Mientras leía en la revista New Yorker (*), los muy difundidos e influyentes artículos de Hersh sobre la tortura en el Irak ocupado por Estados Unidos, se me hacía cada vez más evidente que no se trataba de unas revelaciones completas sobre los principales responsables de la estrategia de aplicación de torturas. El reportaje de Hersh constituía un relato selectivo sobre asuntos concretos y sobre unos pocos funcionarios. Cuando, con incredulidad creciente, se lee la versión de los hechos que Hersh revela, aparece claro que toda su argumentación y sus revelaciones sobre los funcionarios implicados en la aplicación de la tortura se basan en una sóla persona, el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld (por supuesto que muy importante) y olvidan a los altos funcionarios de Defensa que han tenido una gran influencia y responsabilidad en la política belicista, en la creación de agencias de información y en la coordinación de las estrategias y tácticas durante la ocupación. Rumsfeld era parte de una elite que aprobaba y promovía el uso de la tortura. Pero, a lo largo de su exposición, Hersh omite deliberadamente el papel desempeñado por los sionistas (Wolfowitz, Feith- que ocupan el segundo y tercer puesto de mando en el Pentágono), quienes promovieron y apoyaron la guerra, las torturas en los interrogatorios y, en concreto, hicieron posible que expertos israelíes impartieran seminarios para formar a los miembros de la Inteligencia Militar de EE.UU. en sus técnicas de tortura, adquiridas en medio siglo de práctica en los interrogatorios de los prisioneros árabes.
Para buscar fuentes documentales sobre los métodos de tortura usados en los interrogatorios, Hersh se remonta a textos académicos y a los manuales de hace 20 años de la CIA, pero en ningún caso alude a las prácticas ampliamente difundidas por los asesores del Mossad y del Shin Bet que, en la actualidad, están implicados en la tortura en la vecina Palestina y en Irak.
A Hersh se le ha presentado en los medios de comunicación como un iconoclasta periodista de investigación, una etiqueta que imprime a sus reportajes y denuncias un sello de gran credibilidad. Nada importa que Seymour Hersh fuera quien públicamente defendiera la tortura como método de investigación con los sospechosos y sus familias tras el 11 de septiembre, citando para ello el modelo israelí, y justificando la tortura de la misma manera que el Pentágono lo hace ahora con los sospechosos iraquíes. En lugar de mencionar a un desconocido profesor de la Universidad de Chicago, Hersh debería haber citado la influyente opinión en defensa de la tortura del profesor de Derecho de Harvard, Alan Dershowitz ( colega sionista ) ampliamente leído por los “civiles militaristas” que mandan en el Pentágono y dirigen la cadena de mando que ha conducido a los interrogatorios con aplicación de torturas.
El relato de Hersh no presenta el contexto político existente en el Pentágono, y en Oriente Próximo, en lo relativo a la sistemática aplicación de la tortura. Para comprender la cuestión de la práctica estadounidense de la tortura y los violentos abusos cometidos con los prisioneros y civiles iraquíes es preciso analizar la satanización ideológica de la población iraquí- los “árabes”- y el incondicional apoyo político y militar que Estados Unidos presta al Estado de Israel, el principal ejecutante, desde hace mucho tiempo y a gran escala, de la tortura contra los árabes. La más vitriólica y sistemática denigración de los árabes y de los musulmanes en Oriente Próximo se basa en los escritos y discursos de influyentes ideólogos sionistas que residen en EE.UU, como los Pipes (padre e hijo), los Kristol (mayor y menor) los Kagan, Cohen, Goldhagen, entre otros. El primer paso para justificar la tortura es el de “deshumanizar” a las víctimas, el etiquetarlas de “infrahumanas” (violentos salvajes congénitos). En Estados Unidos los sionistas se limitan a seguir los pronunciamientos de sus mentores ideológicos en Israel, quienes frecuentemente han proclamado que “lo único que comprenden los árabes es la fuerza” (Sharon, Golda Meier, Dayan, Rabin, etc...). Los ideólogos sionistas del Pentágono han tenido gran influencia en despertar, de diversas formas, el odio hacia los árabes. En primer lugar, mediante su defensa de Israel, mediante la manipulación deliberada de la naturaleza colonial de la guerra que sostienen los israelíes, y la culpabilización a las víctimas palestinas de la violencia sistemática que Israel ejerce sobre ellas. Los ideólogos han defendido todas las acciones violentas de Israel: la masacre de Jenin, las nuevas colonias en Cisjordania, el ataque asesino a Rafah, el asesinato de activistas y trabajadores de la ayuda humanitaria de Naciones Unidas, el monstruoso Muro que va a encerrar a todo un pueblo en un gueto, los asesinatos masivos de cientos de palestinos y la destrucción de miles de viviendas en Gaza. La violencia israelí contra los palestinos produce una profunda impresión en los sionistas estadounidenses quienes generalizan y agudizan su animosidad contra los árabes musulmanes en todo Oriente Próximo, y particularmente en Irak donde se encuentran en situación de llevar a cabo sus políticas.
