La breve cordura de los locos

La Rebelión de los Bachacos

Este cuento está especialmente dedicado a mi pueblo. A este pueblo que me ha regalado la oportunidad de escribir a favor de sus sueños; esos sueños que contagian y que habíamos perdido en medio de conversaciones e ilustradas fórmulas que nunca cuajaron porque quisimos tener las riendas de un proceso que solo puede brotar del Poder Popular...

Feliz Navidad y, sin duda, un Feliz Año 2004




Cuando pasó por aquel pueblo de techos de zinc y paredes raídas, algunos lo confundieron con uno más de los locos que lo atravesaban pagando penitencia en Abril; pero hubo quien recordó que Abril había pasado y se acercaba la navidad. Entonces, uno de ellos sacó una Biblia marcada en el Salmo 23 y previno a los vecinos sobre algún diabólico emisario que pasaría por ese lugar.

El viento soplaba desde el oeste empeñado en refrescar un sol que derretía hasta las piedras y aquel hombre se agachó a jugar con los bachacos. Tantas leguas recorridas, le pusieron los pies como alpargatas y, mientras le recomendaba a los bachacos que tomaran de la hierba solo lo necesario para no agotar la naturaleza, los hombres del pueblo aún no adivinaban quien sería y porque se había empeñado en cruzar el olvido.

El de la Biblia gesticulaba mientras advertía sobre el advenimiento del Anticristo. Otro no tan crédulo y de barriga pronunciada, se tomaba el último trago de una cerveza que amenazaba evaporarse y con aburrido gesto le contestó – “Déjate de vainas, Jacinto… Guarda esa mariquera pa’l domingo con las limosnas… Quien sabe de donde viene. Seguro el sol le tostó la razón” -. Pero, seguía el hombre aferrado a la Biblia, repitiendo que aquel hombre era el Maligno.

El hombre oteaba el horizonte en busca de algo que no se podía determinar. A pesar del sol inclemente, extrañamente no sudaba o la intensidad de los rayos no permitía siquiera humedecer la piel, mientras los vecinos acudían al guarapo de papelón con limón y unos trozos de hielo de color azul que reventaba Paulina con la cuchara, la cerveza caliente y el agua con sabor a barro del aljibe principal del pueblo y no podían evitar que el sudor se convirtiera en regadera que chupaban las grietas de una tierra que no vio las lluvias en cuarenta años. “Es extraño…” – dijo el tendero – “A pesar del calor, ese carajo está sonriendo… Debería estar pegando saltos, porque ese suelo está hirviendo…” -. El gordo que estaba destapando la décima cerveza antes de verla calentar, se removió incómodo y contestó de mala manera – “¿Vas a venir con la misma vaina de Jacinto, Tobías? Que buena verga… Ese tipo está loco, chico… Los locos aguantan cualquier cosa” -. Jacinto se persignó tres veces y comenzó con la misma letanía – “El señor es mi Pastor, nada me faltará… En verdes pastos Él me hace reposar y donde hay agua fresca…” – El gordo se apartó de Jacinto refunfuñando – “¡Ah, pué…! Y que le pasa a este…”

Llegaba la tarde y el hombre seguía allí, instalado con sus bachacos. Estos seguían su ritmo de trabajo y ahora solo cortaban el pasto para abastecer su bachaquero. El hombre, ahora de espalda al sol ardiente; apenas un taparrabo le cubría el enjuto cuerpo y un trapo cenizo que hacía de turbante, se convertía en un raro personaje inserto en medio de la llanura. Solo había cambiado algo en el paisaje. El bachaquero se multiplicaba; brotaban mojones de tierra roja de manera anárquica, irreverente, sin planificación previa, contrastando con las hileras largas de bachacos que ahora se convertían en hilos rojos que serpenteaban hacia cada mojón alimentando sus almacenes. Era un ejército que parecía obedecer un orden específico.

“Fortalece mi alma, por el camino del bueno me dirige… por amor de su Nombre…” – Jacinto sudaba febril empapando La Biblia y fue esta vez el tendero, quien gritó después de darle un golpe al mesón – “¿Qué carajo está pasando contigo, Jacinto?” – Pero un indio que conocía del llano y que se mantenía inmóvil para no deshidratarse, brincó y peló los ojos a pesar del sol que los inundaba – “No son vainas mías. Los bachacos se están multiplicando…” – El gordo escupió un pedazo chimó en el piso, agregando una mancha más de un millón que adornaba las grietas del piso y una mezcla de espuma de cerveza escapó por la comisura derecha de los labios agrietados por el calor – “Cuarenta años sin lluvias, los tiene apendejeados…” – Pero no estaba tan seguro de lo que decía. También había notado el crecimiento de las colonias de bachacos y no quería que se repitiera lo del 89 – “¡Pedro! Deberías acercarte al loco e’ mierda ese pa’ ve que coño está haciendo…”

