Pasaron ya las elecciones municipales en un contexto político dramático, con un gobierno federal con baja credibilidad y con legitimidad discutible.
Gran parte de los políticos tienen como objetivo llegar al poder por intereses y una vez en el poder, promover la reelección. Muchos de ellos no viven para la política sino de la política. Se deforma así la naturaleza de la política como búsqueda del bien común. Y lo que es peor, el político interesado se sitúa por encima del bien y del mal. Sólo hace el bien cuando es posible y el mal siempre que sea necesario.
Pero es importante denunciar que se trata del ejercicio perverso del poder político. Max Weber en su famoso texto de 1919 a los estudiantes de la Universidad de Munich, desanimados por las condiciones humillantes impuestas por las potencias que vencieron a Alemania en la primera guerra mundial, La política como vocación, ya había advertido: «Quien hace política busca el poder. Poder como medio al servicio de otros fines o el poder por sí mismo, para disfrutar del prestigio que el poder confiere». Este último modo de poder político ha sido ejercido históricamente por gran parte de nuestras élites a fin de beneficiarse de él, olvidando al sujeto y destinatario de todo poder, que es el pueblo.
Necesitamos rescatar el poder como expresión político-jurídica de la soberanía popular y como medio al servicio de objetivos sociales colectivos. Sólo este es moral y ético. Es imperativo, pues, contar con políticos que no hagan del poder un fin en si y para su provecho, ligados a procesos de corrupción, tan largamente publicitados, sino una mediación necesaria para realizar el bien común, a partir de abajo, de los excluidos y marginalizados. El paleocristianismo llamaba a esto liturgia, que significaba: servicio al pueblo.
En este contexto queremos recuperar la figura sin par de político de los tiempos modernos que es Mahatma Gandhi. Para él la política «es un gesto amoroso para con el pueblo» que se traduce por el «cuidado del bienestar de todos a partir de los pobres». Él mismo confiesa: «Entré en la política por amor a la vida de los débiles; viví con los pobres, recibí parias como huéspedes, luché para que tuviesen derechos iguales a los nuestros, desafié a reyes, no sé cuantas veces estuve preso». Lo mismo se podría decir de otra figura ejemplar, Nelson Mandela, que después de decenas de años de prisión superó el apartheid de Sudáfrica.
En estos tiempos de desesperanza política por causa del mucho odio que se extiende en la sociedad, y también por lo que no pocos denuncian como un golpe parlamentar-judiciario contra una presidenta consagrada por una elección mayoritaria, necesitamos reforzar a los gobernantes que se proponen cuidar del pueblo y hacer que el cuidado sea la línea de conducta de la vida social en el municipio, en el estado y en la federación.
A decir verdad, Brasil necesita urgentemente de quien cuide de los pobres y marginados. Lula y Dilma se propusieron intencionadamente cuidar y no administrar al pueblo, mediante políticas sociales de rescate de su vida y su dignidad. Actualmente predomina una política que cuida menos del pueblo y más de los ajustes rigurosos en la economía, de la estabilización monetaria, de la inflación, de la deuda pública federal y estatal, de la privatización de los bienes públicos y de nuestra alineación con el proyecto-mundo. Todo esto se hace sin escuchar al pueblo e incluso en contra de derechos sociales a duras penas conquistados.
Que no se diga que tal diligencia representa el cuidado para con el pueblo. Cuidado meticuloso y hasta maternal lo hay, sí, para con las élites dominantes, para con los bancos y para el sistema financiero nacional e internacional que tiene lucros exorbitantes.
En lugar de cuidado, en la política hay administración de las demandas populares, atendidas de forma paliativa, más para acallar la inquietud y ahogar la revuelta justa que para atacar las causas de su sufrimiento.
El cuidado para con el pueblo exige conocer sus entrañas por experiencia, sentir sus llamadas, compadecerse de su miseria, llenarse de iracundia sagrada y escuchar, escuchar y una vez más escuchar. Debería haber un Ministerio de la Escucha, como existe en Cuba. En este Ministerio deberían estar los discípulos de Paulo Freire y no los seguidores de Pavlov y de Skinner, maestros de una visión mecanicista de la vida humana.
Escuchar la saga del pueblo, sus padecimientos y sus esperanzas, las soluciones que encontró, el Brasil que sueña. Él quiere bastante poco: trabajar y con su trabajo dignamente pagado, comer, vivir, educar a los hijos, tener seguridad, salud, transporte, cultura y tiempo libre para seguir a sus equipos preferidos y hacer sus fiestas y músicas. Pero lo que más quiere es dignidad y ser reconocido como persona y ser respetado.
El pueblo merece ese cuidado, esa relación amorosa que espanta la inseguridad, proporciona confianza y realiza el sentido más alto de la política.