Recurrir al tema de la corrupción como arma política es una aberrante conducta que conspira abiertamente en contra de cualquier propósito serio y decidido, sea del signo que sea, que apunte a enfrentar los graves delitos que se cometen con los dineros y bienes públicos. De allí que deploramos y condenamos a quienes recurren a dicha estrategia, pues la misma sólo contribuye a que la impunidad campee a sus anchas y con ello a potenciar aún más la corrupción.
La oposición en su arremetida feroz contra el gobierno lo utiliza para generar la matriz de opinión de que Venezuela se debate en un lodazal de hechos de corrupción a todos los niveles sin que podamos advertir que en algún momento haya presentado evidencia alguna que demuestre siquiera un palmo de ese tal grado de deterioro moral de nuestras instituciones. Sin embargo, es bien interesante observar que a la par de que persiste en esa campaña de desprestigio, pareciera olvidar que la corrupción requiere, al menos, de dos actores, el que recibe la coima y quien la entrega, pero sorprende en alto grado que ante esa realidad indiscutible, guarde el mayor de los silencios.
Pero más allá de esa forma de hacer política, posiblemente explicable para una oposición que no ha sabido articular un proyecto de país alterno al que se construye bajo el ideario bolivariano y los principios fundamentales del pensamiento socialista auténtico, en donde la igualdad, la justicia y la solidaridad no solamente deben ser los pilares fundamentales del desarrollo de nuestro pueblo, sino la garantía plena de su soberanía e integridad, se hace obligante que en las instancias y cuadros donde se impulsa esta nueva realidad venezolana, impere la racionalidad y la convicción de que en la zancadilla y en la falacia no pueden sustentarse los esfuerzos, cualquiera que éstos sean, para el avance de nuestro proyecto político. Toda conducta que se apuntale en semejantes eslabones hay que denunciarla y execrarla de la praxis de la revolución, la cual debe ser a todo evento prístina y abonada sólo y únicamente en la verdad verdadera.
Hemos sido consistentes en la prédica de que la corrupción hay que atacarla sin piedad, provenga de donde provenga, independientemente del poder político o económico que tenga la persona o los grupos que sean señalados. También hemos dicho que quienes incurren en delitos de corrupción jamás dejan huellas y ante esa verdad de “Perogrullo” la única opción que queda es la de admitir las denuncias que se formulen como indicios de posibles irregularidades y que sean las propias investigaciones las que determinen si son o no falsas. Igualmente, hemos sostenido la tesis de que el corrupto es como el traficante de estupefacientes que intenta evadirse bajo muchos disfraces, pero que tiene en común con éste último en que hace ostentación de su riqueza, por lo que descubrirlo siguiéndole el rastro, no pareciera resultar una tarea difícil y menos imposible.
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