Los sionistas y las torturas en Iraq
La principal fuente de “información” y propaganda para la invasión y ocupación de Irak, en parte, provino de la Oficina de Planes Especiales (OPS) y del Grupo de Evaluación Antiterrorista creado por el ultra sionista Douglas Feith, subsecretario de Defensa (tercero en la jerarquía del Pentágono) con el firme apoyo de Wolfowitz, Abrams y Rumsfeld. Feith puso al frente de la OPS a su colega sionista Abram Shulsky. El Grupo especial puenteó a la CIA y a las agencias militares de inteligencia, se aseguró sus propias fuentes de información antes de la guerra, y se responsabilizó de dar “información segura” durante los primeros momentos de la ocupación (antes de ser desmantelado). Cuando la resistencia iraquí incrementó su eficacia, y la justificación estadounidense para la guerra (las armas de destrucción masiva) quedó probada que había sido una invención absoluta del Grupo Especial, la cumbre del Pentágono, Rumsfeld y los sionistas sumidos en la desesperación, dieron las órdenes conjuntas de intensificar y extender las torturas a los sospechosos iraquíes encarcelados. Es una enorme simplificación decir que la línea de mando responsable de las acciones cotidianas de prosecución de la guerra, quedaba limitada a Rumsfeld cuando Wolfowitz, Feith y Abrams defendían de forma tan extremada la ocupación y controlaban la información.
Incluso más que Rumsfeld, los fanáticos sionistas del Pentágono eran los más ardientes partidarios de introducir los métodos israelíes de tortura y de humillación de los sospechosos árabes, al elogiar los “éxitos”israelíes en su forma de tratar a los “árabes”. Fueron ellos, y no los servicios militares de información, quienes impulsaron el empleo de “expertos” israelíes en métodos de interrogación; ellos fueron quienes respaldaron a los israelíes para que ofrecieran seminarios a los oficiales de inteligencia militar y a los contratistas privados estadounidenses sobre guerrilla urbana y técnicas de interrogación.
En las “revelaciones” de Hersh no se alude a la responsabilidad de los sionistas del Pentágono en las torturas de los iraquíes. Las flagrantes omisiones son deliberadas y, como es obvio, forman parte de un modelo sistemático, y sirven para exonerar a los sionistas del Pentágono y a Israel cargando en Rumsfeld toda la responsabilidad de los crímenes de guerra.
Análisis detallado de la metodología de Hersh
Una lectura final de la serie de artículos de Hersh en el New Yorker revela sus premisas y perspectivas políticas, ninguna de las cuales tiene nada que ver con valores democráticos o preocupación por los derechos humanos.
