Su integridad intelectual y su honestidad solían viajar juntas con su apasionada inteligencia. Y sus viajes no tenían regreso. Como éste, desgraciado, repentino y absolutamente desbordado que le causó la muerte en Miramar, Cuba, ayer domingo 8 de septiembre por la tarde. Se fue con la furia de los huracanes que asedian a su isla amada.
Cuenta el portal de Radio La Habana que se mató en un accidente junto a su hermano Abel al chocar el carro contra un árbol.
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Ella solía decir, entre risas y reflexiones, que era un "souvenir de la Revolución Cubana". Su realidad se parecía a esa frase, pero en la envoltura de sus virtudes. Había nacido del vientre de una heroína como Haydée Santamaría y de Armando Hart, otro jefe ilustre del Movimiento 26 de julio. La marcha de esas dos figuras la convertía, según creía, en el souvenir de un triunfo revolucionario que llevaba en la sangre.
Aquella frase revelaba, en varias medidas, el retrato de su existencia como intelectual y militante dentro y fuera de Cuba. Pero creo que ella no era consciente.
Celia se había formado como la mayoría de su generación cubana, en lo mejor de su cultura universitaria y en sus valores, dentro de las condiciones sociales y políticas de la Cuba de comienzos de los años Setenta en adelante.
Su tiempo de aprendizaje ideológico y social la encontró fuera del acontecimiento creador de los primeros años y la condujo por derroteros distintos a los que hubiera elegido, si hubiera podido elegir. Fue dirigente en la Juventud del PCC, pero su gusto por la lectura y las ciencias la llevó a Alemania del este, de donde volvió a Cuba como teórica Física y algo más extraño que los secretos del Universo: trotskista.
Esa contingencia generacional explica su devota admiración por el jefe más destacado de la hazaña revolucionaria de 1959: Fidel Castro. Y por Martí, la fuente invocatoria de todo anti imperialista que se respete.
Celia tenía 45 años ayer, apenas cinco menos que la edad de la revolución que la amamantó. Fue una expresión personal de ella y una disrupción ideológica al mismo tiempo. Entendía que las conquistas de la revolución cubana sólo se salvan en los derroteros de la revolución bolivariana, boliviana, ecuatoriana, y de América latina. Y viceversa: Sin Cuba no es posible entender nada en nuestro tiempo.
Uno podía saludar o rechazar todos o algunos de sus argumentos. Lo que no era posible con Celia Hart, a riesgo de mostrar insulsez o cretinismo burocrático, era ser indiferente. Celia brillaba con luz propia y la reflejaba en sus ojos siempre móviles y en sus ideas, no siempre acertadas, pero honestas. Así como lo primero era una hermosa condición natural, lo segundo era un buen motivo para la sana divergencia democrática. Sabía combinar pasión polémica con tolerancia ideológica, algo poco frecuente en su generación.
Amaba la revolución social como se ama el amor sexual. Sus escritos suelen tener incrustaciones eróticas de buen humor, porque entre otras cosas, ella sabía que no hay revolución sin estética y pasión humanas.
Disfrutaba de una pluma periodística fina. Podía explicar un hecho político actual desde el cuento que le había contado una vecina esa tarde, pasando por los cielos de la física cuántica, hasta recalar en las ideas de Marx, Gramsci, Trotsky, Rosa Luxemburgo, Lenin, Fidel o Martí. El límite para ella era el conocimiento.
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Su compromiso con la "revolución bolivariana" y su fanático aprecio a Chávez como líder popular, la convencieron de que era más útil ser corresponsal gratuita de la agencia bolivariana Aporrea, el emblema periodístico del proceso venezolano, que opinadora bien pagada de Le Monde Diplomatic.
Cuando la presenté a los muchachos de Aporrea no se sorprendió de que le dijeran "pero nosotros no tenemos recursos para una corresponsalía". Tampoco fue sorpresa para nadie que no le hayan importado los 1.000 dólares de honorarios mensuales que le ofreció Le Monde a comienzos de 2007. Murió sin poder ser corresponsal de Aporrea a pesar de que esta agencia venezolana envió los documentos de acreditación ante la entidad cubana, para que fuera su corresponsal exclusiva. Murió sin ese carnet oficial, pero ella siguió escribiendo con frecuencia para Aporrea y varios medios que esperaban sus vivaces escritos.
