Pedro I el cruel Rey de Portugal (1320-1367)

Alfonso IV de Portugal (1290-1356) fue, sin lugar a dudas, el más acabado ejemplo de la criminalidad psicopática; se levantó en armas contra su padre; persiguió a muerte a sus hermanos y terminó envenenando a su propia hija. (Esta infeliz mujer, será la madre del no menos espantable Pedro el Cruel de Castilla). Alfonso IV mereció de sus contemporáneos el dictado del Bravo, que en portugués lo mismo significa valeroso que temible. A su muerte lo sucedió en el trono su hijo Pedro I, más conocido como Pedro el Cruel.

Era el heredero de Alfonso IV, un hombre rudo y campechano, que prefería la caza y los deportes violentos al suave y sofisticado ambiente palaciego instaurado por su abuelo Don Dionis, el rey poeta de Portugal. Es débil e impulsivo, tiene de su padre la altivez de los tímidos y el tartamudeo ceceante de los hipersensibles. Desde niño sufre desvanecimientos y es víctima de paroxismos de furor. De la misma forma florecen en él la susceptibilidad, el resentimiento, la carencia de tacto y la ferocidad. Era corpulento; tenía la cabeza redonda, la frente leal, los ojos, portugueses, grandes y negros, duros en la saña; las muñecas eran velludas, las manos cortas y violentas. Gestos rígidos, sacudidos, paso recio, habla tartamuda... Toda su expresión era desmedida. El drama comienza a vislumbrarse el mismo día de su boda. En el cortejo de su esposa, la dulce y doliente Doña Constanza de Castilla (hija del Infante Juan Manuel), figura una dama de notable belleza, Inés de Castro, de la que se prenda desde el primer momento. La de Castro es también un ser vital que corresponde a las solicitudes del Príncipe, para inquietud y furor del casto y obsesivo Don Alfonso. Doña Constanza de Castilla finge ignorar las relaciones de su marido con su mejor amiga. La hace madrina del hijo que va a nacer. El hijo nace y la madre muere. Desde ese mismo instante, no hay barreras ni disimulos para los enamorados. Don Pedro instala a su concubina en el Palacio de Santa Clara, cerca de Coimbra.

Los años pasan y nacen tres hijos. Don Pedro proyecta en ellos su sucesión. No piensa, por desgracia, lo mismo el viejo rey Don Alfonso. Parece que los hijos de Inés y el abandono que hace Don Pedro del hijo de Constanza, el Príncipe Fernando, reactivan sus sufrimientos infantiles, de cuando Don Dionis, el rey su padre, lo postergó en su afecto por los hijos de una manceba. Por esto se levantó en armas dos veces contra él. Por esto, ha sido un obeso de la fidelidad conyugal y ha dictado severas medidas contra el concubinato. Por esto Don Alfonso no puede soportar que su hijo viva con una barragana. Don Alfonso se identifica con su nieto, el huérfano y abandonado hijo de Constanza. Ve en sus otros nietos, la imagen de sus hermanos que tanto le hicieron sufrir en su juventud. Por ello decreta la muerte de Inés. Aprovechando la ausencia de su hijo y comandando personalmente las huestes de verdugos, el rey Don Alfonso llega una tarde bruscamente al palacio de Santa Clara. Los cortesanos cayeron como fieras sobre Inés. En presencia de sus hijos, entre gritos, lamentos y maldiciones, le fue cortada la cabeza.

Don Pedro al saber la noticia se vuelve loco. Pasa alternativamente de la crisis de furor a la depresión más honda. Los desvanecimientos de su juventud se acompañan ahora de convulsiones. Llora desconsolado como un niño y destroza al mismo tiempo todo cuanto encuentra a su paso. Su ánimo es una extraña mezcla de pena, de odio parricida, de orfandad y locura. Don Pedro hecha espumarajos, los ojos estrábigos anuncian epilepsia, la boca fruncida escupe ira, y de la garganta contraída sale, ronco, deshecho, el mismo grito de súplica, de cólera, de lástima, de pasión. El Infante enferma. Arde su cerebro. La menor luz, el menor ruido son para sus oídos agudas puñaladas que le atraviesan la cabeza de parte a parte. Se diría que había perdido el juicio. El remordimiento de haber abandonado a Inés a merced de sus enemigos lo atormenta; y en su cabeza en ascuas arde esta idea, ruge, brilla en un desequilibrio monstruoso que lo señalará en la historia. Es el diabolismo orgánico de la sangre mórbida de los príncipes con sistemas nerviosos fatigados, engendrados por sanguíneos

Seguido de sus incondicionales declara la guerra a su padre. Las hordas de Don Pedro siembran la destrucción y el terror por donde pasan. Se encarnizan especialmente contra los servidores del rey, su padre. Desde Coimbra a Oporto los árboles se inclinan bajo el peso de los ahorcados. El furor epiléptico no tarda en agotarse. El Príncipe cae en un estado de indiferencia extraña que algunos interpretan como la resignación de un monarca ante la razón de estado. ¿Acaso su tío abuelo Don Sancho de Castilla no tuvo que soportar que le arrebataran de su lado a su gentil Mencía? ¿Fue menor la pena de su otro abuelo Alfonso el de las Navas, a quien no sólo le asesinaron a su bella judía, sino también al hijo habido con ella. Padre e hijo se reconcilian. Don Alfonso le concede la alta y baja jurisdicción del reino, para demostrarle su confianza y afecto. La tragedia parece haberse alejado. El pueblo, sin embargo, frunce el entrecejo y se santigua cuando ve a aquel príncipe, hasta hace poco feliz y sonriente, pasar a galope tendido por sus calles en busca de una imaginaria pieza de caza.

Sintiendo acercarse su fin, el rey Don Alfonso aconseja a los que tuvieron algo que ver con la muerte de Inés que pongan tierra de por medio entre ellos y su hijo. No se equivoca el viejo rey. Tan pronto ha muerto Don Alfonso, cuando Don Pedro da orden de arrestar a todos los victimarios de Inés. Tan sólo logra escapar de la matanza Don Diego Pacheco. Pero Coello y Álvaro Gonzalves, dos de los asesinos, son torturados hasta lo increíble. Finalmente el rey les hace arrancar el corazón, todavía vivos, y los devora ante el espanto del pueblo que contempla aterrado aquella escena. Desentierra el cadáver de Inés, la sienta en el trono y obliga a toda la realeza a que le rinda el homenaje del besamanos. Se decía que el esqueleto de Inés de Castro había sido sentado en un sitial junto al altar mayor, vestido como una reina y todavía mal oliente y el rey obligaba a sus cortesanos a besarle la mano. A los 47 años dejó este mundo el fiel amante de Inés de Castro, la que no pudiendo reinar en vida reinó después de morir.

De estos sucesos nos viene la costumbre del besamanos de nuestro acontecer.

Rememorando estos pasajes de la historia de Portugal; me puse a pensar en lo que está aconteciendo actualmente en un país vecino nuestro, con la anuencia y el apoyo de ese gobierno, con moto sierra descuartizan a las gentes del pueblo, les devoran sus órganos y les beben su sangre, observen los rasgos y los gestos de ese gobernante psicópata y verán que se parecen mucho a los del rey portugués. Aunque al rey le asesinaron a su amada; a este gobernante su odio le nace de la maldad.

manueltaibo@cantv.net


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Manuel Taibo


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