En África y América había adquirido un nuevo modo de ver la vida. Estos países viejos, de pasado secular, parecían siempre un tanto declinantes, marchitos. ¿Sería cuestión de clima? ¡Qué abundancia y qué fertilidad la de los plantíos de Gallego! Y allí, además, no había leyes ni tasas…
Sintió una repentina añoranza de Gallego, con sus palmares bajo la luna, con las luces del "Fortuna" encendidas en el río… También habría sido grato beber un buen vaso de ron en el patio de Cibo, en Regla. Y el tabaco… ¿Qué entendían en Europa de tabaco? ¡El rapé! Una tufarada momentánea y nada más… Encendiendo uno de sus cigarros. ¡Ah, La Habana! Allí sí que se sabía lo que era la opulencia… Lentamente se volvió al hostal. Una figura plañidera le seguía implorando una limosna. Recordando a Fray François, puso una piastra en manos del mendigo.
La ciudad tenía, en la espléndida mañana agosteña, un aspecto casi embrujado. Sus piedras parecían emanar una claridad rojizo-violácea. Nunca había visto cosa más bella que la catedral y el baptisterio aislado en medio de la plaza. Ahora se comprendía la inclinación de la torre. Era el último toque de belleza, dado por la mano de un hechicero del arte. Nada podía compararse con aquello… Aspiró a pleno pulmón el fresco aire matutino. Refrescóse la cabeza en la fuente.
Y la senilidad entró del brazo con la juventud bajo las frescas bóvedas de la columnata que circula el cementerio. Luces y sombras se alternaban sobre las hierbas que crecían bajo los pórticos y parecían fingir variables recuerdos de dolores y alegrías.
En aquella ciudad jamás se perturbaría el pasado. El anciano descansaría sereno bajo la tierra, entre los tranquilos muros cubiertos de trepadoras. Una vez Bonnyfeather había dicho, encubriendo suave mordacidad bajo una chanza amable:
Su nasal hablaba de que la tierra de aquel lugar había sido llevada desde el Calvario:
—Ya lo sé. Pero yo ando buscando una tumba.
—Si es nueva, sabré dónde está—dijo el desconocido—
Pocos son los que pueden permitirse el lujo de ser enterrados aquí—añadió, con extraño orgullo.
—Se remonta a cosa de un año.
—¡Ya! Es la del anciano mercader. Fué el último. Una ceremonia muy íntima… Allí, señor, cerca de la salida…
Ya la hierba había casi cubierto el montículo. Enmarcada por un rectángulo de viejos ladrillos—probables cimientos de algún antiguo sepulcro—, se veía una lápida nueva, de mármol blanco. Un epitafio en latín mediocre rezaba:
Aquí reposa
Un noble caledonio, último de su sangre.
¡La Lucha sigue!