La corrupción parecía un mal menor. Como escribió aquellos años Maquiavelo, "que el príncipe no se preocupe de incurrir en la infamia de estos vicios, sin los cuales difícilmente podrá salvar al Estado". Cuando Cristóbal Colón se lanza a la conquista de América, no puede hacer otra cosa que exclamar: "El oro, cual cosa maravillosa, quienquiera que lo posea es dueño de conseguir todo lo que desee. Con él, hasta las ánimas pueden subir al cielo".
La España de Lerma Si hay un periodo histórico donde la ilegalidad se extendió como una mancha de aceite en España fue el que va del siglo XVI al XVIII. Mateo Alemán, autor de la novela picaresca Guzmán de Alfarache, cuenta cómo todos compraban cargos con el único fin de sacarles provecho. "Para afanar prebendas todos están dispuestos a derrochar miles de escudos, pero antes de dar ni un cuarto de limosna a un mendigo, le hacen procesar". La corrupción es un cáncer que está asumido por la mayoría. Sancho Panza, en El Quijote, exclama: "Yéndome desnudo, como me estoy yendo, está claro que he gobernado como un ángel".
Para Alfredo Alvar, profesor de investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y autor del libro El duque de Lerma, corrupción y desmoralización en la España del siglo XVII (Esfera de los libros), "los mecanismos de la corrupción son universales pero en España se celebra como herencia de la picaresca española. La aceptación de la corrupción es una construcción cultural y, desgraciadamente, en España queda hasta simpática".
Alvar describe así la que llama burocracia patrimonial de la época. "La selección de las personas no se basaba en la capacitación técnica; los sueldos estaban fijados, pero se podían alterar graciosamente por la vía de la merced real; todo podía ser susceptible de caer bajo el control de uno solo que se sirviera de la ley para sus intereses particulares; el servidor real no era el más cualificado, sino el que ponía la mejor sonrisa a quien le hubiera de nombrar. También había una dominación legítima, implantada por la vía tradicional de las costumbres, (o, lo que es lo mismo, lo del ‘siempre ha sido así’) y la que llegaba por la vía carismática, según la cual el que ejerce el poder tenía entre sus subordinados un halo de santidad (Isabel la Católica), de heroísmo (el Cid) o de ejemplaridad. En todos los casos, los poderosos cubrían sus necesidades por medio de la donación y la tentación del soborno". En concreto, el duque de Lerma tenía potestad y poder de hacer favores a quien quisiera. Hoy en día sería el equivalente de un mafioso. "En esa época era incluso peor que hoy, porque había una clara manipulación del poder judicial", apunta Alvar. La otra diferencia era el concepto de familia, en nombre del cual se podían romper las reglas. "Por ejemplo, no se veía mal forzar la ley para ayudar a un familiar. Era normal que un duque se prodigara en esfuerzos para ayudar a su hijo. Era algo que había que hacer", señala.
El absolutismo podrido Thomas Carlyle una vez escribió: "Hay épocas en las que la única relación con los hombres es el intercambio de dinero". Parece que esta definición encaje a la perfección con la monarquía absoluta del ancien régime francés. Luis XIV en sus memorias reconocía que "no hay gobernador que no cometa alguna injusticia, soldado que no viva de modo disoluto, señor de tierras que no actúe como tirano. Incluso el más honrado de los oficiales se deja corromper, incapaz de ir a contracorriente". En particular, destacan dos figuras eclesiásticas muy discutidas: Mazarino y Richelieu. Montesquieu definió a este último como "el peor ciudadano de Francia". Y Colbert, que fue el ministro del Tesoro, en una carta a Mazarino escribió textualmente: "Para vuestros cargos de intendente no he encontrado ningún adquirente que haya querido cerrar a doce mil escudos".
La Revolución Francesa, con la llegada de Robespierre, conocido como el Incorruptible, trajo un aire fresco que duró muy poco. Incluso el jacobino Saint-Just se vio obligado a reconocer que "nadie puede gobernar sin culpas". El régimen de Bonaparte siguió la estela de corrupción de la monarquía anterior. Napoleón solía decir a sus ministros que les estaba concedido robar un poco, siempre que administrasen con eficiencia. Pero, sin lugar a dudas, el más corrupto de todos fue Talleyrand. El emperador francés decía de él que era "el hombre que más ha robado en el mundo. Es un hombre de talento, pero el único modo de obtener algo de él es pagándolo". Su lista de abusos llenaría páginas y páginas.
Burguesía desenfrenada La llegada del capitalismo y de la revolución industrial aumentó las relaciones comerciales y, al mismo tiempo, las prácticas ilegales. Madame Caroline, protagonista de la novela El dinero, de Émile Zola, publicada a finales del siglo XIX, hace un retrato sin piedad de las costumbres de la época: "En París el dinero corría a ríos y corrompía todo, en la fiebre del juego y de la especulación. El dinero es el abono necesario para las grandes obras, aproxima a los pueblos y pacifica la tierra". Adam Smith, el máximo teórico del liberalismo, tuvo que admitir que "el vulgarmente llamado estadista o político es un sujeto cuyas decisiones están condicionadas por intereses personales".