La preocupación principal de Hersh es que la orden de Rumsfeld para utilizar la tortura entorpecía las operaciones de un grupo de elite de comandos profesionales implicados en “un programa especial de acceso secreto” diseñado para asesinar, secuestrar, y torturar a “sospechosos de terrorismo” en todo el mundo. En otras palabras, al implicar en las torturas en Irak a miles de soldados estadounidenses corrientes ( a quienes una de las fuentes de Hersh llama “palurdos”), Rumsfeld ponía en peligro la operación de los asesinos profesionales en todo el mundo. La segunda preocupación más importante de Hersh era que el descubrimiento de las torturas podría “dañar (sic) las perspectivas estadounidenses en la guerra contra el terrorismo”, es decir, que la táctica que él atribuía (única e injustamente) a Rumsfeld estaba poniendo en peligro las posibilidades de construir el imperio estadounidense. La visión imperial de Hersh se niega a reconocer los derechos elementales de autodeterminación y las leyes internacionales. La aparente tercera preocupación de Hersh es la de que Rumsfeld intentaba monopolizar la información puenteando a la CIA y a las otras agencias de inteligencia, lo que resulta un poco ingenuo. Wolfowitz y Feith crearon la unidad especial de información que facilitó a Rumsfeld las informaciones falsas; fueron quienes presentaron a Chalabi (conocido en todos los centros de información de Washington como carente de fiabilidad alguna) como una fuente impecable de “información desde el interior”; y fueron los que le informaron de las inexistentes armas de destrucción masiva de Saddam, a sabiendas de que le facilitaban datos falsos. Como Wolfowitz cínicamente ha admitido más tarde, la decisión de lanzar la invasión de Estados Unidos, basada en la existencia de armas prohibidas, se tomó porque era la única cuestión sobre la que estaban de acuerdo.
Hersh no es un imbécil, conoce lo que cualquiera en Washington y fuera del Gobierno sabe: que los sionistas del Pentágono estaban presionando para llevar a cabo la guerra con Irak desde antes del 11-S (incluso desde antes de que llegaran al poder en Washington) y trabajaban con el Estado israelí para intentar que Estados Unidos destruyera Irak a cualquier precio, incluidos la pérdida de vidas estadounidenses, los enormes déficits presupuestarios, el poner en peligro los intereses petrolíferos y los intereses generales del imperio estadounidense.
Ellos lanzaron la invasión puenteando al mando central del ejército mediante la falsificación deliberada de lo que iba a ser la reacción del conquistado pueblo iraquí (“nos recibirán como a liberadores”-, según Wolfowitz y Perle) y el intento de destruir las estructuras civiles y estatales ( las llamadas purgas para la des-baathización ) con el fin de minar para siempre las posibilidades de Irak de oponerse al dominio de Israel en Oriente Próximo.
Ninguna de las preguntas de Hersh analizan estos bien conocidos hechos sobre quien es el responsable de las atrocidades cometidas contra los iraquíes. Ni tan siquiera tenía que citar fuentes anónimas de información del Pentágono: el General Anthony Zinn y muchos bien informados no sionistas, así como la CIA y el Mando Central sabían quienes eran los promotores sionistas y sus planes, y además conocían el papel desempeñado por Feith al presionar para que se emplearan técnicas más duras de interrogatorio. Pero Hersh hizo caso omiso de todo ello, de los sionistas y de sus partidarios ideológicos y consejeros que hicieron todo lo posible para impedir cualquier recuperación económica iraquí y la posibilidad de hacerse cargo de sus propios sistemas educativo, sanitario y electoral. La Des-baathización iba a ocasionar que Irak volviera a ser un país tribal y dividido, gobernado por su protegido Chalabi, el único “candidato” que reconocería a Israel, le suministraría petróleo y apoyaría la “integración” de Oriente Próximo bajo la hegemonía israelí. Los sionistas del Pentágono tuvieron éxito en asegurarse que hubiera guerra; también lo tuvieron en la destrucción de los servicios sociales iraquíes básicos y en el desmantelamiento de las instituciones del Estado (tribunales, ejército, administración civil). Sin embargo, en su ciego sometimiento a Israel, pasaron por alto el hecho de que los soldados profesionales dispersos, los líderes civiles purgados y los profesionales del país se convertirían en parte de una resistencia armada experimentada; que Irak podría convertirse en ingobernable, que el dominio estadounidense se derrumbaría y que los Estados Unidos se enfangarían en una guerra políticamente perdida; que su Gobierno títere no tendría ni legitimidad ni apoyo popular. Los sionistas hicieron lo que pensaron que era lo mejor para Israel, incluso aunque ello provocara una enorme oposición en todo el mundo, hasta en Estados Unidos donde, en mayo de 2004, una mayoría se ha vuelto contra la ocupación. Sólo la cadena de transmisión israelí, la AIPAC1, apoyaría a Bush y a su continuada lealtad a la guerra de ocupación israelí contra los palestinos. Cuando su interesada predicción de que habría un comité iraquí de bienvenida se convirtió en una valerosa guerra anticolonial, Feith y sus acólitos exigieron el empleo de métodos más convincentes de interrogatorio, y Rumsfeld y Feith se decidieron a usar los métodos de tortura israelíes para “humillar a los árabes”. Mientras tanto la llamada de Kagan para “bombardear las calles árabes” se intentaba pero fracasaba en intimidar a la resistencia iraquí.
