Praxis, como se sabe, es un término muy antiguo, utilizado ya por los filósofos griegos. Para Aristóteles, la praxis era una de las actividades básicas del hombre, a la cual correspondía un tipo de conocimiento práctico. El punto de partida podía ser una pregunta o situación sobre la cual se meditaba a la luz de lo que se consideraba era bueno o ayudaba al progreso humano y la finalidad era una acción realizada con verdad y rectitud. He comenzado con esta referencia aristotélica porque quería subrayar que el concepto de praxis, desde su origen, tuvo una connotación ética.
El uso moderno del concepto de praxis se debe a los jóvenes hegelianos o hegelianos de izquierda, estudiantes y profesores de la Universidad de Berlín, seguidores de la filosofía de Hegel, que se oponían a la derecha hegeliana, corriente hegemónica tanto en la universidad como en el gobierno. En 1838, el más joven de los jóvenes hegelianos, August Cieszkowski arguyó que la noción de praxis de Hegel y toda su filosofía en general, era esencialmente contemplativa y miraba hacia el pasado sin tener en cuenta el futuro. A él se le atribuye la renovación del concepto de praxis. Para Cieszkowski la filosofía debía convertirse en una filosofía de la actividad práctica, “capaz de ejercer una influencia directa en la vida social y en el desarrollo del futuro”, es decir, debía convertirse en una filosofía de la praxis.
Con los jóvenes hegelianos, sin embargo, el nuevo concepto de praxis permaneció vago, impreciso, hasta que Carlos Marx, que formaba parte de este movimiento, desarrolló sobre él una profunda, sistemática y abarcadora teoría. Carlos Marx enunció su concepto de praxis en las tesis sobre Feuerbach, escritas en la primavera de 1845 pero publicadas por Engels después de la muerte de aquel. El núcleo central del argumento está contenido en la primera tesis, según la cual el principal defecto de todo el materialismo previo, incluído el de Feuerbach, es que adopta una actitud puramente teórica hacia el mundo, ignorando la importancia crucial de la actividad humana, de la actividad revolucionaria. Este énfasis en la necesidad de acción para cambiar el medio se reafirma en otras de las tesis y concluye con su famosa número once grabada sobre su tumba en el cementerio de Highgate, en Londres: “Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo en diferentes maneras, pero de lo que se trata es de transformarlo.”
La praxis marxista es, por tanto, acción que se sustenta en el pensamiento, en el conocimiento de las estructuras sociales, económicas y políticas y en la convicción de la necesidad de transformar el medio. Pero lo que caracteriza a la praxis marxista más que ninguna otra cosa es su carácter dialéctico. En ella, la teoría y la acción se interrelacionan continuamente. Es la dialéctica del pensar y el hacer, del hacer y el pensar, donde el hacer modifica y enriquece el pensar, y el pensar optimiza la eficacia del hacer, en respuesta a las condiciones cambiantes del medio.
La acción de que hablamos, la que modifica estructuras y nos impulsa hacia un mundo mejor, no puede ser otra que la acción revolucionaria, que no es la acción de un momento o de un solo día sino la acción, la lucha, de toda una vida. Expondré tres ejemplos:
-En el verano de 1880, el estodounidense John Swinton, periodista de “The New York Sun”, entrevistó en Ramsgate, en la isleta de Thanet, al sudeste de Inglaterra, a Carlos Marx. Swinton le preguntó cuál era en su opinión “la suprema ley de la vida”. Marx, que recién había cumplido 62 años, le respondió solemne y categórico: “¡Luchar!.
-En la pequeña isla de Con Son (Pulo Condor de los colonialistas), al sur de Vietnam, en la pared de una de las llamadas “jaulas de tigre” –diseñadas para torturar y asesinar prisioneros-, un revolucionario vietnamita grabó antes de morir: “Vivir es luchar”. El que quiera saber por qué los vietnamitas derrotaron a franceses, japoneses y estadounidenses, entre otros invasores, medite en esta frase que aún puede verse en la pared de una de las celdas de Com Son.
-Pero es en una tercera pequeña isla, esta vez en medio del Caribe, donde encontramos el mejor ejemplo de praxis revolucionaria. Cuando el derrumbe de la URSS y del resto del campo socialista produjo en Cuba efectos devastadores, cuando todos los analistas políticos del mundo vaticinaron que la Revolución Cubana había llegado a su fin, y cuando muchos teóricos, principalmente de la izquierda europea, incitaban a plegar las banderas, Fidel y su pueblo respondieron: “¡No, no vamos a rendirnos! ¡Vamos a luchar!.” Estoy convencido de que, nunca en la historia, la praxis revolucionaria ha tenido una dimension ética tan extraordinaria.