Así fue que conocimos su batalla contra el general Isaías Baduel, un chavista originario que se convirtió en anti chavista por temor al socialismo, y con su escriba oficioso, Hanz Dietrich, el intelectual germano-mexicano que sostuvo al General en 2007… a pesar de haber vendido un libro sobre el socialismo, pero el del siglo XXI.
Con Celia coincidí en que la polémica con Dietrich debía contener el respeto moral y la altura de una sana polémica. Todos los errores juntos del ideólogo de Baduel, no lo convertían en "agente" de ningún gobierno enemigo, como señalaron algunos en Venezuela y fuera de ella. Sabía alejarse del método maccartista que el estalinismo enseñó a tres generaciones de militantes del mundo desde los años treinta.
Un escrito que causó polémicas y molestias en algunos medios excesivamente oficiales fue el que hizo para criticar a Chávez por los asuntos de las FARC, un punto en el que coincidió con su admirado Fidel, sin que los mares se desbordaran por esa diferencia. De hecho, el presidente venezolano sólo lamento que no hubieran coincidido con él. En cambio los cortesanos, siempre más papistas que el Papa, como dice el gastado dicho, comenzaron a señalarla como "peligrosa" o "sospechosa" por pensar diferente y atreverse a decirlo sin saltar del tren de la revolución.
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Se hizo trotskista por sus vivencias en la pavorosa Alemania stalinista de Honnecker, un hecho de apariencia paradojal que he conocido en muchos otros amigos de la militancia comunista de Venezuela, Colombia y Brasil. No había contrasentido en su paso de su cultura stalinista a la trotskista. En realidad fue el resultado de un cruce más complejo de circunstancias personales, intelectuales y políticas.
Sus convicciones sobre la Revolución Permanente, el contra natura "socialismo en un solo país", y la degeneración del experimento comunista del siglo XX, fue un proceso traumático para ella. Por lo menos según se desprende de su relató personal en Caracas.
Por la misma razón que aborrecía el socialismo policial de Honnecker, sentía un poderoso entusiasmo por la idea de Chávez de buscar un "socialismo del siglo XXI" que supere las experiencias derrotadas del siglo anterior. Sobre esos temas escribió centenares de páginas; una parte fueron editadas como libro con el título "Apuntes Revolucionarios", por la Fundaciòn Federico Engels en 2006.
Ella contaba con gusto, sin escapar a la exageración, que la salvó "un libro". Ocurrió en un momento de crisis personal e ideológica, cuando había decidido encerrarse en su vida privada y mandar al carajo el socialismo y todo lo demás. "El libro que me salvó de irme al carajo", como recordaba, lo encontró en el alto de la vieja biblioteca de su padre. Era El Profeta Armado, El Profeta Desarmado y el Profeta Desterrado. En realidad son tres libros de graves reflexiones alrededor de la vida de un hombre y su rol en la primera revolución socialista del siglo XX. El autor de la trilogía es Isaac Deutsher y en ella se cuenta la detallada historia política de León Trotsky y el trágico destino que tuvo en México en 1940 cuando lo mató un agente de José Stalin por pensar diferente.
Su cuento sobre el libro salvador refleja en realidad el fuego de su urgencia existencial en el momento en que lo encontró. Pero así mismo evidencia el tiempo tardío en que obtuvo algunas respuestas a sus tribulaciones intelectuales. "Me lo devoré en pocos días", señaló entonces, como si se tratara de un helado de fresa en medio del Caribe.
Igual que a Hugo Chávez, a ella le llamó la atención la parábola que hace Deutscher, acudiendo al Savonarola de Maquiavelo, sobre las derrotas y los héroes. "Para mi fue como encontrar la biblia en medio del desierto", señaló con esa cuota de exaltación que tenían sus conversaciones. Aquella ocurrió entre arepas y jugo de guanábana en el avejentado Hotel El Conde.
