaba. Me senté y ese viento me llegó al rostro. Sentía sus golpes reclamándome también su tristeza porque no se sentía seducido por los cantos en FM de los pájaros o de UHF de las chicharras. Sentí que me reclamaba mi quietud, mi impasibilidad aparente para prestarle ayuda a los amigos en común.
En el techo de mi habitación se relamía el rabo la joven Lucigua, una cocuya que me alumbraba en los sueños, ya exilada del pumarroso. Si hacía su trabajo en el condominio, los pájaros la verían y la aplastarían en menos de un suspiro. Yo la albergo allí desde ese día. De comida le busco sus arañas y tal cual zancudo que llega perdido en mi espacio de trabajo. No se los doy, pero le aviso donde están. Después me desaparezco y ella hace lo suyo.
Esa mañana me levanté, reflexioné y decidí no esperar más la ayuda del amigo poeta, que hasta de mí se había olvidado también. Esperé que saliera el señor Sol, saludé el día ¡hola día! y esperé el momento para ir a la bodega del Sr. Crispín –no Crispín Luz, ese no- para comprar el armamento. Tomé el sencillo que siempre me sobra de los colectivos y me fui caminando.
-Buenos días, Sr. Crispín; -Buenos días, Josefina ¿qué quiere?- Me quedé un rato mirando la bodeguita. Los estantes de madera pintados con pintura de aceite de color marrón –así las cucarachas y chiripas no se ven tan fácilmente-, altos y que llegan al techo. Así son las bodegas de Los Andes. Vi el mostrador de madera y el vidrio ya opaco de tantos golpes, de tanto peso y de tantos puñetazos que habrá recibido por tantos años. Debajo del vidrio había cédulas de identidad y carnets dejados al olvido. También vi tarjetas de visita que si de médicos, latoneros, brujos y de “se pasan trabajos a máquina”. Me agaché para mirar la variopinta muestra de chucherías, cabuyas de fique, cordones finos para los zapatos, ganchos ‘e chimó, latas viejas de aceitunas, cera estic y limas para las uñas medio revuelto todo con las cucas, los besitos ‘e coco y las moritas. Por allá en un rincón vi el armamento. –Señor Crispín, deme dos triquitraquis y un tumbarrancho.
Como la gente de por aquí pregunta por todo –es que todo lo averiguan y para nada porque al final nada hacen con saber-, el Sr. Crispín no iba a ser la excepción a la regla y lanzó su pregunta:
-¡triquitraquis en agosto! ¿para qué quieres triquitraquis en agosto? ¿No será que te metiste a escuálida y quieres celebrar la llegada del 20?-.
Pensé –pero qué señor tan metiche éste- y con mi mejor sonrisa le dije. Pues no. Yo no voy a gastar mis reales en ayudar a esa cuerda ‘e locos. Necesito eso para otra cosa.
El hombre insistió –¿y como para qué será?- ¡Qué cosas!, pensé. –Mire, Sr. Crispín: necesito eso porque estoy medio enferma del estómago y quiero hacer explotar la poceta a ver cómo se queda pegada la mierda en la pared.
- ¡Ay, pero Josefina! Esas no son cosas suyas, usted tan seria, tan formal-, me dijo ruborizado el Sr. Crispín. Yo creo que se dio cuenta de que yo no quería soltarle prenda de mi propósito salvador.
Me llevé mis bolsita de papel con el armamento. En el piso de abajo están explorando una mina –creo yo- porque el ruido con taladros, martillos y cinceles es terrible. Por primera vez pensé que le podría sacar partido a ese escándalo. Pensé en aprovechar el golpeteo para lanzar los misiles al pie del pumarroso y ayudar así, a los amiguitos para que se liberasen de los tres pájaros dantescos.
Antes les envié una misiva con Lucigua diciéndoles que no temieran, que la explosión era para liberarlos y que no les iría a pasar nada, salvo que se librarían de esas aves que les acechaban.
Al ratico llegó y me habló de la aprobación de los habitantes del pumarroso. Busqué una caja de fósforos y bajé a la parte trasera del edificio. Nunca antes había prendido un triquitraqui. A lo más que me había acercado era a una luz de bengala. Me temblaban las manos pero ¡qué más! Ya estaba resuelta a cooperar en la liberación de los amigos y sus sonidos que esperaba con ansias. Tanto silencio me estaba secando de tristeza.
-¡Puum! Sonó el primero; ¡puum, puuum!; sonó el segundo; ¡paaaam! Sonó el tumbarrancho. Mis oídos se quedaron como borrachos y no sabían que sonidos captar; todo entraba así como mareado. Miré hacia arriba y no vi nada. Salí de la sombra del pumarroso y pude ver a los tres pájaros alejándose hacia las montañas. Iban como los avioncitos que ahora llegan y salen de la ciudad, rapidito y empinados mirando para el cielo.
