Desde hace muchos años venimos diciendo de mil maneras que la lucha contra la corrupción reclama de una política de Estado contra ese flagelo muy precisa y de largo aliento, cuyo primer y más importante soporte debe ser una legislación que abra la posibilidad cierta para que la participación del pueblo sea una realidad, de manera que éste no sólo disponga de canales efectivos y eficientes para denunciar hechos de corrupción, sino que se le garantice que sus denuncias no se le reviertan con la venganza artera por parte de quienes sean señalados como dilapidadores y ladrones de los dineros y bienes públicos, pues bien sabemos que quienes roban o son sus auspiciadores, generalmente, ocupan altas posiciones de poder o hacen parte de su entorno más cercano y lo que resulta más que obvio, hacen hasta lo imposible para no dejar rastro alguno de sus fechorías.
Se hace necesario que la legislación consagre lo que, en otros países, se le conoce como “protección a testigos”. La Asamblea Nacional sancionó en 2006 una ley con esa previsión, pero entendemos que solamente para casos penales que se encuentran en proceso por ante los tribunales del país. Nos faltaría aquella otra dirigida exclusivamente a la protección de testigos frente a ilícitos administrativos que investiga o deba investigar la Contraloría General.
Creemos, por otra parte, que eso sólo no bastaría. Hay que reexaminar con el mayor rigor la posibilidad de rescatar algunos procesos de control preventivo por parte de nuestra máxima institución del control, como lo es la Contraloría General, que fueron eliminados de nuestra legislación, mientras que en el país se imponían las políticas neoliberales que hicieron su entrada de la mano de la dupla adeco-copeyana en la década de los noventa, como parte de lo que acordó el imperio estadounidense para el mejor manejo y control de los países, cuyas economías mantenía bajo su tutela y que se le conoce como el “Consenso de Washington”.
Efectivamente, para finales de 1996 se modifica la ley de Contraloría y allí se decide trasladar el ejercicio del control previo a los propios entes de la administración central, con lo cual, más allá de que quienes coordinarían dichas actuaciones debían ser elegidos por concurso, los costos del mantenimiento de sus equipos y estructuras, corrían a cargo del ente sometido a ese control, con lo cual la efectividad de sus fiscalizaciones, en términos de la mayor y más firme integralidad, no era posible garantizarla. En síntesis y sin que tengamos que exagerar, se perdía todo intento serio de control que fuera al fondo de los asuntos trascendentes y se retomaba con esas “nuevas entidades”, el control numérico y documental en tanto esto último no representara una traba en el interés porque todo se resolviera “satisfactoriamente” en el término de la distancia, lo que, por supuesto, en nada ha contribuido a garantizar el transparente uso de los dineros públicos y, menos aún que se pagaran solo y únicamente precios justos y razonables.
De manera que a ojos vista, esas estructuras de control se han convertido en apéndices de la burocracia administradora a la que deben fiscalizar y sus responsables, en muchos casos, han devenido en sujetos poco proclives al ejercicio riguroso de responsabilidades contraloras y, en otros, en sujetos genuflexos ante los respectivos jerarcas gubernamentales.
Esos procesos de prevención aplicados a la administración central, es decir, los controles previos al gasto y al pago, en nuestra opinión, coadyuvaban, sin la menor duda, a disminuir, en gran medida, las prácticas corruptas de inflar, sin medida alguna, los costos y precios de los contratos o de incurrir en la malversación, pero, como hemos dicho, se optó por echarlos al cesto de la basura y eso ocurrió, lo reiteramos, junto con la imposición de las políticas privatizadoras, que fueron implementadas en el marco de unos mecanismos de licitación, sobre los cuales no creemos que hubo transparencia alguna en aquello de seleccionar o escoger, por ejemplo, a quien o quienes serían los potenciales oferentes en cada caso. ¿Estuvieron todos los que debían estar o los seleccionados lo fueron por efecto de una información incompleta, vaga y/o divulgada en medios de baja circulación con letra ilegible?
Así vemos cómo se entregaron a precios de gallina flaca bienes y empresas públicas de muy alto valor, entre las cuales recordamos a: VIASA, CANTV y SIDOR.