Esta voluntad de luchar, como parte consustancial de la praxis revolucionaria, fue ratificada por Fidel en su discurso de clausura de la “Conferencia Mundial Diálogo de Civilizaciones. América Latina en el siglo XXI. Universalidad y Originalidad” que tuvo lugar en La Habana el 30 de marzo de 2005: “La vida es una lucha continua hasta el ultimo momento, yo pienso estar luchando contra mi mismo hasta el momento en que muera, porque todavía analizo lo que hago, me analizo y cuando cometo un error, aunque sea pequeñito, un detalle, lo rectifico.”
La moraleja de estas tres breves historias es que todos aquellos que luchan por un mundo mejor están cumpliendo con la suprema ley de la vida, y son marxistas, lo sepan o no. He oído decir a muchos compañeros revolucionarios: “Examinando mi vida he llegado a la conclusión de que he sido marxista aún en los tiempos en que no sabía nada de marxismo.” El reverso de la medalla es: Unicamente puede declararse marxista el que demuestre en la lucha su consecuencia, su coherencia con los principios.
La praxis revolucionaria es la categoría fundamental del marxismo, de tal manera que este llegó a ser definido por Antonio Gramsci y otros como “filosofía de la praxis.” Desde Marx hasta nuestros días no ha surgido una herramienta más eficaz para la transformación del mundo. Es por ello que concibo la praxis bolivariana como una praxis marxista, formidable herramienta de la revolución para la edificación de una sociedad socialista, lo cual no implica necesariamente una apropiación completa de la ideología marxista. Considero sí, que es un deber revolucionario rescatar para nuestros pueblos toda la enorme riqueza humanista del marxismo-leninismo decantado de contaminaciones estalinistas.
La praxis bolivariana, en mi opinión, se sustenta sobre dos raíces principales. Una de ellas es la raíz bolivariana propiamente dicha, que parte de nuestros próceres: Bolívar, Martí, Sucre, San Martín…, continúa con los innumerables héroes y mártires que han defendido el legado de independencia, antiimperialismo e integración latinoamericana, alcanza una nueva y alta cumbre con el Che y Fidel, y prosigue con jóvenes líderes latinoamericanos cuya figura más visible es el presidente Hugo Chávez. Son todos ellos, --entre los que incluyo, por supuesto, los aportes a nuestra tradición revolucionaria de los movimientos indígenas y sublevaciones de esclavos,- los que al elevar a un plano superior el quehacer revolucionario, nos permiten hablar actualmente de una praxis bolivariana, muy nuestra, muy afincada en nuestras raíces, sin dejar de ser universal. El Che, uno de los gigantes de esta raíz bolivariana, enriqueció la praxis marxista con dos aportes fundamentales: el concepto de que la transformación social debe acompañarse de la auto-transformación, del perfeccionamiento individual, para la formación de un hombre nuevo; y el concepto de que el revolucionario debe estar motivado por grandes sentimientos de amor o, en otras palabras, que el amor debe ser la fuerza motivadora de la praxis.
Vamos a resumir, la praxis marxista es l) interacción dialéctica entre la teoría y la práctica, 2) actúa transformando la sociedad, y 3) tiene como objetivo la liberación de los oprimidos. A estas tres características el Che añade otras dos: 4) la transformación de la sociedad tiene que ir acompañada de la auto-transformación, y 5) la motivación principal tiene que ser el amor. El Che nos deja así el regalo de una praxis marxista superada, enaltecida, de una praxis que llamamos bolivariana, capaz de mover a las grandes masas de América Latina hacia su verdadera y definitiva independencia.
La otra, es la raíz cristiana liberadora, representada en las últimas décadas por la Teología de la Liberación, en la cual, curiosamente, al igual que en el marxismo, una praxis revolucionaria que tiene como fuerza motivadora el amor –tal como deseaba el Che- es la categoría fundamental.
La Teología de la Liberación es muy diferente de la teología europea. En primer lugar, en la Teología de la Liberación se parte de una situación concreta, la situación de los pobres, de los oprimidos y a partir de esta situación se elabora la teología. En la teología tradicional, europea, sucede al revés, se parte de una teología preestablecida, creada a partir de un dogma de la Iglesia o de un pasaje de la Escritura, y se aplica luego esta teología a situaciones concretas. En segundo lugar, en la teología europea se busca la verdad a través del estudio, la meditación y la investigación de fuentes en el pasado, mientras que en la Teología de la Liberación la verdad teológica se alcanza mediante el compromiso con los pobres en el presente y la vinculación con ellos en la lucha por un mundo mejor. En tercer lugar, en la Teología de la Liberación la teoría nunca es, como en la teología tradicional, independiente de la praxis y, al igual que en la praxis marxista, existe una relación dialéctica entre la teoría y la práctica.
