Sanciones más severas contra Venezuela solo agravarían la crisis

El gobierno de Trump decidió ampliar las sanciones económicas existentes contra Venezuela, la semana pasada, al agregar 13 venezolanos más a la lista de personas penalizadas. Las medidas de este tipo siempre han sido de dudosa legitimidad y legalidad, por decirlo de forma suave.

El marco legal de EEUU exige que la orden ejecutiva del Presidente declare la evidente falsedad de que existe “una emergencia nacional en cuanto a la amenaza inusual y extraordinaria a la seguridad nacional” que Venezuela supone para los Estados Unidos. Además, las sanciones violan sin lugar a dudas la Carta de la Organización de los Estados Americanos (capítulo 4, artículo 19), al igual que otros tratados internacionales suscritos por EEUU.

Sin embargo, el verdadero peligro reside en lo que está por venir, puesto que el gobierno de Trump ha amenazado con imponer sanciones mucho más severas a la economía venezolana, la cual ya se ve sumida en una profunda depresión y está plagada por la escasez de alimentos y medicinas.

El viernes, un grupo de congresistas estadounidenses publicó una carta rechazando la nueva advertencia de sanciones. Comienza de esta forma:
“Nos dirigimos a usted en esta oportunidad para expresar nuestra profunda preocupación por la escalada de la crisis política, económica y social que vive Venezuela e instamos a que se trabaje junto con nuestros socios regionales para ayudar a evitar una guerra civil. Nuestra encarecida recomendación es que se apoyen las negociaciones mediadas por respetados actores internacionales, tales como el Papa Francisco, quien goza de una amplia credibilidad entre sectores del gobierno, la oposición y la sociedad civil de Venezuela. Además, le alentamos a que se abstenga de aplicar sanciones económicas unilaterales, medida que podría profundizar la crisis económica y política del país y socavar cualquier disposición al diálogo y a las negociaciones”.

En una encuesta de la semana pasada, los venezolanos rechazaron las sanciones por un margen abrumador de 63 por ciento contra apenas 26 por ciento a favor. Incluso entre los partidarios de la oposición, una mayoría se opuso a las sanciones (la consulta fue realizada por Datanálisis, la encuestadora más citada en los medios de comunicación internacionales).

El gobierno de Trump amenazó con imponer las nuevas sanciones para obligar al gobierno venezolano a anular la celebración de las elecciones del domingo pasado. Boicoteadas por oposición, consistieron en elegir una asamblea de representantes para redactar una nueva Constitución.

El pretexto para las sanciones es que la nueva Asamblea Constituyente llevaría esencialmente a cabo un golpe de estado, al abolir la Asamblea Nacional (que la oposición ganó por un amplio margen en diciembre de 2015), y permitir que el presidente Maduro suspenda las elecciones presidenciales pautadas para 2018. Si bien existe la posibilidad de que la Asamblea Constituyente intente abolir la Asamblea Nacional, no sería un resultado automático de las elecciones de los constituyentistas. Por lo tanto, incluso admitiendo que Washington tiene el derecho de decidir sobre la constitucionalidad de las decisiones de otros gobiernos -una premisa que la mayoría de los 7.400 millones de habitantes de la Tierra consideran abominable- no tiene sentido que las sanciones sean suscitadas por la elección en sí misma.

La mayoría de investigaciones académicas demuestran que las sanciones por lo general no cumplen su cometido, especialmente cuando se emplean para coaccionar a otro gobierno a modo de cambiar su comportamiento. Un estudio reciente realizado por Thomas Biersteker, del Instituto de Estudios Internacionales y de Desarrollo de Ginebra, concluyó que las sanciones eran efectivas en apenas un 10 por ciento de dichos casos. Esto no es sorprendente, ya que a la mayoría de los gobiernos no les gusta ser presionados por estados extranjeros.

