La idea de la intervención universitaria se ha vuelto uno de los tabúes más difíciles de romper e incluso de pensar en Venezuela. Afortunadamente la nueva reforma constitucional restringe la autonomía a la libertad de cátedra, pero, lamentablemente, mantiene aún la concepción errada de que las autoridades universitarias deben ser escogidas únicamente mediante el voto. Una de las grandes equivocaciones del pasado fue politizar la universidad y permitir la elección, supuestamente democrática, de las autoridades universitarias.
La función de la universidad es la de generar conocimiento y reflexión, y, por esa misma razón, la educación superior es una forma de organización social distinta a la del estado. Por eso, las jerarquías universitarias deben estar basadas en las cualidades intelectuales, pero también morales, de sus miembros. Quienes más cerca estén de la reflexión y producción auténtica del conocimiento, deberán ser aquellos encargados de tomar las decisiones esenciales en la universidad. Esto no quiere decir que se les prohiba a los miembros de la comunidad universitaria el ejercicio de la política, pero esto debe ser algo extra-universitario.
Pongamos un ejemplo: la elección "democrática" de rectores y decanos sólo ha incrementado la lucha por el poder en las universidades, y esta lucha por el poder ha desplazado la búsqueda del conocimiento a un segundo o, más posiblemente, a un tercer lugar.
Generalmente la lucha por el poder, es decir, todo aquello que implica ganar una elección universitaria, se ha vuelto una réplica de las prácticas corruptas de la política venezolana tradicional (lo que se ha llamado cuarta república). Quien se lanza como candidato tiene que prometer, aceptar y negociar todo en aras al poder, llegando al punto de tener que violentar los más minimos principios éticos, mientras que los verdaderos académicos se ven obligados a retirarse a sus institutos de investigación, laboratorios y etc, huyendo de prácticas políticas denigrantes. En definitiva, la democracia universitaria nos ha llevado, dentro de la institución académica, a un gobierno de los peores, tanto en el nivel intelectual como en el moral.
Todo lo anteriormente señalado se ve agravado por el problema de clase social. Para los falsos académicos que detentan el poder, la universidad es un medio de ascenso social, una fuente de trabajo y nada más. A estos la universidad sólo les sirve como garantía de pertenencia a una clase media enajenada cuyas únicas máximas son la adquisición de status a través de la acumulación de bienes y títulos vacíos que pierden su sentido en el ejercicio de la demagogia universitaria.
Una salida a la crisis de la universidad es su intervención y la designación de sus autoridades por un ente externo, por un consejo de sabios cuyo compromiso con la verdad haya sido confirmado por sus producciones intelectuales y espirituales, algo así como un Tribunal Supremo del Conocimiento al cual se tiene acceso por medio de un cuidadoso proceso de postulaciones y de selección.
Una confirmación de mi diagnóstico la podemos constatar ahora mismo, cuando vemos a estos estudiantes creando caos bajo la tutela de autoridades universitarias cuyo compromiso con la reflexión auténtica es imposible de probar.