Muy tempranamente, tanto el Che como Fidel comprendieron la necesidad de una alianza con los cristianos del continente para llevar adelante la revolución latinoamericana. El Che, con palabras proféticas, advirtió en el año anterior a su muerte, que cuando los cristianos sumasen sus fuerzas a la revolución, ésta sería invencible. Fidel, en 1971, en su visita a Chile durante el gobierno de Salvador Allende, reunido con más de 200 miembros de la poderosa organización Cristianos por el Socialismo, planteó la idea de una alianza entre cristianos y marxistas. Seis años más tarde, en octubre de 1977, reunido en Jamaica con representantes de distintas comunidades cristianas, Fidel plantea de nuevo la idea de la alianza. “¿Una alianza táctica?” –le preguntaron. “No, una alianza estratégica, para llevar a cabo los cambios sociales necesarios de nuestros pueblos” –respondió Fidel. Posteriormente, en Nicaragua, Fidel avanza un paso más y plantea no sólo la posibilidad de una alianza sino de unidad entre cristianos y marxistas. Estas ideas fueron ratificadas y desarrolladas en sus conversaciones con Frei Betto en mayo de 1985. En el libro “Fidel y la Religión”, que surge como producto de estas conversaciones, aclara conceptos tan importantes como el del amor al prójimo: “Ese precepto de amor al prójimo de que habla la Iglesia, creo que se aplica y se instrumenta de manera muy concreta en la igualdad, en la fraternidad y en la solidaridad humana que plantea el socialismo y en el espíritu internacionalista.”
Pero la posibilidad -que se iba concretando rápidamente- de unión entre cristianos y marxistas, tendría que enfrentar obstáculos enormes. Desde el mismo comienzo, la alta jerarquía católica trató de acallar las voces de la Teología de la Liberación. No pudieron lograrlo completamente porque, como afirmó Leonardo Boff, ésta “no depende de la jerarquía de la Iglesia sino de sus bases.” Por otra parte, el Imperio y las oligarquías locales instalaron dictaduras militares para salvaguardar sus intereses. Un semillero de mártires -sacerdotes y miembros de las Comunidades Eclesiales de Base- ofrendaron sus vidas por la liberación de los oprimidos. Muchos de ellos, como el padre Camilo Torres (Colombia) y el arzobispo Oscar Arnulfo Romero (El Salvador), se convirtieron en banderas de la lucha revolucionaria en el continente.
Solamente el marxismo y la Teología de la Liberación se enfocan en los aspectos ético-morales de la historia, especialmente en sus valores orientados hacia la emancipación del hombre. En ambos, la cosmovisión transita por el progreso humano para construir, desde la praxis, una nueva sociedad centrada en la solidaridad (llámela amor cristiano si usted lo prefiere) y la justicia social. En ambos, la humanidad es artífice de su propia historia y deja de estar sujeta a fuerzas enajenantes, amorales y ciegas. El Socialismo del siglo XXI será –tiene que ser- la resultante de una convergencia que incluya, entre los que aspiran a construir un mundo nuevo, a los cientos de millones de cristianos que habitan el continente.
Desvanecido el triunfalismo de los que proclamaban “el fin de la historia” y sandeces por el estilo, y mucho, muchísimo antes de lo que esperaban los más optimistas, las ideas socialistas están de regreso, gracias en parte a una llamita que quedó encendida en una pequeña isla del Caribe. Coincidiendo con ello, se observa también un renacer de la Teología de la Liberación. El peligro ahora no es tanto el daño que puedan causar los jerarcas del alto clero sino el que causan algunos de los propios teólogos de la liberación al refugiarse en el elitismo, el academicismo, el intelectualismo. La cuestión no es escribir libros eruditos para deslumbrar a los teólogos europeos, que siempre los leerán (si los leen) con sonrisa maliciosa, sino “hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente” como reza el título de una de las obras de Gustavo Gutiérrez, fundador y máximo representante de la Teología de la Liberación. La teología que es necesario rescatar es la que surgió en los años sesentas en la parroquia de Rímac, uno de los barrios más pobres de Lima.
