Eutimio y Tomás

Eutimio vio la muerte por primera vez cuando tenía ocho años. Se había muerto el abuelo de Tomás, su amigo de escuela y tuvo la curiosidad de asomarse al ataúd en un momento de aparente tranquilidad emocional. La tía, la prima y una chismosa metomentodo, estaban atendiendo a la mamá de Tomás en el cuarto, poniéndole un algodón de alcohol en la nariz y unas hojas de cayena que estrujaban para que volviera de la inconciencia. Eutimio se empinó en la punta de los pies y se encontró con el viejo Rigoberto detrás del vidrio y el crucifijo; parecía dormido, solo que el llanto desconsolado y la tertulia de los que jugaban truco detrás de la ventana, no parecía molestarlo. Eutimio esperaba algún movimiento en sus ojos o el leve balanceo del estómago cuando se respira durmiendo. Quizás movía sus ojos y el estómago cuando parpadeaba y se empeñó en no dejar que los ojos se le cerraran hasta notar algún signo de vida. Cuando el escozor y la resequedad en los ojos se hicieron fuertes, no le quedó más remedio que entender lo que era la muerte – “¡Coño! No se mueve…”. En un minuto percibió la palidez, el pelo sin vida y los dedos enlazados a la fuerza en el pecho. No pudo seguir empinado por la molestia en los pies y porque esa vaina de estar muerto era muy silenciosa… Salió corriendo Eutimio. Pero, ya se había grabado ese breve instante y Tomás no estaba como para jugar trompo. Lo habían vestido de camisa blanca, pantalón corto negro, medias blancas que cubrían las pantorrillas y zapatos de charol; lo mismo que usaba para las misas del Padre Antonio los domingos en la mañana. Su tío Julio se pasó la mano por la lengua y luego por el copete para rematarle un peinado a lo Gardel… Eutimio, estaba descalzo con un pantalón caqui todo sucio y una franela picada de hoyitos con unas letras borrosas que decían “frescolízate Papá”. Pero, la vergüenza no te invade cuando los muertos son esporádicos…

Cuando llegó el viejo Cadillac negro y se estacionó frente a la casa de Tomás, Eutimio percibió en la piel ese breve silencio que solo permite escuchar el roce de los zapatos en el suelo y cuando los pantalones son frotados en las rodillas. Todos se movieron buscando la sombra del almendro y quienes estaban en la casa de Tomás, salieron para evitar los gritos que se iban incrementando por que sacarían la urna para la iglesia y el cementerio. Eutimio sintió un escalofrío maluco que le recorrió la espalda… Otra vez la muerte se apoderaba del silencio y esa vaina contrasta con los juegos. Eran las cuatro de la tarde y la cara del viejo Rigoberto no se le borraba de la cabeza – “Quien me manda a pendejo…”. Pero, peor hubiera sido no verlo. El viejo Rigoberto se sentaba en las noches y le hablaba a él y a Tomás de los cimarrones. De “esos carajos cuatriboleados que peleaban por la patria para joder a Leoni”. El viejo Rigoberto siempre estaba de guardacamisa blanca impecable y un tabaco en la boca que inundaba el porche de la casa de Tomás. Tenía un bigotito blanco como una raya de tiza y siempre estaba muy bien afeitado. Tenía la cara de un carajito y la voz ronca que matizaba cuando echaba los cuentos. Cuando el sol se iba ocultando y el calor se espantaba con la brisa, veía a Tomás y a su nieto jugando metras bajo el almendro y los llamaba para contarles otra historia, mientras sacaba dos tirones de papelón o un par de caramelos de maní que compraba en el Abasto de Humberto. Dicen que ese vicio de comer dulces lo mató. Burlaba la vigilancia de su hija, la mamá de Tomás, escondiendo los caramelos en una grieta de la pared de su cuarto. Eutimio se reía cuando el viejo Rigoberto les hacía cómplices de sus escondites y Tomás más de una vez le robó alguno mientras salía a comprar sus tabacos… Eutimio sintió que los recuerdos eran muchos y le dolió conocer a la muerte por medio del viejo Rigoberto.

Llegaron unos camaradas con una bandera roja, la hoz y el martillo en una esquina y arroparon el ataúd donde estaba el viejo Rigoberto. El Padre Antonio respingó la nariz por el disgusto y Julio, el tío de Tomás, levantó la voz cuando dijo: “Mire Padre. Hago esta vaina de la misa por mi hermana… Pero, esta bandera se queda encima del viejo… Usted decide…”. El padre Antonio bajó la guardia y solo contestó: “Pues habrá que usar más agua bendita…”

Ha pasado un mes del entierro del viejo Rigoberto. Tomás, ni lo nombra. Empezaron las lluvias y se la pasa con Eutimio y Pachano jugando a las carreras de caballos con tres pajillas que bajan por el río que se forma en las cunetas. Pachano narra las carreras imitando a Alí Khan y les jodió las lochas que les dan para el recreo. Cuando se quedaron limpios, se fueron al limonero de la plaza; donde se esconden cuando los llaman y hablan de Finita y sus pantaloncitos cortos y los limoncitos que crecen a los once. “Se llevaron a mi tío Julio en la madrugada…” – Eutimio no entiende por que y Tomás le cuenta de una tal Digepol que tocó la puerta de la casa, le dieron unos coñazos a su tío Julio por que discutió, a su mamá de vaina no le dieron, su papá se salvó por que trabaja en Sidor y la casa la voltearon patas arriba buscando unos libros de un tal Marx. “Si mi abuelo estuviera vivo, esa vaina no hubiera pasado…” – Eutimio hoy conoció de las angustias de Tomás y sintió que era su hermano y sintió otra vez la ausencia del viejo Rigoberto. Pero lo raro era que lo recordaba detrás de aquel vidrio y el crucifijo, pálido, mortal y sin los caramelos de maní ó los tirones de papelón.

Ha pasado un mes y una semana del entierro del viejo Rigoberto. Otra vez hay velorio en casa de Tomás y se escuchan los lamentos, el grito aislado y el lloro incesante de la mamá, la tía, la prima y la chismosa metomentodo que tenía jujú con el muerto. Está en una urna igualita a la del viejo Rigoberto. Es el tío Julio; el mismo que peinaba a Tomás hace un mes y una semana. Volvieron a vestir a Tomás con su ropa dominguera. Afuera, debajo del almendro, unos dicen que fue cuando se escapaba de la Digepol; otros que le aplicaron la ley de fuga y los más osados que se murió cuando lo torturaban. Pero, todos los que hablaban de esa vaina, lo hacían en voz bajita. Llegó la carroza Cadillac otra vez y Eutimio resistió esta vez su curiosidad de ver al muerto. Llegó el Padre Antonio y los camaradas con la bandera roja… Esta vez, el Padre Antonio ganó la pelea. La mamá de Tomás no quiso que pusieran la bandera y nadie quiso apostar a ser el próximo muerto.

mario@aporrea.org
msilvaga@yahoo.com



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Mario Silva García

Comunicador social. Ex-miembro y caricaturista de Aporrea.org. Revolucionó el periodismo de opinión y denuncia contra la derecha con la publicación de su columna "La Hojilla" en Aporrea a partir de 2004, para luego llevarla a mayores audiencias y con nuevo empuje, a través de VTV con "La Hojilla en TV".

 mariosilvagarcia1959@gmail.com      @LaHojillaenTV

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