La denuncia de Hersh, señalando a Rumsfeld como único y máximo responsable, aparece en el momento oportuno: cuando la política estadounidense ha fracasado y los funcionarios mejor informados empiezan a denunciar el papel desempeñado por los sionistas del Pentágono. Ha sido una maniobra inteligente sólo a medias: Rumsfeld ha sido menospreciado por el Congreso y por los militares profesionales y se ha convertido en rehén de otros por sus políticas y arrogancia públicas. No obstante, incluso al “denunciar” a Rumsfeld, Harsh ha sido cuidadoso en la forma de hacerlo de manera que permita a sus colegas sionistas permanecer indemnes en sus puestos.
Hersh justifica algunas actuaciones terroristas ilegales de Rumsfeld al señalar “los obstáculos legales" existentes para la eliminación de los terroristas. El apoyo de Hersh al hecho de que Rumsfeld recurriera a la contratación de innumerables comandos para asesinar, secuestrar y torturar a sospechosos en el mundo entero es, en efecto, un modo de perdonar esas tácticas una vez que Rumsfeld dejara el cargo. Si Rumsfeld dimitiera, las torturas continuarían con sus colegas Feith y Wolfowitz. Hersh trae por los pelos a un funcionario de quinto nivel que trabaja a las órdenes de Feith, Stephan Cambone, del que nos dice que “estaba profundamente implicado” en la tortura de prisioneros, ¿más implicado que sus superiores sionistas? Deberíamos preguntar al incomparable periodista de investigación: ¿Cómo es que Hersh responsabiliza a los que están en las alturas (Rumsfeld) y a los que están abajo (Cambone) pero jamás se centra en Wolfowitz y Feith que son quienes diseñan y dirigen esa política?
Al señalar a Cambone, Hersh lo describe en términos que encajan a la perfección con los sionistas: defendía la guerra en Irak (siguiendo a Wolfowitz, Perle, Feith y Abrams); despreciaba a la CIA, que los sionistas del Pentágono consideraban “demasiado cautelosa”; la atacaba por no haber encontrado las armas de destrucción masiva. Habida cuenta de que Cambone actuaba a las órdenes de Wolfowitz y Feith, se limitaba a repetir lo que sus jefes querían escuchar y quizás esa fuese la razón por la que le confiaron la sucia y relevante tarea de “extraer” información por medio de la tortura.
Hersh intenta vincular a Cambone con la generalización de la práctica “selectiva” de la tortura a cargo del Programa del Grupo Especial, que ya estaba en marcha antes de que Cambone fuera nombrado, y cuyas operaciones dependían de la dirección de Rumsfeld, Wolfowitz, Feith y Abrams. La fecha de agosto de 2003, que proporciona Hersh como la de inicio de las torturas con Cambone y el General Miller (proveniente de Guantánamo), es falsa ya que había comenzado antes con el Grupo Especial y con los interrogadores formados por israelíes. Más aún, el Pentágono dirigido por el mismo trío (Rumsfeld, Wolfowitz y Feith) había dado órdenes a Miller para el empleo de la tortura con los “sospechosos” de Guantánamo, y ellos fueron quienes le trasladaron a Irak como recompensa por su ejemplar trabajo. Hersh no investiga los vínculos existentes entre Miller y Rumsfeld, Wolfowitz y Feith antes de su llegada a Irak. Se limita a abortar el análisis, y se centra en los niveles medios y bajos del poder: Cambone, Miller, los interrogadores y soldados enrolados. Al margen de este contexto, Hersh lleva a cabo un trabajo de periodismo de investigación selectivo. Hersh denuncia algunas cosas pero oculta otras relativas a los más activamente implicados en la preparación de la guerra y en dirigirla de la manera más conveniente para los intereses de Israel. El coste de vidas estadounidenses y la degradación de sus jóvenes soldados, obligados a asumir el papel de torturadores, preocupa poco a los sionistas del Pentágono. Incluso después de las revelaciones de torturas, asesinatos y violaciones, los principales ideólogos sionistas como Kristol, Krauthammer, Rubin, Perle, Kagan y Frum han lanzado críticas a Bus por “dar marcha atrás en la guerra”.