Se borran pues, de nuestras leyes de fiscalización y control dichos mecanismos previos de revisión y eso, obviamente, tenía como objetivo dejar hacer, dejar pasar (laissez-faire, laissez-passer). Las pantomimas de las «licitaciones», privaban al máximo órgano contralor de determinar si los valores reconocidos en esos actos eran o no justos y razonables. De otra parte, quedaba bien en claro que los grandes y tradicionales contratistas del Estado, que históricamente eran sus eternos beneficiarios, se les dejaba a la libre para que impusieran sus condiciones y sus costos, sin ningún tipo de restricciones.
El gran capital, en concierto con los gobiernos cipayos del momento, maniobraron para imponer esos modelos neoliberales de gestión, que lo único que trajeron a nuestros pueblos latinoamericanos y caribeños, fue hambre, miseria y desolación, así como hoy vemos que ocurre en los países del primer mundo, con la mayor crisis económica que han sufrido después de la debacle de los años treinta del siglo pasado. Grandes empresarios a base de la trampa y del engaño incrementaban sus ya incalculables fortunas, sin importarles que sus disfraces corporativos se hicieran añicos, como sucedió con la gigante Enron y con algo más de 200 mil otras empresas que por iguales causas fraudulentas se fueron a la quiebra en menos de dos años.
Es necesario que digamos que esos mecanismos preventivos de control en absoluto se constituyeron en trabas para una eficiente gerencia, como nos parece recordar que fue uno de los mayores argumentos para liquidarlos. Operaban y de desarrollaban bajo la exclusiva responsabilidad de un órgano autónomo e independiente del poder ejecutivo y de los otros poderes del Estado, como es la Contraloría General. Nada diferente a aquello que se esgrimió para privatizar todo lo público, fue lo que privó para hacer desaparecer el control previo de esa institución: “el Estado (la Contraloría es parte de ese Estado) es un pésimo administrador, en tanto que el sector privado es todo lo contrario….” ¡Qué ironía…!, pues hoy vemos que ese Estado, catalogado hasta ayer de ineficiente, hoy le llaman y le imploran para que asuma el control del gran capital que se derrumba, nada menos que en los países del primer mundo, donde hasta ayer no más se sostuvo con la mayor complicidad e irresponsabilidad, que en manos sólo de lo privados y del mercado, era posible la construcción del mundo de la justicia y de la mayor felicidad para todos.
Fuimos actores corresponsables del control previo del gasto en este país, durante varios años (1961/85), diríamos que hasta muy pocos años antes de que se eliminara y se sustituyera por mecanismos que debían asumir las oficinas de control interno de las distintas dependencias estatales y por ello podemos afirmar, con conocimiento de causa, que la Contraloría General no solamente y con sentido de la mayor racionalidad exoneró del control previo a proyectos hasta determinados montos, para evitar así los embudos y retardos en asuntos que debían ser solucionados de manera rápida, sino que a lo interno estableció procedimientos y mecanismos bien rigurosos para garantizar, por ejemplo, que sus funcionarios revisores no engavetaran expedientes, por la vía del uso obligatorio de la hoja de ruta, lo cual permitía que las gerencias sectoriales respectivas, en todo momento, supieran en qué instancia se encontraba el expediente, así como la razón de una posible y extraña demora. A ese dispositivo de auto control, el que se le fiscalizaba de modo permanente, se le agregó, como un paso sumamente importante para garantizar que no fuese manipulada la referida hoja de ruta, el informe diario de los casos en tramitación ante el propio Contralor General, acompañados, en toda circunstancia, de un resumen de las actuaciones y su respectivos balances en cifras (proyectos ingresados y sus montos, respondidos y los pendientes, así como las causas de su retardo, las que no podían ser otras que pequeñas fallas, subsanables).
Aquellos expedientes relativos a proyectos de gastos o compromisos que permanecían más de una semana y hasta tres, como máximo, para los más complejos, como pudiera ser, por ejemplo, la contratación de una obra pública de envergadura (2) o la adquisición de inmuebles ubicados fuera del área metropolitana de Caracas, o la aprobación de la compra de bienes manufacturados, sobre los cuales se imponía un control perceptivo con la colaboración de expertos y/o el concurso de los análisis de laboratorio, en esos informes diarios debían ser explicadas, de modo claro y preciso, las causas de las tardanzas y las fechas previstas para su final conclusión. Es de destacar que las órdenes de pago no podían permanecer más de 48 horas en tramitación y en ese lapso tenían que ser aprobadas o improbadas, lloviera, tronara o relampagueara…
Hoy en día, con los grandes avances de la tecnología de la informática, esos mecanismos de auto control no solamente resultarían sumamente sencillos de implementar, sino que ofrecen la total garantía de éxito en el cumplimiento de objetivos de control expedidos, absolutamente transparentes y en el menor tiempo posible, lo que antes jamás podíamos haber logrado, por más esfuerzo y voluntad que hubiéramos tenido.
