Recientemente asistí a una reunión de unos amigos que toleran mis inclinaciones “comunistoides”, por que según ellos: “Mario está pasando por una crisis existencial que lo retrotrae a esos románticos sueños revolucionarios de los sesentas que culminaron con la caída del muro de Berlín…”. En pocas palabras, filosofando coloquialmente, este Mario si es huevón que sigue creyendo en vainas tercermundistas. Sin embargo, me agradan y no quise ser descortés rechazando ó posponiendo nuevamente su invitación. Se habían esforzado para encontrarme “casualmente” en varias oportunidades y esa constancia merecía una velada soportable de conversaciones triviales que permitieran de alguna manera, hacer uso de la tolerancia tan pregonada por algunos sectores. ¿Por qué no disfrutar de una discusión bizantina que sirva de entretenimiento?... Vano intento, pero aún los sigo estimando.
Llegué a las 8:00 p.m. en punto, tal y como fue acordado. La puntualidad en este país es una demostración de irreverencia, por que tienes la oportunidad de sorprender a la anfitriona en bata de casa, con los rulos puestos y al marido con un pantalón corto de colores chillones, ridiculísimo, esperando a que su mujer termine de utilizar el baño – “¿Coño, tú aquí?” – me dice el hombre sorprendido. “¿No es hoy la vaina, pues?” – curiosa manera de quebrarle una pregunta tan pendeja. El hombre me ve de arriba abajo y consulta la hora en su Rolex de muñeca. “¡Verga, son la ocho!” – me invita a pasar sin esperar respuesta alguna, no sin hacer una revisión exhaustiva de mi vestimenta e imagino, sacar cuentas de su armario para igualarse con el invitado de marras. Este es un problema con el que se han enfrentado varios amigos míos. Le doy mucha importancia a la comodidad y soy adicto al bluyín, a las franelas culo e’ pato y, sobre todo, a los guachicones más baratos del mercado: Los Bingo. Ciertamente, para una cena protocolar, unos zapatos guachicones blancos con algunas muestras de uso en los dedos meñiques, son más un acto de provocación que una concesión amistosa al evento que fue preparado en mi honor. Pero, con mi comodidad soy intransigente y me importa un coño lo que piensen los demás. Conozco a esta gente desde hace más de diez años y siempre conocieron mi inclinación a restarle importancia a las marcas; amén de no tener dinero para adquirir unos Adidas, en caso de cenas informales ó unos Rossi, para fiestas encopetadas. Tengo una cara de pendejo bien administrada y ellos saben que puedo ser muy cáustico en mis respuestas en caso de criticar mis gustos peculiares… En fin, el invitado que llega temprano y no obedece al comportamiento clásico de los horarios y, encima, les cambia los parámetros en la vestimenta.
Una hora después tengo en frente a mis dos sonrientes anfitriones, informales sin personalidad propia, pero dispuestos a cumplir con este peo que ellos mismos se buscaron. Ella que me saluda de nuevo con ese glamour de esponja y perfume que inunda la sala. Él, que rebobina el casete para olvidar que este invitado le jodió la sorpresa. Suena el timbre de la puerta y corre a atenderla, explicándome que ha invitado a otra pareja de amigos, mientras sigo sentado esperando a ver que sucede esgrimiendo mi mejor sonrisa estereotipada. Saludos, besos, abrazos y un carajo con paltó y corbata, acompañado de su señora, vestida impecable para una cena que promete situaciones impredecibles. Noto en la cara de los recién llegados, ese pensamiento de “que coño hacemos vestidos como patiquines y ustedes aquí enfranelaos y con bluyines”. No erraron el día, solo que se rompieron los esquemas y Mario es el culpable de esa vaina. Presentaciones, estrecho las manos, sonrío, me muestro simpático; realmente soy un bicho raro para estos estudiosos de los macacos. Soy un mono blanco que no tiene lugar en sus esquemas y, acaso, más peligroso ó un traidor a la colonia. Algo curioso que les podría aclarar como un atajo de coños de madre que siempre fueron considerados delincuentes, drogos, promiscuos, bandoleros, pueden ser protagonistas de una revolución que les robó el estrellato y el buen gusto.
“¿Quieres un vinito?” – me pregunta el hombre con una sonrisa de oreja a oreja. “Prefiero una cerveza bien fría…” – la sonrisa se transforma en rictus macabro. “Coño, vale, este vinito me costó ochenta y cuatro mil bolívares… ¿No me lo vas a despreciar?” – Puede gustarme el vino, pero no es algo que me quite el sueño; menos cuando me lo brindan con la etiqueta del PVP guindando – “Sigo prefiriendo la cerveza…”. El amigo se va contrariado a buscarme la cerveza, mientras el matrimonio invitado juega con las copas sin saber que hacer. Para romper el hielo, converso del disco, plato y collarín que se le jodió a mi carrito, pero pareciera que un BMW M5, de noventa mil dólares, sedán, cuatro puertas, deportivo de luxe con asientos de cuero, sistema satelital con active voice emergency system no sufre de esas cosas que preocupan a mi bolsillo. Me sorprende esta detallada descripción que aplasta cualquier gusto inferior y no puedo evitar una sonrisa irónica, que a su vez sorprende a mi estudiado interlocutor que había encontrado a un pendejo a quien espachurrarle sus conocimientos de la ingeniería Bavarian Motor World. Sigo prefiriendo mi Fiat 131, color caramelo, asientos de tela, motor indefinido, con el croche jodido y el manual se quedó en manos del primer propietario. Eso sí, a falta de aire acondicionado, buenos son los vidrios ahumados.
Para beneplácito de los anfitriones y de la pareja que estaba hastiada de mis explicaciones automovilísticas, llegó con anticipación la invitación a sentarnos en la mesa. Ante mí, un arsenal de cucharas, cucharitas, cuchillos, tenedores, de los cuales escogí los elementales y aparte el resto. El menú, este es un tratado que merece ser mencionado, fue el siguiente (todo perfectamente explicado por mi anfitriona): De entrada una Bullabesa, sopa compuesta de una variedad inclemente de pescados, dicen que es tradicional de Francia. Ese fue el “mojao” y de “seco” como dicen mis paisanos los orientales, un Roganjosh que no es más que cordero con almendras y un viaje de especias que no puedo recordar; esto acompañado de una ensalada de Calabacitas con menta y limón que no pude pasar del primer bocado; de postre, una porción generosa de Gulab Jamán, que son bolitas de leche en almíbar y aunque no lo crean, uno de sus ingredientes son gotas de rosas. Todo este menú estuvo aderezado por los precios correspondientes. Por ejemplo, me decía el amigo, que la Bullabesa si llegara a comerla en un restaurante, me costaría unos veinte mil bolívares; el Roganjosh, veintitrés mil y el Gulab Jamán unos ocho mil… Fui tragando precio a precio, la fina gastronomía y no pude evitar un comentario soez en medio de la comilona – “¿Sabes cuantos carajitos estarán comiendo ahora mismo una arepa con queso de ciento cincuenta bolívares?... Es como para indigestarse ¿Verdad?... Y esos son los sortarios…”.
La velada terminó temprano; el café lo sirvieron rápido y más de un bostezo ajeno me indicó que era hora de despedirme. No sé quien sorprendió a quien, ese no era el objetivo. Lo bueno es que cumplí con mi promesa de no hablar de política. Pero, hoy en la mañana voy a ir al baño con el temor de evacuar bolívares en el cochinito de mi hijo ó excrementos en la poceta.
mario@aporrea.org
msilvaga@yahoo.com
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