Algo similar ocurre con algunos teóricos marxistoides europeos y norteamericanos que, ignorantes de lo que realmente sucede en América Latina, proponen socialismos cibernéticos y otros engendros, y pretenden erigirse en preceptores de una revolución que no entienden y en la cual sólo son capaces de participar en calidad de oráculos y desde el seguro y confortable asiento de sus bibliotecas.
A los que se preguntan “si la Teología de la Liberación mantiene vigencia después de los acontecimientos simbolizados en la caída del muro de Berlín”, Gutiérrez les recuerda en su libro “Densidad del presente” que su punto de partida histórico “no fue la situación de los países de Europa del Este. Fue, y por cierto sigue siendo, la inhumana pobreza de nuestro continente y la lectura que hacemos de ella a la luz de la fe. Estado de cosas y teología que, en cuanto a lo sustancial, poco tiene que ver con el desplome del socialismo real.”
En efecto, la pobreza se acrecienta aceleradamente en América Latina y en el resto del mundo; crecen las desigualdades y crece también de igual modo la brecha entre las naciones más ricas y las más pobres, mientras desaparece la clase media (fenómeno que se observa también en Estados Unidos), eficaz amortiguador, en el sistema capitalista, de los estallidos sociales. La “irrupción de los pobres”, de los “no-personas” en la vida política del continente es ya irreversible; y como sucede que estos últimos son, en su abrumadora mayoría, cristianos, la Teología de la Liberación podrá cambiar de nombre o de forma, pero de seguro desbordará a quienes pretendan contenerla.
¿Es la praxis que construye el socialismo evangélicamente liberadora?. Frei Betto, en “Fidel y la religión”, afirma que “desde el punto de vista evangélico, la sociedad socialista, que crea las condiciones de vida para el pueblo, está realizando ella misma, inconscientemente, aquello que nosotros, hombres de fe, llamamos los proyectos de Dios en la historia.” Por otra parte, el jesuíta Juan Carlos Scannone, en su libro “Teología de la Liberación y Doctrina Social de la Iglesia”, nos explica que “la praxis aparentemente ajena al cristianismo puede ser evangélicamente liberadora por la fuerza anónima de Cristo.” Y es que, ¿puede haber algo más cercano a la prédica cristiana que, por ejemplo, la labor internacionalista de los médicos cubanos en numerosos países del tercer mundo? ¿Cuántos cientos de miles de personas –gracias a ellos- han recuperado la salud o salvado la vida? Pienso que Fidel, promotor de este y otros muchos programas humanistas, ha sido absuelto ya no sólo por la historia sino también por el Evangelio.
Nuestra mayor esperanza está puesta ahora en la revolución bolivariana. Digamos de paso que la discusión entre socialismo del o socialismo en el siglo XXI se asemeja a las discusiones bizantinas, porque será nuevo, necesariamente, el socialismo que construiremos en el presente siglo o, de lo contrario, estaríamos desconociendo la dialéctica. El socialismo en y del siglo XXI es el que se construye en Cuba bajo la dirección de Fidel y Raúl, y en Venezuela con el presidente Hugo Chávez, no el trasnochado que propone Heinz Dieterich y su prologuista predilecto Raúl Isaías Baduel. Me pregunto que pensarían los habitantes de las villas miserias, favelas y cuarterías de América Latina si oyesen hablar de la utilización de la teoría de la relatividad, la mecánica cuántica, el principio de equivalencia, y la quintaesencia de las ciencias de la complejidad, a la solución de sus problemas de incultura, insalubridad y miseria.
En la noche del domingo 3 de diciembre de 2006, el presidente reelecto de Venezuela, Hugo Chávez, desde el balcón del palacio presidencial exclamó: “El reino de Cristo es el reino del amor, de la paz; el reino de la justicia, de la solidaridad, de la hermandad, el reino del socialismo.” ¿Será sólo un sueño la unión de marxistas y cristianos? Ningún marxista es completo –advirtió Lenin- si no es capaz de soñar. ¡Y soñaremos! De hecho, Ariel (o el ideal, la ilusión, el espíritu del bien) vuela ya sobre la inmensa tierra bolivariana, pero queremos que vuele no con las túnicas de gasa del reformismo burgués sino, como deseaba el filósofo argentino Anibal Ponce, con las alas de fuego de la revolución.
Es la hora de levantarnos. El nuevo siglo es el “kairós” de la praxis bolivariana y de la América Latina, el “kairós” del evangelista Lucas y del apóstol Pablo: el momento oportuno.
(*)Dr.
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