Se ha cumplido un año de la delegación por Fidel Castro de todos sus cargos en Raúl de conformidad con la Constitución cubana. Su hermano, machaca la fabrica de embustes, que omite al intrépido combatiente del Moncada y expedicionario del yate Granma, capaz jefe durante la guerra de liberación del Segundo Frente Oriental Frank País, dedicado organizador -después del triunfo- de las invictas Fuerzas Armadas Revolucionarias. No es gratuito que haya ganado desde hace décadas el cariño, la confianza y el respeto del pueblo.
Méritos revalidados durante doce meses de enfermedad del jefe de la revolución en que ha mantenido firmemente el timón con serenidad, tacto, trabajo sistemático, espíritu de equipo y distribución de responsabilidades, atento al sentir de sus compatriotas. Su proverbial discreción no ha impedido apreciar al sabio estadista. A Raúl y a la unida dirección revolucionaria y al culto y consciente pueblo de Cuba hay que atribuir la liquidación de los delirios del imperialismo y sus intelectuales tarifados acerca del inminente derrumbe de la revolución en las nuevas circunstancias, pues uno de los rasgos sobresalientes de estos tiempos ha sido la entrañable identificación entre ambos.
Dos días después de la proclama de Fidel informando la intervención quirúrgica que lo apartaría de sus responsabilidades por tiempo indeterminado, un editorial del The New York Times rezaba en el encabezado “El principio del fin”, evocación de aquel panfleto firmado por Andrés Oppenheimer que anunciaba “La hora final de Castro”... hace ya quince años.
En Miami la mafia desbordaba en gozosos alaridos en la calle Ocho, mientras en Washington la contentura no podía ser mayor. Ya se veían de un momento a otro mandando en Cuba como en los buenos tiempos, jugando en los casinos y disfrutando los prostíbulos reabiertos. Nuestro compañero David Brooks reportaba desde la capital del Potomac: “Es posible que nunca se haya dado un debate tan público, explícito y abierto en una nación sobre la mejor manera de intervenir en otra”. Tal era el clima de enajenación de que eran presa la Casa Blanca y numerosos políticos imperiales ante lo que suponían el colapso inminente, ahora sí, del “castrismo”.
Experimentado en enfrentar esas peligrosas patologías, el gobierno de la isla ya había tomado las medidas de movilización y preparación militar, que se han mantenido y, anunció Raúl, mantendrán hasta después de las elecciones en Estados Unidos. En Cuba, lejos de producirse las protestas masivas anunciadas ha reinado la calma y se ha reiterado de mil maneras el apoyo popular a la revolución.
Claro que hay problemas y muchos. El salario no alcanza, por ejemplo. Ya Fidel había planteado el más grave de todos en su discurso de noviembre de 2005 en la Universidad de La Habana: la posibilidad de la reversibilidad de la revolución. No por obra del imperialismo sino de los fenómenos de involución ideológica y extensión de la corrupción a consecuencia principalmente de las medidas de liberalización a que se vio forzado el país para reactivar la economía después del derrumbe soviético y el recrudecimiento del bloqueo. Raúl se refirió a varios de estos problemas el pasado 26 de julio y aseguró que todos se están estudiando para encontrarles solución con premura pero evitando las improvisaciones. Los empleados de la maquinaria mediática se han devanado los sesos para llegar a la conclusión de que fue el discurso de un “pragmático”, en el sentido que le dan ellos al vocablo, alguien dispuesto a introducir “reformas” ajenas al rumbo socialista y que evita la postura antimperialista. Mientras más leo el discurso, y lo he hecho varias veces, más constato que es todo lo contrario. Raúl, por supuesto, tiene su estilo personal de actuar y de formular las ideas; no es ni pretende ser –lo ha dicho reiteradamente- una copia de Fidel. Sólo todos nosotros, podríamos sustituirlo, ha expresado. También ha dicho que cada decisión importante le ha sido consultada al comandante.
Cuba necesita renovarse y en esa dirección marcha, es la esencia de una revolución auténtica. Raúl lo confirmó el 26 de julio al estimular el cuestionamiento a lo realizado y el rechazo al anquilosamiento: habrá que introducir los cambios estructurales y de conceptos que resulten necesarios, dijo refiriéndose a las deficiencias de la economía. Lo único, añadió, que no cuestionará “jamás” un revolucionario cubano es la decisión irrenunciable de construir el socialismo.
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