Afortunadamente ningún vecino salió por la ventana. No oí reclamos. Poco a poco mis oídos fueron clasificando los sonidos y recuerdo ahora que el primero que detecté fue un loco trinar de pájaros que salía del pumarroso. Era como una fiesta. Llegué a la habitación de trabajo que da de frente con el condominio, subí la persiana azul y me pegué a las rejas –así, como el amigo poeta se pegó a ellas para yo sacarle fotos aquel triste día-. Enseguida llegaron chicharras, azulejos y cucaracheros. Por primera vez toqué un azulejo y no me picoteó –es que, ustedes saben, los azulejos son muy bravos-, sino que me acarició como la mísin, la gatica del edificio donde vive mamá –el cuento de ella se los echo después-, Cuca de Chero me dio las gracias en nombre de todos los habitantes del pumarroso y me dijo que en respuesta a su agradecimiento me volverían a despertar todos los días por la mañanita para levantarme con alegría y trabajar sin cesar; que ahora sí podía dejar subida la persiana para ver a Entreluz, Canela y Subeibaja, junto con Cuarta. Así bauticé a la cuarta ardilla que vi hace unos meses y no sé de donde vino.
melva.marquez@upf.edu
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La Caricatura
La pluma fuente recorre los contornos. Una sombra debajo del mentón y la nariz que se hace evidente. Es la misma caricatura diaria que ha tomado vida y planea como salir del papel. No quiere terminar en la papelera y este loco que hoy dibuja, ya le ha arrugado muchas veces y juega al baloncesto ensuciando el piso. La caricatura no quiere que eso suceda nuevamente. Le molesta la indecisa arbitrariedad del dibujante. Ayer con una franela negra, hoy con un saco a rayas, pero la cara es la misma; es esta caricatura que ha tomado vida y pretende ganarle a su autor. Los ojos del dibujante evalúan el resultado; no le gusta la sombra debajo de los ojos. La caricatura se mueve incómoda; ve llegar el veredicto, el apretón y el cesto de papeles. La mueca en la boca del dibujante, le confirma lo inevitable. De un manotazo toma el papel, lo arruga en sus manos y vuela hasta el cesto. “¡No es justo! ¡Otra vez!” – grita adolorida la caricatura por los pliegues que se le incrustan en su cuerpo. Ahora, vendrá el rompecabezas que se traslada del cesto a la nueva página que el dibujante ha puesto sobre la mesa. La cabeza, los ojos, la nariz, un brazo, el zapato ahora con polainas y un nuevo traje, frac de levita, que la caricatura no piensa perder por las evaluaciones y decisiones del dibujante…
La caricatura hace un primer movimiento de liberación; mueve un brazo hacia la caña de la pluma fuente y logra ingresar en el tubo de la tinta. Logra un primer contacto con el dedo índice y aborrece esa uña sucia y descuidada que mantiene en su poder la pluma fuente. Este dibujante es descuidado con su apariencia y cuando tome posesión de su cuerpo, tendrá que ajustarse a sus normas de higiene personal. Fácilmente toma el resto de los dedos. El dibujante presiente que algo no está bien. Acaba de hacer un boceto y desaparece en la punta de la pluma. El claroscuro pasa a su mano derecha y comienza a subir por la muñeca. Se van dibujando formas, sombras y contornos irreales hasta llegar a su hombro. El dibujante se levanta horrorizado; cruje su brazo derecho ante los cambios que exige la voluntariosa caricatura. Pasa al cuello y el dibujante le cierra el cerebro, esperando evitar su avance. La caricatura aprovecha que el dibujante centra su lucha en el cerebro, para invadir el tronco, las piernas, el otro brazo, creando un cerco implacable que supere la voluntad del horrorizado dibujante. Se avecina la lucha final. El dibujante cierra los ojos y se imagina íntegro, sin cambios del color al blanco y negro. La caricatura no cesa y puja por ingresar al puesto de control. El sudor recorre la frente del hombre que resiste el ataque. La caricatura no suda y ahorra esfuerzo susurrándole “Eres mío, eres mío…” El cuello comenzó a perder color, luego una oreja, la barbilla, el pómulo derecho, una ceja, el ojo cambió al negro carboncillo y un mechón de pelo de un tajo se convirtió a tinta china. El dibujante abrió los ojos desorbitados; no podría ganar esta batalla. No sentía el cuerpo y era como si una parte pequeña de su cabeza flotara en el aire. Realmente era lo único que quedaba bajo su dominio. Finalmente, la oscuridad y el nuevo gesto de una caricatura que había triunfado. No había rastros del dibujante y solo un pequeño esfuerzo para lograr los colores naturales. Pasar del claroscuro a la vida. El esfuerzo de la caricatura obtendría el cambio final.
Comenzó en los zapatos, pasaron de polainas a viejos zapatos tenis arruinados por el tiempo; el pantalón de un marrón indefinido, se veía retocado de algunos parches que combinaban mal y habían sido pespunteados con apuro. Una vieja franela que quiso ser blanca; manos gruesas, nudosas, surcada de venas y manchadas en tinta. Cara rechoncha sin afeitar, un bigote grueso cubriendo la boca y el pelo sin brillo, canoso y jugando a ser coleto. El olor que percibió por primera vez, molestó la altanería del intruso. Era sudor, excrementos, moho y basura regada. La caricatura, antes de ser ocupada por los temores que abrigaba el dibujante, prefirió regresar al papel. Pero, ya era tarde. Había tomado control de lo incontrolable. En el papel podía tener las cosas que imaginaba el dibujante. En el papel, la miseria no existía y pasaba de una playa al gran salón de un concierto solo contando con el estado de ánimo del dibujante. El frac y las polainas desaparecieron con la imaginación del que estaba muriendo. La caricatura obedecía a principios elementales, forma, color, dimensión… y la imaginación estaba en el alma del dibujante. La caricatura, ya en posesión de las virtudes y defectos del dibujante, menos de sus pensamientos, se estiró, bostezó, tomó la pluma fuente y empezó a dibujarse a si mismo eternamente