Pedro, policía de arte y oficio, de los que se ganó el uniforme a punta de tortura y electricidad en los testículos, se movió con pesadez chasqueando la espalda en la pared. Maldijo una vez más el uniforme de poliéster y las botas que le mandaron de la capital. Se aferró a la treinta y ocho oxidada por el uso y abuso de balazos que se hundieron en los cuerpos o se perdieron en el aire, utilizándola de bastón o de advertencia y se encaminó hacia donde el hombre predicaba a los bachacos – “¡A ver, ciudadano! ¿Qué le pasa a usted con los bachacos?...” – El hombre apenas si notó su presencia; lo vio extrañado y Pedro no pudo evitar temer a aquel saco de huesos que se movía elegante, reflejando la luz del sol que amenazaba con diluirse en el horizonte – “¿Sabías que ellos pueden tener sueños?” – Le respondió con la sonrisa más hermosa que jamás encontrara en esos predios. “¿De que coño hablas, loco e’ mierda?” – Instintivamente apretó en su puño derecho la treinta y ocho – “Con este calor, nadie se da el lujo de soñar…” – La altanería de cuarenta años de servicio se hizo presente. Pero, la sonrisa no desapareció y los bachacos empezaron a rodear al hombre. Se agrupaban en sus pies por millones y casi pudo jurar Pedro, que en ese abrazo había ternura y la decisión de defenderlo a toda costa. “¿Sabías que también viven, que también necesitan tu atención, que también forman parte de tu vida?”

Pedro, aflojó la cacha de la pistola y sintió ese pánico animal que nos advierte una situación fuera de control. Sin embargo, arropando al hombre, el manto rojo de bachacos estaba tan compacto como en perfecto control. Quien estaba más acalorado y en situación de peligro, era él – “Manténgase cuerdo, ciudadano…” – Fue la última frase que se dejó escuchar, mientras se alejaba del sitio. Reculaba y veía como los bachacos regresaban a su trabajo; a sus filas perfectas y multiplicando mojones en el llano.

“Les juro por mi madre que ese carajo nos va a echar una vaina…” – Desorbitados los ojos, Pedro se empeñaba en contar su experiencia – “Los bachacos nunca dejaron su bachaquero… ¡Bueno! ¿En el 89 fue la vaina? Pero, bastantes que matamos… ¡Hay que estar moscas!” – La noche cubría hasta los rincones de la bodega y las lámparas de kerosene no podían con tanta oscuridad. El gordo no dejaba de beber cervezas y le era imposible secar tanto sudor. El tendero, acostumbrado a los favores que obligan las deudas, se levantó preocupado – “Estos bachacos de mierda… Yo sabía que alguna vez nos joderían la vida” –

Mientras, llegaba desde afuera un ronco sonido de invasiones que tocaban todos los puntos cardinales, el tendero hablaba de las pérdidas que ocasionaría a su tienda una rebelión de esa naturaleza y conminaba a los vecinos a evaluar con urgencia un plan de emergencia para evitar la propagación de ideas desestabilizadoras – “Este pueblo es nuestro, ¡Nojoda!... No va a ser un loco él que nos cambie el calor por frescuras subversivas…” – Jacinto se trajo una sotana que no usaba en años y un maletín lleno de objetos que utilizaba en exorcismos locales – “Aunque pase por oscuras quebradas, no temo ningún mal… Porque Tú estás conmigo…”

Un rayo de luz hirió el cielo peleando contra la oscuridad. Amanecía con un color maravillosamente rojo y una brisa suave, refrescante, templaba el clima que por cuarenta años había agrietado el pueblo. Un abanico de luces corría por la tierra y de los mojones brotaban flores cobijadas por trincheras de un enorme y laborioso manto de bachacos. Cultivaban y hacían brotar un enorme cañaveral lleno de la miel que endulza la esperanza. Construían enormes silos de ladrillos que guardarían el grano del futuro. Y el hombre allí, con esa sonrisa inmortal, el mismo taparrabos ahora blanqueado por un rayo de sol furtivo y cantándole al manto que decidió combatir el calor de cuarenta años de edad.

Todo esto había pasado en una noche y en las narices de quienes conspiraban en la oscuridad. Seguían sudando en sesiones privadísimas con los mismos vicios que le idiotizaron; con el mismo calor que quisieron eternizar y sin tomar en cuenta la salud de una brisa fresca.

En el pueblo se respira libertad y ni un jabón Las Llaves puede borrar ese color rojo que los bachacos han dejado en las paredes, en las conciencias que van despertando y en el lento pero seguro peregrinar de la rebelión de los bachacos que se riega por campos y montañas…

“Mira tú… Y le decían loco”


marioaporrea.org
msilvagayahoo.com


Esta nota ha sido leída aproximadamente 7489 veces.



Mario Silva García

Comunicador social. Ex-miembro y caricaturista de Aporrea.org. Revolucionó el periodismo de opinión y denuncia contra la derecha con la publicación de su columna "La Hojilla" en Aporrea a partir de 2004, para luego llevarla a mayores audiencias y con nuevo empuje, a través de VTV con "La Hojilla en TV".

 mariosilvagarcia1959@gmail.com      @LaHojillaenTV

Visite el perfil de Mario Silva García para ver el listado de todos sus artículos en Aporrea.


Noticias Recientes:

Comparte en las redes sociales


Síguenos en Facebook y Twitter



Mario Silva García

Mario Silva García

Más artículos de este autor


Notas relacionadas