El 17 de abril, la cámara baja del Congreso brasileño votó la destitución de la Presidenta Dilma Rousseff, quien fue electa en 2010 y reelecta a finales de 2014. Fue un espectáculo pasmoso, en el que un diputado de derecha dedicó su voto al coronel que encabezó una unidad de la tortura durante la dictadura. Una de las víctimas de tortura de dicha unidad fue la propia presidenta.
La dedicatoria por parte del diputado fue un sombrío recuerdo de que Brasil se levantó de la dictadura hace apenas 30 años y que su democracia tal vez sea menos desarrollada de lo que mucha gente supone. Brotan de repente muchos recuerdos más, como hongos en un campo empapado por la lluvia. Las transcripciones de conversaciones telefónicas filtradas revelaron que los líderes de la iniciativa de destitución buscaban sacar a la Presidenta Rousseff con el propósito de frenar la investigación relativa a su propia corrupción. Esto llevó a la renuncia de tres ministros del nuevo gabinete nombrado por el presidente interino, Michel Temer. No obstante, 15 de los 23 ministros que este nombró originalmente estaban presuntamente bajo investigación, al igual que la mayoría del propio Congreso.
Seguidamente, el 2 de junio, el propio Temer fue condenado por violaciones en torno al financiamiento de campañas y se le prohibió postularse a cargos públicos durante ocho años. Surgían nuevos escándalos casi todas las semanas que involucraban a funcionarios interinos, todos ellos a favor del juicio político.
Aunque la corrupción exista en todos los partidos, incluso en el Partido de los Trabajadores (PT) de Dilma, la profunda ironía radica en que los funcionarios corruptos que trataban de derrocar su presidencia no han presentado cargos o pruebas de prácticas corruptas por parte de ella. En cambio, se le sometió a juicio político con base en una práctica contable que ha sido empleada por otros presidentes y muchos gobernadores. El 14 de julio, el fiscal federal asignado al caso llegó a la conclusión de que ni siquiera se trataba de un delito.
Pero la conclusión del fiscal parece haber sido ignorada y el miércoles el Senado votó la destitución definitiva de Dilma como presidenta. No es de extrañar que muchos brasileños consideran que el proceso entero sea un golpe de Estado — y no solo contra una presidenta sino contra la propia democracia. Se han visto protestas continuas desde la destitución, en ciertos casos desbordándose hacia los Juegos Olímpicos de Río.
Aunque los medios de comunicación brasileños e internacionales se hayan hecho de la vista gorda, la administración de Obama ha dejado claro para todos quienes lo quieran saber que Washington apoya el golpe contra Dilma. Esto se hizo evidente tan solo un par de días luego de la votación inicial de destitución, cuando un líder manifiesto del juicio político en el Senado brasileño, Aloysio Nunes, viajó a Washington y se reunió con Tom Shannon, el funcionario número tres del Departamento de Estado de EE.UU. Shannon, exembajador en Brasil y la persona más indicada en la toma de decisiones relativas a la política de EE.UU. hacia Brasil, dio a conocer el apoyo al juicio político por parte de Washington, solo por el hecho de sostener dicha reunión inmediatamente después de la votación en contra de Dilma. Para aclarar aún más las cosas, el 5 de agosto el Secretario de Estado, John Kerry dio una rueda de prensa conjunta con el canciller en funciones del gobierno interino, José Serra, en la que expresó su entusiasmo por "el primer paso de una nueva fase en la relación entre Brasil y Estados Unidos". Si Washington fuera un observador neutro del golpe, nada de esto se hubiera dado.
Uno de los primeros actos del gobierno provisional fue nombrar un gabinete cuyos integrantes son todos hombres blancos de dinero, en un país con mayoría femenina y donde más de la mitad de la ciudadanía se identifica como negra/afrodescendiente o de raza mixta. Se encargaron luego de abolir el ministerio de las mujeres, la igualdad racial y los derechos humanos.
Dilma probablemente nunca hubiera sido vulnerable a semejante ataque si no fuera porque la economía está inmersa en su peor recesión en más de 25 años. El PT fue electo por primera vez en 2002, con el Presidente Lula da Silva al frente, y entre 2003 y 2013 la pobreza se redujo 55% y la pobreza extrema 65%. El crecimiento de la renta per cápita fue tres veces mayor que en el gobierno anterior, el salario mínimo real (tomando en cuenta la inflación) se duplicó, y la desigualdad de ingresos se redujo. El desempleo alcanzó mínimos históricos.
Pero hacia finales de 2010, el gobierno de Dilma inició una serie de medidas que frenaron la economía, justo cuando la economía mundial se estaba topando con vientos en contra. Un apretón en el presupuesto, una drástica reducción de la inversión pública y los aumentos en las tasas de interés en los próximos años finalmente empujarían a la economía a la recesión a principios de 2015. Bajo la presión de los grandes bancos y de la mayoría de los medios de comunicación (que durante mucho tiempo han sido acérrimos adversarios del PT), Dilma adoptó medidas de austeridad adicionales luego de su reelección en octubre de 2015. La recesión se acentuó.
Es evidente que el respaldo de Dilma a la austeridad fue un error. Para un país como Brasil, la limitación clave en cualquier programa de estímulo viene siendo la balanza de pagos: hace falta tener suficientes reservas en divisas para poder suplir el aumento en las importaciones mientras la economía vuelve a crecer. Sin embargo, Brasil cuenta con cerca de $ 370 mil millones de dólares en reservas internacionales, muy por encima de lo necesario.
No obstante, la ironía que impera es que el gobierno interino se propone redoblar la austeridad y los recortes en el gasto social y en la inversión pública. La justificación, como de costumbre, es que esto inspirará confianza en los inversores, a pesar de su impacto negativo en el crecimiento económico. Esta película la hemos visto mucho en los últimos años: por ejemplo, en la zona euro a partir de 2010.
Además, Brasil ya pasó por tiempos peores antes de que el primer presidente del Partido de los Trabajadores, Lula da Silva, asumiera el cargo en 2003. En los 22 años anteriores (1980–2002), el ingreso por persona apenas creció, ubicándose en tan sólo 4,3% durante todo el periodo. Fue un fracaso económico sin precedentes, especialmente si se le compara con los 20 años anteriores (1960–1980), en los que se tuvo un crecimiento acumulado superior a 120%. Si el nuevo gobierno no electo se compromete con la estrategia económica fallida de las "décadas perdidas", puede que pase mucho tiempo antes de que la mayoría de los brasileños recuperen el nivel de vida que alcanzaron hace un par de años.