El asunto no tiene nada que ver con la marginación forzada, pues, los marginadores del pueblo son los que más han instrumentado el desmadre. Las veinte familias mantuanas que se adueñaron de este país, lo hicieron con astucia e intrigas, cuando no a sangre y fuego. Y sus descendientes, ampliados con ocho generaciones, convirtieron tal perversión en orgullo de casta.
A esos que forman el jet set histórico, se les sumó toda una banda de comerciantes, tan facinerosa como ellos, pero sin la tradición familiar. Lo hicieron a la sombra de la política que democratizó el bandidaje. Lo que llaman ahora boliburguesía es la anterior adecoburguesía. Su incontinencia logró, que una parte inmedible pero muy notoria de la población, asimilara la transgresión como forma de vida.
Tal vez fue por eso, y por la asombrosa incapacidad de nuestra justicia, que un Maisanta haya sido, no sólo el último hombre a caballo, sino aquel que, aún niño, salió a cobrar el deshonor con una escopeta. Encochinado el cielo el malandraje devino ángeles.
Por eso banalizamos la corrupción. Es un verdadero horror ver la Asamblea Nacional. Son numerosos los señalados como ladrones, canallas y viciosos, sin que suceda nada, más allá de un patético ¡agárrenme que lo mato! Es como una torpe comedia triste, donde unos cómplices por aquí denuncian a otros cómplices por allá, con una moraleja: si todos somos corruptos nadie es corrupto.
Es verdad que hay que ser bien sinvergüenza para gritarle corrupto al que se le atraviese, mientras se está sentado con Caldera, Mardo, Cocchiola y ese llamado Mazuco. Pero ¿qué significa el “cadivismo” denunciado por el Presidente? Lo pregunto porque lo que interesa, en la construcción de una nueva sociedad, no es saber a qué bandoleros entregaron los 22.000 millones de dólares, sino quiénes lo hicieron.
Este proceso está cometiendo una temeridad (digo yo): tiene absurdamente aguantado el nacimiento de una nueva sociedad, la sociedad comunal, para mantener viva la vieja corrompida que tenemos, dedicada a la usura. ¡Ay Gramsci!