La victoria de Donald Trump, contra todo pronóstico, es en gran medida una evaluación del legado político de ocho años de gestión de Barack Obama, por parte de la ciudadanía estadounidense. Desencanto acumulado durante 30 años de neoliberalismo, por gobiernos demócratas y republicanos, cuyo único responsable no es solo Obama, pero cuya administración no cambió un milímetro el curso de la creciente desigualdad social de este capitalismo del siglo XXI.
Parte del voto a Trump corresponde a sectores del electorado con acendrados prejuicios racistas y machistas, pero otra parte de su electorado corresponde a personas que seguramente no comparten completa o conscientemente esos prejuicios, o incluso que los rechazan, pero que usaron ese voto como castigo frente a una crisis social creciente, de la que sin duda Obama tiene responsabilidad. Lo cual se complementa con otro porcentaje de mujeres, negros, latinos, jóvenes que repudian a Trump, pero también lo que la Sra. Clinton representa, esa élite política de Washington que trabaja para Wall Street.
Todos los analistas coinciden que gran parte de los votos a Trump corresponden a trabajadores blancos afectados por la globalización y crisis económica. Política de globalización neoliberal que Obama ha profundizado con multitud de acuerdos de "libre comercio", como los que ha promovido en la Cuenca del Pacifico (TPP) y con Europa (TTIP).
El voto a Trump es una manifestación más de la crisis generalizada de la globalización capitalista neoliberal, que se expresa en fenómenos como, la generalización de la pobreza y desigualdad social, el excepticismo creciente de la gente respecto a los sistemas políticos y sus partidos tradicionales, el deseo generalizado de que las cosas cambien como sea, las migraciones masivas, las guerras civiles permanentes en Medio Oriente, la polarización política en Europa entre extrema derecha e izquierda, los llamados gobiernos "populistas" o "progresistas" de América Latina, el cambio climático, etc.
Crisis agravada por la de 2008, de las "hipotecas basura", que Obama recibió, pero cuyo tratamiento en favor del sistema financiero, inyectándole cientos de miles de millones de dólares, y contra los trabajadores que pagaron la factura con sus impuestos, sino también con sus casas e hipotecas. Mal puede Obama argüir crecimiento económico, si ese crecimiento no significa ni más empleos, ni mejores salarios, sino una pérdida de poder adquisitivo y empobrecimiento generalizado que ha convertido en pesadilla el "sueño americano".
El economista marxista norteamericano, Fred Goldstein, afirma que en la última década el capitalismo yanqui no solo no ha creado nuevos empleos, sino que se han perdido 11 millones de puestos de trabajo, con una caída del ingreso familiar que promedia 6,7%, que supera el 7% entre los latinos y el 10% entre afrodescendientes ("Capitalismo en un callejón sin salida").
La victoria de Obama en 2008 representó un triunfo democrático, en el sentido de que pudo elegirse un presidente de origen afro estadounidense en un país de profundas tradiciones racistas. Pero rápidamente Obama defraudó las expectativas que sus electores pusieron en él. Ni siquiera hizo algún mérito por el inmerecido (perdón por la redundancia) Premio Nóbel de la Paz. Ni cerró la ilegal cárcel de Guantánamo, ni sacó completamente sus garras de Iraq y Afganistán, sino que llevó, junto a su Secretaria de Estado Hillary Clinton, a la barbarie de la guerra a Libia y Siria, y no avanzó ni un solo paso en reconocer los derechos del pueblo palestino. Sus aliados preferidos en la zona: Arabia Saudita, los Emiratos e Israel han financiado al grupo terrorista ISIS o DAESH.
Pese a su promesa de reforma migratoria, la administración de Obama mantuvo una inhumana política de expulsión de inmigrantes latinoamericanos (¡¡2 millones!!) separando familias y dejando niños en el desamparo. Pese a ser un presidente negro, la racista policía norteamericana siguió con la represión y asesinatos injustificados de la que son víctimas principales lo jóvenes de los barrios de mayoría negra. Más de 2 millones de personas, la mayoría pobres, sancionadas por delitos menores y tráfico de drogas, permanecen encarceladas.