En este periodo, se suponía .PIERGIORGIO M. SANDRI que la llegada de una nueva clase social al poder podía traer mayor transparencia y evitar los abusos anteriores, perpetrados por la nobleza. Porque, diga lo que se diga, el hecho de ser ricos no le había impedido a las élites, a lo largo de los siglos anteriores, robar (o comprar cargos y títulos). Pero la realidad es que tampoco la burguesía iluminada pudo evitar caer en la tentación de usar la política para su enriquecimiento personal. Alexis de Tocqueville sostenía que "en los gobiernos aristocráticos, los hombres que acceden a los asuntos públicos son ricos y sólo anhelan el poder; mientras que en las democracias los hombres de Estado son pobres y tienen que hacer su fortuna". A costa del Estado, claro.
La cangrena de los totalitarismos En el siglo XX, la llegada de los totalitarismos no hizo otra cosa que reforzar las prácticas delictivas de los gobernantes. Con el fascismo la corrupción entra a formar parte del funcionamiento del Estado. Pero incluso los estados demócratas, ocupados en sus políticas coloniales, no se libraban de la lacra. Winston Churchill dijo que "un mínimo de corrupción sirve como un lubricante benéfico para el funcionamiento de la máquina de la democracia". Y, al referirse a las colonias, Churchill cínicamente resumió esta política expansionista de forma rotunda: "Corrupción en la patria y agresión fuera, para disimularla". Cecil Rhodes, el saqueador de África para los británicos, tenía una máxima siniestra y muy reveladora sobre la política colonial: "Cada uno tiene su precio".
En la actualidad, con la consolidación del Estado de derecho, se supone que el fenómeno debería estar bajo control, gracias a una mayor transparencia. Y que, por lo menos, la corrupción debería ser mal vista y tener cierta reprobación social. Pero es imposible no acordarse de una frase inquietante del antiguo presidente francés François Mitterrand: "Es cierto, Richelieu, Mazarino y Talleyrand se apoderaron del botín. Pero, hoy en día, ¿quién se acuerda de ello?"
El 12 de enero de 1824, el Señor General Simón Bolívar, Dictador plenipotenciario del Perú y Presidente de Colombia decreta la pena de muerte para todos los funcionarios públicos que hayan "malversado o tomado para sí" parte de los fondos de la nación, medida que tomó con el fin de reducir el mal de la corrupción en la entonces Gran Colombia.
A continuación el Decreto emitido por el Libertador desde el Palacio Dictatorial de Lima.
Teniendo Presente:
1°–Que una de las principales causas de los desastres en que se han visto envuelta la República, ha sido la escandalosa dilapidación de sus fondos, por algunos funcionarios que han invertido en ellos;
2°–Que el único medio de extirpar radicalmente este desorden, es dictar medidas fuertes y extraordinarias, he venido en decretar, y
Decreto:
Artículo 1°–Todo funcionarios público, a quien se le convenciere en juicio sumario de haber malversado o tomado para sí de los fondos públicos de diez pesos arriba, queda sujeto a la pena capital.
Artículo 2°–Los jueces a quienes, según la ley, compete este juicio, que en su caso no procedieren conforme a este decreto, serán condenados a la misma pena.
Artículo 3°–Todo individuo puede acusar a los funcionarios públicos del delito que indica el Artículo 1°.
Artículo 4°–Se fijará este decreto en todas las oficinas de la República, y se tomará razón de él en todos los despachos que se libraren a los funcionarios que de cualquier modo intervengan en el manejo de los fondos públicos.
Imprímase, publíquese y circúlese.
Palacio Dictatorial de Lima, a 12 de enero de 1824– 4° de la República.
Por orden de S. E.,
SIMON BOLIVAR
Decretos del Libertador. Publicaciones de la Sociedad Bolivariana de Venezuela, Tomo I (1813-1825) pag. 283. Imprenta Nacional, Caracas, 1961.
La pena de muerte para los actos de corrupción se mantuvo durante 39 años. Su abolición legal sucedió en 1863, bajo la presidencia de Juan Crisóstomo Falcón, con el decreto de Garantías, que será recogido en la nueva Constitución de 1864. Desde esta fecha, la prohibición de la pena de muerte ha estado inscrita en todas las constituciones de la República,
¿Un mal necesario?¿Qué conclusiones sacar de este breve recorrido histórico? Según Carlo Brioschi, la corrupción "es un fenómeno inextirpable porque respeta de forma rigurosa la ley de la reciprocidad. Según la lógica del intercambio, a cada favor corresponde un regalo interesado. Nadie puede impedir al partido en el poder que se cree una clientela de grandes electores que le ayuden en la gestión de los aparatos estatales y que disfruten de estos privilegios. Es algo natural y fisiológico". Pero, lamentablemente, se trata de una excepción. Como dijo Tomás Moro: "Si el honor fuese rentable, todos serían honorables".