Manuela La Mujer X (I)

Bolívar, visita con frecuencia la hacienda el “Garzal”, lugar donde nació definitivamente a plenitud sus amoríos. Desde allí vive recuerdos, atiende y controla su correspondencia con exactitud y consagración. Recibe información que los habitantes de Pasto se han alzado nuevamente en armas el 12 de julio, recordamos que estamos en 1822, esta revuelta es ahora capitaneada por el indio Agualongo y Melchor Cano, caudillos que a la cabeza de ochocientos rebeldes se apoderaron de Pasto y se organizaron para enrumbarse hacia el sur con el propósito de apoderarse de la ciudad de Quito.

La mayoría del ejército libertador estaba en camino hacia el Perú bajo las órdenes del General Sucre. El Coronel Juan José Flores es derrotado por los insurrectos, que proclaman de nuevo al rey de España como legitimo soberano. El indio Agualongo, es un hombre valiente, osado y conocedor del terreno, hace que el General Flores huya hacia Popayán, y se apodera de los pueblos de Ibarra y Otavalo, a los que pone bajo la orden de la bota imperial.

Bolívar, decide acabar para siempre con ese foco subversivo. Y en persona dirige la campaña, la historia reseña que entra con la espada en la mano personalmente a combatir de frente en la batalla, acción que ninguno de los grandes Generales conocidos en la historia hizo nunca a la edad del libertador en ese momento. La estrategia es astuta, dejan que el indio Agualongo se confié y avance terreno adentro; la impresión de debilidad lo convence y esa imprudencia lo conduce a su propio aniquilamiento.

Circunstancias del destino, en esa campaña Bolívar, conoce al Coronel Ignacio Sáenz, quien ha participado en la batalla con gran entusiasmo y pertenece a los patriotas desde hace tiempo, éste le confiesa que gracias a su hermana Manuela, quien lo formo con conciencia para la libertad, la igualdad y la justicia de América, estaba dispuesto a todo por la causa.


El libertador victorioso regresa a Quito donde recibe del congreso Colombiano las autorizaciones y poderes que necesitaba para partir al Perú, pero allí esta su Manuela a quien necesita entregársele, para ello se libera de todas sus ataduras mentales, por momentos se olvida de todo y retorna a la sensibilidad del amor, a ese primitivismo sensible que los hombres llevamos en las entrañas, los despoja para vivir el estado salvaje y envolverse en su llama fecunda.

En un momento que Manuela se ausenta de la habitación, por curiosidad abre un cofre que está encima de la peinadora de su amada, encuentra unas cartas, su rostro se congestiona con muecas de angustia, son cartas del Dr. Torne, en ellas le exige a Manuela que de inmediato regrese a Lima. Se ha enterado ya de los chismes de Quito. De repente siente que se agranda la distancia entre su amor y la realidad, entran a su alma remordimientos, tanto así, que en ese mismo instante entra Manuela y lo encuentra leyendo las cartas, como si nada pasara ella se encarga de regresarlo de esa angustia que se le ha atravesado como un muro de contención.

-Amor no te victimices,- llena de entusiasmo y seguridad le dice-no eres una sustitución que viene a calmarme la sed de mi inmolación, de mi desolación física y anímica; de la angustia de mi espíritu y del sexo. No, nada de eso. No te he hablado gran cosa de mi vida, en realidad tengo tantas otras para que sepas de mí, que los secretos profundos que guardo solo harán mella en tu alma para nunca apartarte de mí. Te amo como una loca, eres mi sentimiento dramático y romántico a mi sensibilidad, no oyes acaso el latir de mi corazón cuando te tengo, el propio viento de nuestros cuerpos no tiene otra función que acumular el sudor de este inmenso amor.

Manuela sorprendía cada vez más a su amante y se hacia una necesidad perenne que debía estar a su lado para no perder un solo instante de su existencia.

Pero esa misma causa que los ha unido, les exige sacrificios y muchas veces los pone en un callejón sin salida, así pasan dos años y Bolívar regresa a los remordimientos, de ahí que como testimonio de esto, encontremos una carta con el resultado de esto. La carta de entonces dirigida a su más grande amor, dice: “Mi buena y bella Manuelita: Cada momento estoy pensando en ti y en la suerte que te ha tocado. Yo veo que nada en el mundo puede unirnos bajo los auspicios de la inocencia y el honor. Lo veo bien y gimo de tan horrible situación, por ti, porque te debes reconciliar con quien no amas, y yo porque debo separarme de quien idolatro. Si, te idolatro hoy más que nunca jamás.

Al arrancarme de tu amor y de tu posesión se me ha multiplicado el sentimiento de todos los encantos de tu alma y de tu corazón sin modelo. Cuando tú eras mía yo te amaba más por tu genio encantador que por tus atractivos deliciosos. Pero ahora ya me parece que una eternidad nos separa, porque por mi propia determinación me veo obligado a decirte que un destino cruel pero justo nos separa de nosotros mismos. Si, de nosotros mismos, puesto que nos arrancamos el alma que nos da existencia, dándonos el placer de vivir. En lo futuro tu estarás sola, aunque al lado de tu marido; yo estaré solo en medio del mundo, sólo la gloria de habernos vencido será nuestro consuelo”.

Manuela se indigna al recibir esta carta y la rechaza, se ve excluida sin misericordia de su amante, estos tontos remordimientos, como los llamaba ella, no hacen otra cosa que alentar de modo alguno la condena a que la mantenía aquella falsa sociedad, estaba sentenciada por la suerte, por sus parientes, por las costumbres de la época a un matrimonio absurdo, por eso ella a la misma vez, sentía que en ellos se había estacionado un sentimiento invencible con mucha fuerza interior que los unía estrecha e indisolublemente. Se amaban, se comprendían, se habían elegido el uno al otro con la más grande libertad, guiado por los sentimientos más nobles y de mayor impulso que pudieran imaginarse: la sed de gloria, la ambición de grandeza, la determinación de entrar en la historia con más atributos que nadie.

De ahí que Manuela no se detiene, su corazón no está dispuesto a perder la obra grandiosa de su amor, la cual ha levantado rompiendo las amarras a que la había sometido sin piedad aquella terrible sociedad. ¿Iba su amor a ser destruido? Por aquel matrimonio impuesto ¿Iba a interponerse un hombre totalmente adverso a su sentido humano, sin ambiciones, sin anhelos grandiosos, con una mediocridad llena de fortuna y totalmente ciego de pasión y de calor? ¡No, eso nunca! Su voluntad no sede, lo rechaza, la fe en su amor, en su hombre no escapara ahora menos que nunca de su vida.

Bolívar y Manuela están poseídos y ya no podrán disgregarse, esparcirse en el espacio egoísta de esa esclavitud, religiosa y social, que no entiende de sentimientos, sino de imposiciones y apariencias. Para testificar la lucha por su amor y contra los “tabúes” primitivos, nada mejor que leer esta carta del libertador.

“A nadie amo, a nadie amare. El altar que tú habitas no será profanado por otro ídolo ni otra imagen, aunque fuera la de dios mismo. Tú me has hecho idolatra de la humanidad hermosa: de ti, Manuela”.

Bolívar

(Continuará…)

vrodriguez297@hotmail.com






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Víctor j. Rodríguez Calderón


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