Se alegró mucho cuando le conté que el Ministro de Trabajo, José Ramón Rivero, me había pedido esos tres libros sobre Trotsky, porque Chávez los quería leer –según dijo el Ministro–. Le conté que los había encontrado a durísimas penas en Buenos Aires, en el anaquel polvoroso de un viejo trotskista, y que estaban tan olvidados como los que ella había hallado en la antigua biblioteca de su padre, el angustioso día que se subió a una silla para bajarlos de donde habían sido colocados hacía muchos años.
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Creo que el de Celia Hart es uno de esos casos humanos donde se llega tarde al lugar y al objeto de la búsqueda. Ese desencuentro vital quizá explique su desesperación iluminada por alcanzar lo que se había perdido y las dificultades que tuvo para identificar una correcta ubicación en la militancia política de América latina hoy. Lamenté, por ejemplo, escuchar de sus labios en Buenos Aires a finales de agosto de este año, que fue correcto apoyar la huelga del campo dirigida por la Sociedad Rural y otros gremios de ricos y medio ricos de Argentina. Llegar tarde tiene costos. Aunque esa no fue su culpa.
Celia era libre para equivocarse y libre para corregir. Tenía el pundonor del revolucionario honesto que no le teme al error y ama el conocimiento por la verdad que contenga y no por la sonrisa que le arranque al jefe.
Este 28 de agosto, a poco de irse de Buenos Aires donde la vi por casualidad en el BAUEN, me envió una nota en la que me pedía que la ayudara a interpretar el subcapítulo "Viraje brusco: el plan quinquenal en 4 años y la colectivización completa", del libro La Revolución Traicionada, donde Trotsky analiza la confrontación campo-ciudad en la URSS y los errores del PCUS aquel entonces. Celia quería conocer. Y huía del prestigismo ramplón y la rutina burocrática que aconseja no reconocer errores en público (y raramente en privado). De todas maneras no le gustó esta ocurrencia que le envié de colofón: "si Trotsky reviviera, y siguiera siendo Trotsky, no habría apoyado una huelga dirigida por la Sociedad Rural por su renta agraria".
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La conocí en agosto de 2007 en el hotel El Conde, en la atribulada Caracas de la "revolución bolivariana", donde todo puede ocurrir hasta lo imprevisible, como aquel primer homenaje estatal a León Trotsky. Ningún gobierno hasta entonces se había atrevido a tan ponderado respeto por el jefe revolucionario más denostado, invisivilizado y ocultado del siglo XX.
Celia y yo coincidimos en Caracas con Ricardo Napurí, líder popular peruano que colaboró con el Che en las guerrillas latinoamericanas, Esteban Volkov, nieto y único sobreviviente de la depredación de la familia Trotsky. Y con el cubano Ydalberto Ferrera, un anciano de 96 años que luchó contra Machado en 1935, contra Batista en 1959, por el socialismo hasta 1965 que los rusos lo hicieron meter preso en La Habana, y nadie entendía cómo hizo para llegar a Caracas en un avión sin morir presurizado. A esa edad compartía con Celia reuniones a las que llamaban con cierta nostalgia "célula"; es que eran ella y él y algún asomao de vez en cuando. Había colaborado con el Che Guevara en el Ministerio de Industrias y es posible que junto con el argentino Liborio Justo sean los dos primeros trotskistas del continente.
En el "Aló Presidente" realizado en el Teatro Teresa Carreño dos días después del homenaje, el mismísimo Hugo Chávez rescató el ejemplo de Trotsky, "aquel revolucionario ruso que nos enseña que las revoluciones deben ser continuas, no frenarse, y que deben ser internacionales, como hizo Bolívar en su época". Invitó a Celia, a Napurí y al nieto de Trotsky a tomar el micrófono para decir en pocos minutos lo que nadie se había atrevido nunca durante medio siglo en un escenario similar.
Y con la misma libertad política fuimos llevados a programas de radio y televisión a explicar lo que queda de actual del autor de la Revolución Permanente. Es posible que ese acto del 20 de agosto de 2007 haya sido el único acierto político del entonces Ministro de Trabajo, caído en desgracia meses después por el asunto Sidor/Techint. Pero esa es otra historia, y a Celia Hart no tiene por qué interesarle. No desde ayer que un huracán se la llevó para siempre, según dicen.
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