Un cuento... Solo eso...

¿Qué quieres, Laureano?

“¿Hasta cuando vamos a seguir creyendo,
que la felicidad no es más que uno de los juegos de
la ilusión”


Julio Cortázar




-¿Sabes una vaina Juan Simón? El día que me vaya de esta ciudad, me voy a parar en medio de ese puente con la cabeza llena de ron Santa Teresa y voy a mear entre los dos estados… A ver si de una vez le gano una a ese río…

Y no bromeaba, Laureano. Estaba con Juan Simón en el malecón, aguantando la pestilencia del orine que dejaban los borrachos en la Cruz del Perdón y para más joder, el calor cabrón que no lo mitigaba la brisa.

Laureano había cruzado ese puente solo para sentir más calor y recorrer ida y vuelta, la anarquía de los chaparros que se extendían hasta el Tigre; recta inclemente que apenas bordaba dos curvas en ciento cuarenta kilómetros… O, más allá, Puerto La Cruz, puerta de la civilizada marihuana, los culitos en Lecherías y la sal que se lava con el aceite de los derrames.

Una sola vez admiraría como se fundían los colores azules del cielo y el mar, dejando a la Isla La Borracha suspendida en el aire como un cuadro de Dalí. Estaba carajito y acompañaba a su viejo para ayudarlo a repartir libros a maestros y profesores. Después del sube y baja de los chinchorros, apareció La Borracha colgada del cielo y se le subió una poesía al pecho. El viejo disfrutó más la cara de pendejo que puso Laureano, que aquella única experiencia visual que jamás se repetiría. Estaban en el momento exacto; ni ayer ni mañana, ni una hora antes ni una hora después.

Pero, esos tiempos habían pasado; como pasó el tiempo de los matinés en la discoteca El Greco, cuando le rozaba la boca en la oreja a Micaela, mientras Julito tragaba guarapita en la barra despechado con la Inés. No le paraba bola porque ya casi tenía el título de bachiller “y con un güevón como ese, no se llega a la universidad”. De repente se encontraron en el umbral de la hombría, sobrando en una ciudad que vivía de la gobernación y con la vista puesta en otro lado.

-Lo malo de esta ciudad, Juan Simón, es que los puestos de trabajo ya están ocupados. Aquí tienes dos opciones. O sigues siendo un hablador de güevonadas en la Plaza Vista Hermosa o le jalas bola a un adeco o a un copeyano pa’ que te enchufe en la gobernación… ¿Y sabes que vaina es triste? Llegar a viejo metido en la gobernación… ¡Coño, panita! Esta muy bonita la Catedral. Pero, no pa’ vela todos los días…

Laureano veía el río y los destellos de Soledad; un pueblo fantasma lleno de fantasmas y con la única diversión que lo ocupaba: caerse a palos para alborotar el olvido y no terminar como un zombi atravesando el río en la madrugada y en la noche de vuelta con el salario. Si querías ocultarte de los chismes de Ciudad Bolívar, bastaba con cruzar el puente y meterte en la tasca de la plaza principal de Soledad a escuchar a Daniel Santos, a Los Terrícolas o a Los Ángeles Negros y caerte a besos en la pista de baile que apenas era iluminada por tres tristes bombillos rojos y uno azul que no alumbraba un coño.

Era final de los setentas y había que rellenar los domingos con un sancocho en Orocopiche o Marcela, acaso Marhuanta. Los más valientes se bañaban en la Laguna Los Francos. Y los que si eran arrechos de verdad, se metían en el Orinoco. Una vaina que nunca hizo Laureano, porque si a algo le tuvo respeto desde que nació cerca del olor de las cloacas en la Alameda, fue a esa corriente marrón que se había tragado a más de uno.

Una noche se fue Laureano a Soledad con dos amigas a buscar el del estribo. Tenía veinte años y unas ganas cabronas de hacer realidad aquella profecía. Pasaron el puente oyendo a Donna Summer y él discutía que esa mierda no era música, que la cagaron con eso del “disco miusic”, que más arrecho era Joe Coker y el Festival de “vustoc”. Pero, las carajitas no le pararon bola y animaban el alcohol acompañando la canción con gritos histéricos. Estaban a mitad del puente y un “¡Para el carro, Carajo!” resonó por encima de las cornetas.

Laureano se bajó del carro y las amigas seguían cantando. Observó a Ciudad Bolívar, el malecón largo e iluminado, la sombra de la Piedra del Medio y la Cruz del Perdón con unos bombillitos navideños en un mes de octubre. Se acercó al cubo que es atravesado por un tubo que sostiene al puente y de un salto se encaramó en el susto de las amigas. La música cesó de inmediato y los estragos de veinte cervezas se anudaron en el cuello de ambas.

-¡Epa, Laureano! ¿Qué coño estás haciendo?

Laureano se abrió la bragueta y comenzó a orinar en medio de Anzoátegui y Bolívar. Treinta o cuarenta metros más abajo, el río recibía en rocío la decisión de abandonar esta ciudad que no puede retener a sus hijos.

-¡Tu Madre, Laureano! ¡Tu Madre!... Esa vaina no se hace, nojoda…

Laureano no dijo nada. Dos días después, con un maletín y cuatro libros, pasaba por el mismo sitio donde se había meado en la madre de sus temores. Esa meada le ha costado muchos kilómetros de chaparros, de mangos, samanes, cocuizas y pinos. Le ha llevado del calor al frío, de la reacción a la revolución, de la nada a lo sublime, del mundo al submundo, de una escala en el cielo hasta un atardecer repleto del amarillo de los araguaneyes.

Si le preguntas a Laureano: ¿Qué quieres?

-Solo deseo escribir… y dejar de mear entre dos estados…


marioaporrea.org
msilvagayahoo.com





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Mario Silva García

Comunicador social. Ex-miembro y caricaturista de Aporrea.org. Revolucionó el periodismo de opinión y denuncia contra la derecha con la publicación de su columna "La Hojilla" en Aporrea a partir de 2004, para luego llevarla a mayores audiencias y con nuevo empuje, a través de VTV con "La Hojilla en TV".

 mariosilvagarcia1959@gmail.com      @LaHojillaenTV

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