Los sionistas del Pentágono están siendo criticados. Ante la posible debacle de Estados Unidos en Iraq la coalición antisionista que se encuentra en el Departamento de Estado, el ejército, la CIA y algunos más, han lanzado una contraofensiva. El general de Marina Anthony Zinn, el senador Fritz Hollings y otros prominentes líderes políticos, diplomáticos y militares han señalado públicamente el papel desempeñado por los sionistas del Pentágono en el lanzamiento y dirección de la guerra para beneficiar a Israel. El giro más reciente y visible ha sido la marginalización del pro-israelí Chalabi (el protegido de Wolfowitz, Feith y Abrams). La incursión en su casa y la incautación de sus archivos, ostensiblemente para investigar irregularidades financieras, constituyen un significativo revés. También lo es la abstención de Estados Unidos en el Consejo de Seguridad de la ONU en relación con el ataque de Israel a Rafah, con gran disgusto de los importantes israelíes reunidos en la convención de AIPAC. En respuesta, las organizaciones judías más importantes y publicaciones de la Forward2, Liga Antidifamación3, AJC 4y otras han denunciado las críticas a los sionistas del Pentágono.
Los intentos de Hersh para desactivar a la coalición antisionista que exige que caigan cabezas, al centrarse en dos gentiles5-Rumsfeld y Cambone, ha sido en vano. Los cuchillos están en alto. Debido al poder que detentan los sionistas dentro y fuera del Gobierno, la coalición antisionista y sus partidarios tienen que emplear palabras en clave, la más común de las cuales es “neo-conservadores”, que todo el mundo sabe alude a Wolfowitz, Feith, Abrams y otros sionistas, bien formen parte del Gobierno o no. La Liga Antidifamación, AIPAC y otras importantes organizaciones israelíes, al detectar el peligro que corren sus correligionarios, se han apresurado a etiquetar a los que critican a los neo-conservadores de anti-semitas y a movilizar a miembros del Congreso, a los medios de información y a sus medios de propaganda para silenciar a la coalición y así acallarlos.
Pero la coalición está ganando influencia, y Bush insiste en hacer un simbólico traspaso de poder a los shi’íes de Irak, mediante un sutil juego de cooptación promovido por el Departamento de Estado, lo que ha dado lugar ya a que los sionistas dirigidos por Kagan y Kristol casi llamen traidor a Bush y cobarde por la “retirada”.
Las fotografías de las torturas, que han desacreditado la política de la guerra, amenazan con aislar a los fanáticos sionistas. Enfrentados a la indignación de todo el mundo civilizado ante los crímenes de guerra, los sionistas “progresistas”, como Hersh, tratan de echar la culpa a Cambone y Rumsfeld e intentan reducir las responsabilidades a “unos pocos soldados de un grupo concreto”como ha hecho el senador Lieberman, mientras la elite de AIPAC anima a Bush para que siga con la guerra, ignorando el estiércol y la sangre de la tortura.
Rumsfeld, hábilmente, ha vinculado su futuro a sus compañeros sionistas del Pentágono y del exterior, en la confianza de hacer carrera agarrado a los faldones de sus abrigos y de recoger los beneficios del apoyo del poderoso lobby judío y de sus líderes en el Estado de Israel, que se esconden detrás de ellos, ya que tiene pocos aliados influyentes que no pertenezcan a ese grupo.