En América Latina la política de Obama tuvo como centro el sabotaje sistemático, la conspiración y la promoción de golpes de Estado contra los gobiernos independientes o progresistas surgidos de la crisis del neoliberalismo en la última década. Intentos golpistas fallidos contra Rafael Correa en Ecuador y Evo Morales en Bolivia.
Sospechas acerca de las verdaderas causas de la muerte del presidente Hugo Chávez de Venezuela, y las posibles implicaciones del gobierno norteamericano en ello, e intentos golpistas contra su sucesor, Nicolás Maduro. Golpes de Estado consumados contra Manuel Zelaya en Honduras, Fernando Lugo en Paraguay y Dilma Rousseff en Brasil. Por el contrario, apoyos directos a los gobiernos derechistas neoliberales como Peña Nieto en México, Kucsynski en Perú, Macri en Argentina y Temer en Brasil.
Existen solo dos elementos en que el legado de Obama para América Latina y el Caribe podrían pasar por positivos e históricos: su aval para los Acuerdos de Paz en Colombia y el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Cuba. Sin embargo, esos legados podrían estar en peligro de retroceder próximamente con el ascenso al poder de Donald Trump.
En cuanto a Cuba, gracias a la mediación del Papa Francisco, se logró el histórico acuerdo para el restablecimiento de relaciones diplomáticas y las negociaciones tendientes a la normalización de relaciones mutuas (incluyendo aspectos comerciales y culturales). Pero incluso en esto Obama ha sido completamente pusilánime, porque si bien él no puede levantar por completo el bloqueo contra Cuba sin apoyo del Congreso, sí puede tomar otra serie de medidas que asegurarían y profundizarían la normalización con Cuba, de modo que haga más difícil que se pierda lo avanzado.
Según una publicación reciente del diario Granma, Obama podría tomar medidas concretas que no requieren aprobación del Congreso como: permitir a Cuba abrir oficinas de turismo en EE UU; permitir exportación de productos norteamericanos a ramas económicas importantes para Cuba como minería, biotecnología y producción petrolera. También podría permitir la importación de productos médicos cubanos a su país, así como la promoción y viaje de ciudadanos de ese país a recibir tratamientos de salud en la isla. Incluso autorizar la apertura de cuentas bancarias en EEUU a entidades cubanas, o inversiones de empresas norteamericanas en las Zonas Especiales.
La ausencia de estas medidas no solo prueban la mediocridad del gobierno liberal demócrata de Obama, que debilita y pone en riesgo lo poco progresivo que deja su "legado histórico", sino que también confirma que el grueso de su política hacia América Latina es claramente contrarrevolucionaria e imperialista, y esa es su verdadero balance histórico, y que en ese objetivo no solo era compartido por su candidata, Hillary Clinton, sino también por Mr. Trump.
Debemos recordar que la política imperialista de Estados Unidos hacia los pueblos latinoamericanos se sostiene invariable, con los Bush, los Clinton, Obama, y ahora con Trump. En ese sentido, no hay diferencias mayores, solo matices, entre demócratas y republicanos. Por ende la lucha bolivariana por nuestra independencia nacional y unidad continental no ha cesado con Obama, ni cesará con Trump.
A lo interno de los Estados Unidos, es público que los resultados electorales ha encendido una alarma generalizada entre amplios sectores de su población. Miles de personas ya han salido a manifestarse en las calles de diferentes ciudades, desde el momento en que supieron los resultados de las elecciones. Como si fuera en cualquier país de Latinoamérica, sus principales preocupaciones están marcadas por la amenaza de perder sus derechos y beneficios conquistados, producto de los nefastos planes anunciados por el magnate republicano, durante la campaña electoral.
Los trabajadores, las mujeres, las minorías, los inmigrantes, los jóvenes, "no son mancos" (como decimos en Panamá), y sabrán salir a luchar y defender sus derechos frente a las medidas impopulares del próximo gobierno. Ya lo han demostrado los miles que han salido a las calles en Estados Unidos desde que se supo el resultado de las elecciones.
En este contexto, la última palabra no la tiene Donald Trump, ni el aparato político militar de Washington, sino la lucha de clases, tanto interna como a nivel internacional, que es lo que verdaderamente mueve el piso a este sistema capitalista, excluyente y explotador.