“La hora está llegando" y Bush, el último jinete del apocalipsis “antiterrorista" se va...

Cercano ya el 20 de enero tal vez George W. Bush esté musitando esa cancioncilla que parece deleitarle toda vez que los días en la Casa Blanca se le están agotando en medio de un desprestigio que le pisará los talones como a un criminal fugado. 

En realidad, hasta ahora, ha navegado con suerte porque existían suficientes razones para que el Congreso le incriminara en un proceso político pues han sido muy manifiestas y se hubiera pasado poco trabajo en demostrar cada uno de los cargos posibles. Lógicamente, también un proceso penal cuenta con pruebas suficientemente irrebatibles.

George W: Bush y sus pandillas electorales, incluyendo a la mafia cubano norteamericana, ejecutaron un hecho de mayor gravedad que el de Watergate contra el Partido Demócrata. Simplemente le robaron unas elecciones y, por lo tanto, el acceso al poder durante dos mandatos. Cómplices hubo en todos los niveles del sistema político y judicial de los Estados Unidos.

Bush, con su inacción vacacionista durante la etapa inicial de su mandato, y su incuria de gobernante mediocre, desestimó las informaciones de alta sensibilidad para la Seguridad Nacional sobre la preparación de agentes extranjeros para ejecutar probables actos terroristas en territorio norteamericano, como se confirmó meses después con el derribo de las Torres Gemelas.

Bush y su equipo ultraconservador de gobierno, decidieron implantar, a partir del 11 de septiembre, una política nacional e internacional que estaba contemplada previamente en el programa estratégico de dicho grupo de poder. Con ello cercenaron libertades fundamentales de los derechos del pueblo norteamericano e hicieron trizas postulados sagrados de la Constitución norteamericana.

Bush y sus halcones de mano dura, decidieron iniciar sus pronosticadas guerras infinitas contra sesenta o más rincones oscuros del planeta, sin respetar el derecho internacional ni la Carta de las Naciones Unidas. La llamada guerra preventiva contra el terrorismo fue la excusa y el instrumento esgrimido para hacer añicos la legalidad norteamericana e internacional.

Bush y su cofradía mintieron descaradamente sobre las causas que los impulsaban a invadir a otros países y a imponer sus guerras ilegítimas. Todos los supuestos motivos para asumir tal decisión, que expusieron como reales ante el Congreso norteamericano y ante las Naciones Unidas, se ha demostrado que eran falsos, y ha sido reconocido así hasta por los mismos personajes subalternos a quienes obligaron a mentir. Las más colosales y costosas mentiras del Presidente y sus acólitos aún esperan la sanción moral y legal.

Bush y sus seguidores han aplicado una política que califica para su enjuiciamiento por el Tribunal Penal Internacional por delitos contra la paz, por crímenes de guerra, por crímenes de lesa humanidad y genocidio. Los hechos están fundamentados en declaraciones de invadidos e invasores, en documentos fílmicos de la más variada procedencia, en documentos escritos públicos y secretos. Las vidas de cientos de miles de iraquíes y de miles de norteamericanos, son parte de los hechos que merecen la consideración de crímenes de distinta naturaleza definidos por la legislación internacional.

En fin, existen razones suficientes para que Bush sea juzgado atendiendo estrictamente a sus merecimientos criminales. 

Ahora bien, tres personajes, verdaderos pigmeos políticos de la contemporaneidad, tuvieron el increíble privilegio, por las circunstancias de la posición que ocupaban en sus respectivos países, de ser protagonistas de una conjura criminal contra la paz internacional. A estos tres petimetres representativos de la clase política de España, Reino Unido y los Estados Unidos, les correspondió el nefasto papel de proclamar ante el mundo las mentiras que justificaron la supuesta guerra contra el terrorismo y trazar una estrategia que califica como un crimen contra la paz y, a la vez, un crimen de lesa humanidad.

Bush, Aznar y Blair actuaron como un trío apocalíptico ante los parlamentos de sus países, las Naciones Unidas y la opinión pública internacional. La violación de los principios sagrados del derecho internacional, de la Carta de las Naciones Unidas, el desconocimiento de las opiniones y sentimientos de sus propios pueblos y del resto del mundo, no significaron nada para la actuación guerrerista y genocida de estos fanáticos del exterminio de quienes acusaron y consideraron sus enemigos. Apoyo y complicidad encontraron en todos los niveles del sistema político de sus países y de muchos otros gobiernos aliados.

Los tres personajes gozaron durante un rato su euforia triunfalista en medio de la tragedia colectiva sufrida por los pueblos de Afganistán e Irak, pisoteados por las botas de los soldados invasores y sometidos a la metralla de los aviones, tanques y cuantos medios bélicos han creído conveniente emplear y ensayar. Muchos gobernantes –debe decirse demasiados- mostraron su cobardía ante la avalancha de amenazas de posibles agresiones ante las potestades omnímodas que se atribuyeron para calificar a cualquiera de aliado del terrorismo.

Con la invasión y ocupación de los territorios empezaron las masacres que en su día -¿cuándo será ese día?- deberán ser juzgadas por el Tribunal Penal Internacional, pues tanto horror, crimen y matanza, tanto crimen contra la paz, tanto crimen de lesa humanidad y tanto genocidio, no pueden ser perdonados. Instrumentos legales internacionales tipifican todas esas tropelías y barbaries practicadas contra la población de los pueblos invadidos. Han abolido prácticamente de un metrallazo el derecho internacional humanitario.

Afortunadamente, el tiempo de los vándalos, de esos Atilas de estos tiempos, se ha ido terminando. Dos de los jinetes apocalípticos, Aznar y Blair, ya han pasado a peor suerte. Sus imágenes públicas no pudieron resistir los embates del proceso eleccionario en sus países. Sin embargo, todavía parecen dormir tranquilamente y andan como veletas por el mundo en busca de la notoriedad perdida.

Al último jinete de la época triste del “antiterrorismo”, le resta un tiempo mínimo en la Casa Blanca. Concluye su mandato con la peor aceptación pública como representante del imperio, según los sondeos. Ha tenido la suerte de cumplir el tiempo de su mandato, sin ser enjuiciado por el Congreso de su país. Razones sobraban para incriminarlo y deshacerse de ese pesado fardo que significa Bush para el prestigio nacional e internacional de los Estados Unidos.

Así, pues, está llegando la hora final del último jinete apocalíptico de esta era trágica.

El estercolero de la historia les tiene reservado un lugar prominente a los tres jinetes del apocalipsis contemporáneo. Pero la justicia, ¿se acordará de ellos y de sus acciones criminales? ¿Tendrán que verles la cara a la justicia que los convoque, sin miedos ni vendas, para juzgarlos merecidamente? Tiempo al tiempo, que lo imposible puede ser posible. Y la historia tiene páginas en blanco todavía. 



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Wilkie Delgado Correa


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