La muerte de Marx (1883)

El 14 de marzo, a las dos cuarenta y cinco minutos de la tarde, dejó de pensar el más grande pensador viviente. Apenas lo habíamos dejado sólo dos minutos, cuando al volver lo encontramos serenamente dormido en su sillón, pero para siempre. Marx no sobrevivió a su mujer más que quince meses, pero su vida fue desde entonces, más que una vida, una lenta agonía, y Engels no se equivocaba cuando al morir la mujer de su amigo dijo: “También el Moro ha muerto.” Imposible medir en palabras todo lo que el proletariado militante de Europa y América, todo lo que la ciencia histórica pierde con este hombre. Harto pronto se hará sensible el vacío que abre la muerte de esta imponente figura.

Así como Darwin descubrió la ley de la evolución de la naturaleza orgánica, así Marx descubrió la ley porque se rige el proceso de la historia humana; el hecho muy sencillo, pero que hasta él aparecía soterrado bajo una maraña ideológica, de que antes de dedicarse a la política, a la ciencia, al arte, a la religión, etc., el hombre necesita, por encima de todo, comer, beber, tener donde habitar y con que vestirse y que, por tanto, la producción de los medios materiales e inmediatos de vida, o lo que es lo mismo, el grado de progreso económico de cada pueblo o de cada época, es la base sobre la que luego se desarrollan las instituciones del Estado, las concepciones jurídicas, el arte e inclusive las ideas religiosas de los hombres de este pueblo o de esta época y de la que, por consiguiente, hay que partir para explicar todo esto, y no al revés, como hasta Marx se venía haciendo.

Pero no es esto todo. Marx descubre también la ley especial que preside la dinámica del actual régimen capitalista de producción y de la sociedad burguesa engendrada por él. El descubrimiento de la plusvalía puso en claro todo este sistema, por entre el cual se habían extraviado todos los anteriores investigadores, lo mismo los economistas burgueses que los críticos socialistas. Dos descubrimientos como éstos parece que debían llenar toda una vida, y con uno sólo de ellos podría considerarse feliz cualquier hombre. Pero Marx dejó una huella personal en todos los campos que investigó, incluso en el de las matemáticas, y por ninguno de ellos, con ser muchos, pasó de ligero. Así era Marx en el mundo de la ciencia. Pero esto no llenaba ni media vida de este hombre. Para Marx, la ciencia era una fuerza en fusión histórica, una fuerza revolucionaria. Y por muy grande que fuese la alegría que le causase cualquier descubrimiento que pudiera hacer en una rama puramente teórica de la ciencia, y cuya trascendencia práctica fuese muy remota y acaso imprevisibles, era mucho mayor la que le producían aquellos descubrimientos que trascendían inmediatamente a la industria, revolucionándola, o a la marcha de la historia en general. Por eso seguía con tan vivo interés el giro de los descubrimientos en el campo de la electricidad.

Marx era, ante todo y sobre todo, un revolucionario. La verdadera misión de su vida era cooperar de un modo o de otro al derrocamiento de la sociedad capitalista y de las instituciones del Estado creadas por ella, cooperar a la emancipación del proletariado moderno, a quien él, por vez primera, infundió la conciencia de su propia situación y de sus necesidades, la conciencia de las condiciones que informaban su liberación. La lucha era su elemento. Y luchó con una pasión, con una tenacidad y con unos frutos como pocos hombres los conocieron. La primera Gaceta del Rin, en 1842; el Vorwärts, de París, en 1844; la Gaceta Alemana de Bruselas, en 1847; la nueva Gaceta del Rin, en 1848 y 1849; la New York Tribune, de 1852 a 1861, una muchedumbre de folletos combativos, el trabajo de organización de las asociaciones de París, Bruselas y Londres, hasta que, por último, vio surgir como coronación y remate de toda su obra la gran Asociación obrera internacional; su autor tenía verdaderamente títulos para sentirse orgulloso de estos frutos, aunque no hubiera dejado ningunos otros detrás de sí.

Así se explica que Marx fuese el hombre más odiado y más calumniado de su tiempo. Todos los gobiernos, así los absolutistas como los republicanos, le desterraban, y no había burgués que no le cubriese de calumnias, en verdadero torneo de insultos. Pero él pisaba por encima de todo aquello como por sobre una tela de araña, sin hacer caso de ello, y sólo tomaba la pluma para contestar cuando la extrema necesidad lo exigía. Este hombre muere venerado, amado, llorado por millones de obreros revolucionarios como él, sembrados por todo el orbe, desde las minas de Siberia hasta la punta de California, y bien puede decirse con orgullo que, si tuvo muchos adversarios, no conoció seguramente un solo enemigo personal. Su nombre vivirá a lo largo de los siglos, y con su nombre, su obra.

El 2 de diciembre de 1881 había muerto Johanna Berta Julie Nenny de Westfalen, esposa de Marx, su inseparable compañera, su secretaria, la colaboradora de su gran obra Marx y su esposa habían fundido sus vidas. La muerte de uno sería la muerte del otro. Su hija Eleonor, hablando de ellos, decía: “En la gran alcoba delantera estaba acostada nuestra pobre madre y, al lado, en la alcoba pequeña, el Moro. Ellos, que tan compenetrados estaban el uno del otro, tan íntimamente unidos, no podían ya albergarse en el mismo cuarto. El Moro se sobrepuso, una vez más, a su enfermedad. No olvidaré nunca aquella mañana en que se sintió con bastantes fuerzas para ir al cuarto de mama. Al verse otra vez juntos parecían vueltos a los días radiantes de su juventud, convertida ella en una novia y él en un muchacho enamorado, que iban a entrar juntos en la vida; viéndolos no parecían un hombre viejo y arruinado por la enfermedad y una anciana moribunda que se despedían para siempre.”

Salud Camaradas Bolivarianos.

Hasta la Victoria Siempre.

Patria. Socialismo o Muerte.

¡Venceremos!

manueltaibo@cantv.net


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Manuel Taibo


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