“¡Roberto! Deja la vaina con las mariposas…” – Y Roberto que sigue amarrando la patica de la mariposa con un hilo elefante para controlar el vuelo del pobre insecto. El hilo le pesa y en medio de zigzagueante trayectoria, la mariposa se accidenta de hoja en hoja sin pararle bola a las flores de las cayenas ¿Cómo podría aterrizar en esos pétalos rojos para saciar su dulce sed, cuando un coñito jodedor le perturba su libre albedrío?
Roberto ejerce el oficio de torturador a temprana edad. No solo corretea atrapando mariposas para atarlas a su voluntad. Pasa también con los bachacos, a quienes encierra individualmente en un frasco de compota vacío y luego les entierra la punta de un alfiler en los extremos de la cabeza para inutilizar sus tenazas. Luego, en un ritual desesperante, arroja a la víctima en plena vía de sus congéneres que cargan pedacitos de hojas, pan y palitos para abastecer su cueva. Localizado el eunuco, es atacado sin piedad, descuartizado y cargado en trocitos para integrar esa larga caravana de obreros – “¡Que vaina contigo, chico! ¿Te gustaría que te hicieran lo mismo, carajito?" – Le increpa la madre atizándole un sonoro coscorrón. Roberto se soba la cabeza y corre a encaramarse en la mata de tapara más cercana. Avista a su próxima víctima; una chicharra que le ha meado el brazo. Pero, esta logra escapar después de timbrarle el temor en la mano ociosa.
Esos juegos serían sustituidos en el futuro por el atari y complejos aparatos electrónicos. Roberto revisa su niñez desde un banco derruido que sobrevivió a la rebatiña de los habitantes en una urbanización de Banco Obrero. Cuando un volteo Tonka era un sueño y se convertía en una lata de Reina del Campo, relleno de arena y atravesado con un gancho de ropa, arrastrado por un mecatillo deshilachado; ciudad imaginaria, atravesada de carreteras hechas en el barro… Allí está Roberto, el musiú de la cuadra, murmurando el run run de un carro de hojalata… Solo así dejaba de joder a los insectos. Esperando la noche para jugar cuarenta matas, librao y ver de lejos a las carajitas saltar el avión… Y Avelino, el viejo italiano que le compró la gomera para reventar el bombillo del poste que alumbraba frente a la casa de Adela y echarle los perros, jamoncitos y te quieros sin que la mamá lo viera.
“¡Roberto, son la diez…! A dormir…” – Roberto brinca; regresa a su vida. Tres hijos, preñado de revolución y muchas historias. Esa noche quedó en su memoria como el hierro que quema la piel del ganado marcando pertenencias. Dormido en la litera y la orden extraña que lo levanta a empujones – “¡Levántate y baja…!” – Son doce años y un carajo con una vaina debajo del brazo que se le enreda en los sueños. En calzoncillos baja urgente a la sala para terminar refugiándose en medio de las piernas del viejo. Aún parpadea y se espabila. Arriba se oye el ajetreo. Toda la familia sentada y dos agentes armados de subametralladoras vigilantes. Una mano de su papá que le cubre el pecho y la otra que le tranquiliza acariciando su cabeza. No entiende un coño y pasarían muchas cosas para entenderlo. Pasan extraños cargando torres de libros; hasta un libro de “Los Tres Mosqueteros” de Alejandro Dumas está metido en peo. Pasan uno y otro y otro, como la caravana de bachacos. Su viejo se mantiene sereno y llega a ofrecerles un café. Uno de los agentes rechaza con amabilidad; otro no es tan amable y estudia a los hermanos de Roberto con gesto agresivo. Roberto recuerda su cara hoy como si lo tuviera en frente. Cinco años después lo encontraría en el Bar La Luna vendiendo aspiradoras de Electrolux; esa es otra historia que no quiere recordar.
Han pasado más de treinta años y Roberto nunca le ha dicho a su viejo, el orgullo que ha llevado guardado por su serenidad. Su viejo se alzó como una leyenda esa noche de allanamiento miserable y el amor que hoy siente por él fortalece su fe revolucionaria. La vaina es que con diez años, la historia se hace difusa y no es bueno recordar que hubo un sapo, un cagón, al que le dieron un coñazo para hablar y mil más para callarle la boca. Luego, en los interrogatorios de la Disip, ese hijo de puta llamaría para pedir más dinero y el comisario no ocultaría el asco que le producía…
“Yo a ti te conozco…” – Roberto no puede evitar el dolor de los recuerdos. El agente que vigila con encono se dirige esta vez a su hermano. José solo cuenta dieciséis años y apura la altanería propia de quienes desconocen el peligro – “¿A mí? ¡Que va!...” – Pero el agente no cesa en su acoso – “Tú eras uno de los que estaba jodiendo cuando Caldera estaba inaugurando el museo, carajito…”
Se llevaron a los tres hermanos y Roberto no entendió por que pasaban esas vainas. Lo entendería luego. Las reuniones políticas y el marxismo que los hacía subversivos. Las cosas que se aprenden y se hacen en los barrios para liberar al país. El Poder Popular que hoy se teje en una revolución inédita, en búsqueda de consolidar la decencia y que no se repitan aquellas acciones represivas que tantas vidas costó y las que pueden costar aún. Roberto vio regresar a sus hermanos… Otros no tendrían tanta suerte y están en el ánimo que hoy nos compromete a seguir luchando.
El 11 de Abril de 2002, Roberto presintió que regresaban aquellos fantasmas que mataban a los Mosqueteros por subversivos. Salió a la calle Roberto y en la madrugada del 13, aquella hermosa madrugada llena de pueblo, cuando todo estaba consumado, se atrevió a despertar a sus hijos para hablar de la esperanza y de esos temores que han estado presentes desde que jugaba con las mariposas y los bachacos. Es difícil expresar tanto miedo ajeno, pero no se conformaría con acariciarlos para tranquilizar lo que no comprenden. Su última frase fue elocuente y está seguro que sus hijos entendieron.
“¡No volverán, coño! ¡Les juro que no volverán!...”
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