Conclusión
A fin de cuentas, incluso si Wolfowitz, Feith, Abrams, Rubin, Libby y la actual camada de sionistas en el Pentágono se vieran obligados a dimitir ello sólo supondría un revés pasajero. Las organizaciones políticas sionistas se mantienen intactas, conservan su aplastante influencia en el Congreso y tienen la promesa de los dos principales candidatos a la Presidencia de que “ La causa de Israel es la causa de Estados Unidos” (Bush y Kerry). El gigante sionista ha dado una vuelta de tuerca al asegurar sanciones contra Siria y pedir el bombardeo de las supuestas instalaciones nucleares de Irán. Si no se pueden encontrar amenazas reales para Estados Unidos es probable que la nueva cosecha de sionistas en el poder cocine otro “pretexto consensuado”. Holbrooke y Sandy Berger pueden aconsejar a EE.UU. en guerras multilaterales de agresión.
Mientras tanto, los que todavía niegan el poder del sionismo en la política exterior estadounidense, sólo tienen que leer los informes de la conferencia de AIPAC celebrada en Washington en mayo de 2004. En un momento en el que Israel asesinaba niños en las calles de Rafah y destruía centenares de casas ante los aterrorizados ojos del mundo civilizado; mientras un indignado Consejo de Seguridad al fin se ponía firme y condenaba unánimemente a Israel, los líderes del Congreso estadounidense y los dos candidatos a la Presidencia prometían apoyo incondicional a Israel, entre los aplausos sanguinarios de agentes de bolsa, dentistas, médicos y abogados – la crema de la crema de la sociedad judía estadounidense. “La Causa de Israel es la Causa de Estados Unidos” se oía de la boca de los dos candidatos mientras los bulldozers de Israel arrasaban casas y los francotiradores disparaban a niñitas cuando iban a comprar caramelos. Da la impresión de que Sharon ha querido demostrar el poder de los sionistas en EE.UU. al planear que la vil destrucción de Rafah coincidiera con la convención de AIPAC y con la asquerosa imagen de los débiles políticos estadounidenses apoyando los crímenes contra la humanidad que se estaban cometiendo. Ni una sóla voz se ha elevado para protestar aunque fuera débilmente. Quienes afirman que los sionistas no son más que uno entre los muchos influyentes lobbies, tienen que dar explicaciones sobre el apoyo incondicional que los más poderosos políticos de Estados Unidos prestan al genocidio que lleva a cabo Israel con el pueblo palestino.
Resulta casi un placer morboso contemplar a Sharon untar con la mierda y la sangre derramada en Rafah las serviles caras de los políticos estadounidenses, que unos y otros se lo merecen. Pero para quienes somos partidarios de una política exterior anti-imperialista, constituye uno de los más humillantes momentos de la historia de los Estados Unidos. Algo que no leeremos en las denuncias de Hersh ni en los eruditos tratados sionistas que defienden guerras sin fin.
Notas
(*) Seymour Hersh, Torture at Abu Ghraib: American soldiers brutalized Iraqis. How far does responsibility go? (Torturas en Abu Ghraib: soldados estadounidenses tratan como animales a los iraquíes. ¿Hasta dónde llegan las responsabilidades?) , New Yorker, 10 de mayo de 2004. The Gray Zone: How a secret Pentagon program came to Abu Ghraib ( La zona oscura: de cómo un Programa secreto del Pentágono se aplicó en Abu Ghraib, New Yorker, 25 de mayo de 2004; Mixed Messages: Why the government didn’t know what it knew (Posturas duales: ¿Por qué el gobierno no supo lo que se sabía?), New Yorker, 3 de junio de 2004).
1 The American Israel Public Affairs Commitee: Grupo de presión pro-israelí de gran influencia en EE.UU.
2 Periódico pro-israelí de gran influencia en los medios judíos estadounidenses. Creada en 1897, originalmente se publicaba en yiddish
3 Organización creada en 1913 para combatir el antisemitismo. Funciona como grupo de presión sionista.
4 The American Jewish Commitee. Creado en 1906, defiende los intereses de Israel y las comunidades judías de todo el mundo.
5 En el original goyim, que en hebreo designa a los no judíos o gentiles.