“Sino no lo hiciereis, o en ello dilación maliciosamente pusiereis, certificoos que con la ayuda de Dios yo entraré poderosamente contra vosotros y vos haré guerra por todas partes y maneras que yo pudiere, y os sujetaré al yugo y obediencia de la Iglesia y de Su Majestad y tomaré vuestras mujeres e hijos y los haré esclavos, y como tales los venderé, y dispondré de ellos como Su Majestad mandare, y os tomaré vuestros bienes y os haré todos los males y daños que pudiere”
Este Requerimiento es el que los asesinos conquistadores le leían a los indios antes de cada arremetida militar.
Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina.
Se introdujo en nuestro hogar de la forma más amable y seductora. Conquistó nuestros corazones como lo hizo el abuelo venerable. Nos condujo en su regazo como el padre y la madre con la infinita seguridad que inspira el útero materno. Nos erizó la piel de puro amor con su tez de bebé. Exaltó nuestro ánimo como el tío pendenciero, rebelde y cómplice. Trajo todos los regalos del mundo, pero no nos permitió tocarlos. Mostró con alarde de artificios su interminable bazar. Nos embarcó en una repugnante gula hasta que nuestra casa naufragó indigestada vomitando borbotones de aparatos fútiles y agresivos. Nos paseó por los más inquietantes escenarios de irreverencia como el hermano intrépido, al límite de lo prohibido. Mezcló los extremos, y nos precipitó en barrena, entre la amargura y la felicidad. Exhibió de las mil y una maneras posibles, el fin de esta maravillosa creación y con ello claudicó toda aspiración y nos dictó la suya con la simulación del desprendimiento. Limitó el mundo al circuito de los consumidores enajenados. Nos enseñó también, a desconfiar de nuestros sentimientos. Nos enclaustró en el yo repelente y nos degradó tanto que empezamos a prostituirnos con los vicios que manaron de nuestra propia cama, aderezada con drogas y armas. Nos dijo que de ahora en adelante lo bueno era malo y lo malo era bueno, e inexplicablemente todo cambió ante nuestros ojos incrédulos, pero como en un sueño, aquello pasó a ser lo normal. Libérrimamente expresó su opinión haciéndonos creer que era la nuestra y de paso, la única. Y un día nos decapitó a sangre fría en la más horrible orgía de degüellos y barbarie. Destajó nuestros cuerpos y los convirtió en un espectáculo en vivo el cual, además, nos vendió. Desde ese entonces deambulamos por nuestra casa como fantasmas, adorando el altar en donde expuso nuestras cabezas con la mueca de la muerte. Impuso la confusión y la aprovechó. Nos acostumbró a la sangre y al lenguaje podrido de los mercenarios en las degollinas. Nos maquilló con el profesionalismo del mismísimo demonio. No nos reconocemos y tropezamos constantemente. Andamos ciegos, con la ira que produce el desamor de los extraños. Ahora estamos sometidos a una nueva esclavitud que no sabemos en qué clase de abyectos criminales nos convertirá. Y todo esto lo hizo para quedarse con lo que en una lucha justa no hubiese podido conquistar, no por defender el dinero que perseguía, sino por el valor de preservar la preciosa herencia que nos encomendaron nuestros ancestros y el mapa del tesoro que legaremos a las generaciones futuras: nuestros amados nietos.
Pedimos ayuda a las victimas, nuestros hermanos, para disponer del tiempo de un tiempo suspendido, aquel que el niño acorralado pide para recuperarse en el juego de la supervivencia. Un tiempo humano, para empezar a curar los tajos, las mutilaciones y la degeneración que produjo esa carnícera guerra intestina, a la cual asistimos para matarnos entre nosotros, viéndonos con los ojos del verdugo. Despotricando en contra de los aposentos de nuestro hogar, maldiciéndolos como si fuera la casa del asesino de nuestro padre.
Queremos recoger los destrozos, los pedazos. Tender las camas con la ternura y la calidez con que las mujeres de nuestro pueblo impregnan sus faenas cotidianas, y que nuestros niños vuelvan a la escuela con sus sueños naturales. ¡Que cesen por Dios, los ataques indiscriminados, masivos, constantes, crueles, sistemáticos, desproporcionados y despiadados de los medios de comunicación privados! Las empresas que nos vendieron el engaño al precio del mercado y nos convencieron de pagarlo con la muerte prematura de nuestros hijos e hijas. Por fin hemos caído en cuenta de que ellos son la avanzada mas desquiciada del odio del enemigo. Que tenemos a un hostil morando en el santuario de nuestra intimidad, que se nos coló tan perverso como cruel por la ductilidad de nuestras ingenuas neuronas. Movido por el desprecio que sienten hasta el asco. Escupen en nuestros rostros, y quisieran exterminarnos de la faz de la tierra porque al final con nuestra presencia les recordamos su cobarde debilidad.
¡Que lo oigan de nuestra voz lacerada, pero legitima! Nos lo quitaron todo por la miseria del dinero que codician para satisfacer su inagotable sed de acumular. Pero no lograron quitarnos la dignidad, a pesar de todas las agresiones mediáticas, a pesar del inmenso poder del que hacen gala, a pesar de haber descubierto tecnológicamente el modo manipular nuestras ideas y nuestras emociones. Todo ello no ha podido opacar la brillantez de este pueblo, cuyo origen está íntimamente emparentado a la libertad en su estado puro y por lo cual, sus miserables propósitos, jamás se tropezarán con el éxito definitivo. Habrán de envanecerse con la sensación de victorias obtenidas por ejércitos de faranduleros, producto de sus campañas publicitarias y sus estrategias comunicacionales, porque en el fondo no conocen este pueblo, y la campaña final, jamás podrán diseñarla. Los códigos de la cultura bolivariana les está negado descifrar. Oigan la orden de nuestra voz autorizada por el poder de esta geografía, de sus hombres y mujeres que ya expulsaron a un imperio, pues en un momento inminente impondrá la justica. Las cuevas de los palangristas despiden la hedentina de la traición a la patria y en consecuencia recibirán la visita del pueblo para imponer la justicia.
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