Venezuela, nuestra muy hermosa república Bolivariana, es un país por construir. Lejos del pesimismo catastrofista que algunos sectores se interesan en propalar, esta tierra de gracia es un territorio de enormes oportunidades para el trabajo productivo en todos los ámbitos económicos, pero muy especialmente en el de la producción agrícola y pecuaria.
La vieja prédica de "sembrar el petróleo" introducida por pensadores como Juan Pablo Pérez Alfonzo y el escritor Arturo Uslar Pietri a mediados del pasado siglo XX, no solo mantiene hoy más vigencia que nunca, sino que se ha convertido en una exigencia perentoria de las transformaciones estructurales planteadas con el proceso revolucionario.
Durante el período colonial, la economía venezolana se fundamentaba en una explotación extensiva de la tierra, lo que permitía generar ingresos mediante la exportación de diversos rubros como café, cacao, añil, caña de azúcar, tabaco, cueros y ganaderías, entre otros. Se trataba de un sistema productivo basado en el latifundio, donde grandes terratenientes monopolizaban enormes porciones de tierra y las trabajaban con mano de obra esclava.
Ni siquiera la gesta emancipadora abanderada por el genio de Bolívar fue capaz de romper el patrón productivo de la rancia oligarquía de la época. Fue precisamente esa clase dominante la que ejerció un peso decisivo para que se consumara la traición al proyecto bolivariano de la Gran Colombia. Más tarde vendría un nuevo intento reivindicativo de la mano del general del pueblo soberano, Ezequiel Zamora, con su consigna de "tierras y hombres libres", que lamentablemente correría la misma suerte del primer intento: muerte y traición.
El latifundio se mantuvo como modelo productivo a todo lo largo del siglo XIX, pero en vez de desaparecer con la llegada tardía de la modernidad en el siglo XX, éste se afianzó como una pesada rémora. Vino entonces la actividad en el Zumaque I y lo demás es historia conocida: alta concentración en los centros urbanos, de hecho más del 70% de la población habita caóticamente en la famosa franja centro norte-costera, y abandono del campo a su suerte, para dedicarnos de lleno a la explotación petrolera.
Así nació el tan mentado rentismo que nos hizo extremadamente dependientes de los petrodólares sin transformar el agro. De hecho, aún en pleno siglo XXI el latifundismo sigue siendo un serio problema, porque además de improductivo, es muy dado a utilizar métodos paramilitares, así como a contratar mano de obra semiesclava.
La Agenda Económica Bolivariana ubica al motor agroalimentario como el primero en la lista de prioridades. Es sin duda el gran reto para romper nuestra enfermiza dependencia del crudo, y a su vez quebrar la grosera especulación que se ha dado en el renglón de los alimentos. El potencial se pierde de vista, porque contamos con 30 millones de hectáreas cultivables, lo que ratifica que es vital volver al campo, pero desmontando el ineficiente y criminal latifundio.