Nos corresponde precisar que en absoluto se puede inferir de lo señalado, que sustentamos la tesis de que en la IV República los funcionarios del máximo órgano del control público fueron impolutos y jamás incurrieron en conductas indebidas. En absoluto se nos ocurre afirmar eso, pues si bien muchas dependencias de esa máxima institución del control actuaron diligentemente y sin temor alguno en el cumplimento de sus competencias en las tareas fiscales de rutina, así como en materia de investigaciones y averiguaciones administrativas, sí se dieron unos cuantos casos como el sucedido en el Centro Simón Bolívar durante el gobierno de CAP I, donde su presidente, Diego Arria, adquirió con escandalosos sobreprecios autobuses por miles y, entre otros desaguisados, compró terrenos en la Vega y Antímano a precios de oro y no obstante las pruebas contundentes de irregularidades que fueron acopiadas durante las respectivas investigaciones que lo señalaban como el mayor responsable de tales ilícitos, las más altas autoridades de la institución de entonces, maniobraron con abogados contratados "ad hoc" que les facilitaron la elaboración de fallos que lo liberaron de toda responsabilidad. Sucedieron, además, los mayores desmanes durante el quinquenio Lusinchista, cuando la Contraloría General fue literalmente tomada por las huestes de Acción Democrática que hicieron todo cuanto quisieron para burlar los mecanismos de fiscalización en perjuicio de los dineros y bienes públicos. Por ello está inscrito ese momento histórico como uno de los más nefastos para el ejercicio del control público en Venezuela.
Después de catorce (14) años sin el control previo por parte de la Contraloría General, al margen de que en teoría -repetimos- se le practica en cada institución del Estado por parte de oficinas manejadas por funcionarios que cobran de sus nóminas y disfrutan al igual del resto de los funcionarios del beneficio de los bonos y primas que suelen las gerencias acordar de tanto en tanto, con lo cual la tal autonomía que deberían tener tales dependencias, tiende a resquebrajarse, en perjuicio de un riguroso control, como debe ser.
Por supuesto, se hace obvio e indispensable, que se adelante una rigurosa e imparcial evaluación de estos catorce años sin el control previo de un organismo externo, independiente y autónomo como lo es la Contraloría General, para determinar si esa modificación de Ley en materia del control contribuyó a disminuir los ilícitos en el manejo de los recursos públicos o, si por el contrario, los potenció, como pareciera ser lo que, por desgracia, ha venido sucediendo.
En lo personal, nos atrevemos a garantizar que dicha evaluación terminaría por recomendar que, dentro de la mayor urgencia, se retome el sistema de los controles preventivos por parte de la máxima instancia de control en el país, la Contraloría General de la República. Ello desataría muchos disgustos, lo entendemos, sobre todo en quienes nada quieren con los controles, pero no nos cabe duda alguna de que si esa reacción se produce es porque nada bien anda por las arcas gubernamentales…
Dejamos, pues, esta inquietud para la consideración de quienes tienen en sus manos la posibilidad de entregarle a los venezolanos una buena estrategia global que le haga frente, con la seguridad del éxito, a la desatada corrupción que tomó al país por asalto desde hace muchísimos años.
A la revolución le corresponde dar pasos muy seguros y expeditos para extirpar de raíz ese flagelo de la corrupción que le es totalmente incompatible con su maravilloso proyecto de construir una patria digna, donde brille la justicia social y los privilegios no sean más que asuntos de un pasado oscuro al que jamás debemos regresar.
(1) http://es.wikipedia.org/wiki/Consenso_de_Washington
(2) La Oficina de Análisis de Costos fue dotada de un banco de datos de costos (por regiones) digitalizado, en el marco de un buen software con absoluta garantía de seguridad y con la posibilidad efectiva de hacer modificaciones siempre que éstas estuvieran no solamente justificadas mediante informes técnicos refrendados por expertos, sino luego de que recibieran el visto bueno de una Comisión de alto nivel de la propia Contraloría, designada a esos fines.
oliverr@cantv.net