No cabe duda de que el tipo de sanciones que están sobre la mesa podrían sumergir a la economía de Venezuela, donde las importaciones han caído en un 80 por ciento desde 2012 y la inflación ha aumentado en un 600 por ciento durante el pasado año, en mayores niveles de caos y de colapso. El New York Times informa de predicciones tales como “el incumplimiento de sus bonos y un colapso en la inversión interna y en la producción petrolera… disturbios civiles, flujos de refugiados desbordando sus fronteras y un parado al apoyo financiero venezolano a Cuba y Haití que podría motivar nuevos flujos migratorios hacia Estados Unidos”. Los precios de la gasolina en EEUU también subirían.

Mientras que el pueblo venezolano, que sufriría una escasez de alimentos y medicinas, no quiere sanciones, ciertos líderes de la oposición más extremista sí las desean. Sus aliados en EEUU, como el senador Marco Rubio, son quienes hacen presión para que se apliquen las sanciones.

Estos políticos de la derecha estadounidense -con mucha ayuda por parte de todos los gobiernos de EEUU de los últimos 15 años- han luchado constantemente para derrocar al gobierno venezolano. Eso es lo único en lo pueden pensar, sin importar las consecuencias de una escalada de violencia, el aumento del sufrimiento o incluso la guerra civil.

Venezuela sigue siendo un país polarizado, a pesar de su estado actual de colapso económico y del 20 por ciento de aprobación de su Presidente, Nicolás Maduro. Millones de venezolanos están asociados con el gobierno, su partido político o movimientos sociales afines, que tienen buenas razones para temer la persecución o la represión a manos de un gobierno de oposición, sobre todo si llegara al poder fuera del marco electoral.

Durante el breve golpe militar de 2002 contra el gobierno de Chávez, se inició una redada contra funcionarios del gobierno y decenas de personas murieron en las primeras 36 horas.

El Ejército venezolano cuenta con más de 100.000 soldados, a los que se suman cientos de miles de integrantes de las milicias gubernamentales. Muchos venezolanos también tienen armas, al igual que en EEUU. Si la violencia se mantiene y no existe una autoridad legítima que sea aceptada por todas las partes del conflicto, una sangrienta guerra civil podría ser el resultado.

Maduro se ha comprometido con llevar a cabo las elecciones presidenciales, fijadas constitucionalmente para el año que viene. Pero para que dichas elecciones puedan solucionar el conflicto, todas las partes necesitan tener la seguridad de que no estarán sujetas a la represión política o a represalias si acaban perdiendo. Esto sólo puede darse por medio de negociaciones, y ambas partes tendrán que hacer concesiones importantes.

Afortunadamente, como lo señalan los miembros del Congreso estadounidense, sí ha habido mediadores internacionales, entre ellos el Vaticano, y ex jefes de Estado como José Luis Rodríguez Zapatero de España, Leonel Fernández de República Dominicana y Martín Torrijos de Panamá; que cuentan con credibilidad en ambos bandos. Sus esfuerzos fracasaron el año pasado ya que ninguna de las partes estaba dispuesta a ceder. Sin embargo, en tiempos recientes, la mediación internacional propició la liberación el 9 de julio del líder opositor Leopoldo López, quien fue trasladado de la cárcel al arresto domiciliario (fue devuelto a la cárcel el martes, tras violar las condiciones de su excarcelación, al hacer un llamado público a la rebelión militar en un vídeo). En su carta del pasado viernes, los miembros del Congreso sostuvieron que se trata del “camino más viable hacia una solución pacífica”.

Las estrategias de “cambio de régimen” por parte de EEUU han contribuido a la muerte de cientos de miles de personas -en su mayoría civiles- en Irak, Libia, Siria y Afganistán. También cuentan con una historia horrenda en las Américas. Esperemos que algo se haya aprendido de tales crímenes y tragedias.

Tomado de: Últimas Noticias


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Mark Weisbrot

Mark Weisbrot es un economista estadounidense, con doctorado en la Universidad de Michigan. Es co-director del CEPR, Centro de Investigación Económica y Política en Washington D.C. (Center for Economic and Policy Research). http://www.cepr.net. También es presidente de la organización Política Exterior Justa (Just Foreign Policy).

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