El elefante blanco de la institucionalidad del viejo Estado burgués está intacto. Lejos de retroceder ha engordado groseramente, bien con gente adeco-copeyana enquistada por años en su seno, bien con gente supuestamente “nuestra” que termina neutralizada o haciéndole el mandado de buena gana a la contra; esa misma que merodea en cada resquicio, que frena, traba y sabotea, ávida siempre de retomar el poder para volver por sus fueros.
La indolencia, la indiferencia y la negligencia son monumentales. Pero hay que saber distinguir entre la burocracia de los niveles más rasos y la de altos ejecutivos, que una vez encumbrados en cargos clave se olvidan por completo de su extracción humilde, del compromiso sagrado que adquirieron con la Patria. Entonces, dan rienda suelta a las bajas pasiones de sus egos gigantescos, así traicionan vil e impunemente la confianza del Comandante y, en especial, la de todo un pueblo.
Las dos burocracias son dañinas y perversas, pero la fuente de todo el mal está en los niveles ejecutivos. Es allí donde inexplicablemente se retrasan decisiones, se desoyen alertas oportunas y, muy frecuentemente, se pone en evidencia la falta de firmeza para aplicar sanciones ejemplarizantes.
Seguimiento y control no se divisan. Tampoco otra expresión que es casi un lugar común: voluntad política. Todas las instituciones, sin excepción, están infiltradas hasta la médula. Y por si fuera poco informaciones estratégicas se filtran a medios rapaces y voraces de fabricar mentiras, descontextualizar y banalizar.
La improvisación, el despilfarro, el cinismo, el descaro y –sobre todo- la impunidad, son todos hijos legítimos del burocratismo lacerante. En conjunto estos vicios conforman un delicado coctel que se erige como amenaza siempre latente de hacer de esta hermosa revolución un feo y triste remedo. No podemos permitirlo, no estaríamos a la altura ni del “desafío” ni de la “carga del tiempo histórico”.
¿Pero cómo avanzar en este crucial desafío contra nuestros propios demonios?, sobretodo si al funcionario honesto, cuya ética le impide ser cómplice de tantos desatinos, cuando se atreve a denunciar recibe, dependiendo del lugar que ocupe dentro de cada institución, todo el peso de las formas y de la verticalidad institucional.
“Usted se saltó los canales regulares, usted no siguió la verticalidad de la institución, bla, bla, bla y más bla, bla, bla…”. Para denunciar hay que ser valiente, pero eso no basta; el enemigo es tan habilidoso que se vale de las formas en su propio beneficio. Así tapan la denuncia, hasta podrirla con el fermento de la indiferencia.
Al que denuncia, en el mejor de los casos, le puede caer el estigma de “problemático” y “conflictivo”, así tratarán de hacerlo a un lado hasta asfixiarlo en los vastos circuitos vegetativos de nuestro gordo Estado burgués, sino -este sería el peor escenario-aparecerá un fantoche con gorra y camisa roja a descalificarlo, a enrostrarle un revolucionarómetro de pacotilla para expulsarlo. Este burocratismo que nos envilece hay que extirparlo de raíz. La vaina es urgente.
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