Finalmente murió uno de los personajes más torvos y criminales que haya engendrado el imperialismo y la derecha militarista de Latinoamérica. Augusto Pinochet, siniestro nombre que asocia el dolor de millones de chilenos y latinoamericanos, miles de ellos asesinados por las hordas después del derrocamiento del presidente Allende, aquel nefasto 11 de septiembre de 1973.
Pinochet es el símbolo de la muerte, del crimen, de la maldad, de la intriga y la felonía, de la entrega de la soberanía chilena al capital extranjero y al imperialismo norteamericano y el aplastamiento de la identidad nacional chilena.
Pinochet es la expresión más arcaica y retrógrada de la oligarquía chilena y la expresión más viva de las políticas imperiales que no vacilaron un solo instante en el asesinato en masa y en la destrucción moral y social de aquel Chile que dio hombres de la estatura de Neruda, Recabarren, Allende…
Es imposible no asociar a Pinochet, engendro del mal, con el ejército chileno, responsable en altísimo grado no sólo de lo que ocurrió en 1973 y durante los 17 años que duró de la criminal dictadura fascista, sino del desarraigo y la incertidumbre del Chile actual que lleva a sus jóvenes estudiantes a insurgir contra el modelo educativo autoritario, castrante, impuesto por la dictadura militar y todavía vigente y defendido por un gobierno neoliberal que pomposamente se dice socialista, en extraña alianza con la derecha social cristiana que participó en el crimen de Allende..
Pinochet muere sin pagar ni uno solo de sus horrendos crímenes y deja una estela de pinochetismo flotando en el ambiente político y social chileno, sectores ultraderechistas que sienten la nostalgia de aquel régimen criminal, corrupto y entreguita; con el lastre del desfalco a los dineros del pueblo chileno escondido en los bancos suizos en dólares.
La muerte de Pinochet es propicia para la insurgencia cívica y el auge de las masas chilenas, adormecidas por años y que después de la dictadura no han podido recuperar sus niveles de combatividad por los derechos que les arrebatan los poderosos, los capitalistas, las transnacionales.
Pinochet no debe morir sólo físicamente, debe morir a nivel de la conciencia, del temor que aún suscita en las masas chilenas el efecto retardado de las políticas de ayer y aún vivas en la estructura estatal y de clases chilenas; masas adormecidas, desarticuladas políticamente salvo los grupos de vanguardia (PC, MIR, etc.) que no lideran, como ayer, las luchas. Una incipiente rebelión en la juventud
La muerte de Pinochet, más allá de sus seguidores, cierra un capítulo tétrico y triste para Chile y toda América Latina. No muere él, muere una concepción de la política de profunda raigambre norteamericana; la mataron los pueblos que hoy se levantan contra las tiranías, contra las oligarquías entreguistas.
Ésa es una muerte que afecta el corazón del imperio, porque Pinochet fue una hechura de los siniestros gobernantes norteamericanos, una extensión de sus políticas de dominación, profundamente anti comunistas y antipopulares. No se está enterrando sólo el envilecido cuerpo del anciano siniestro y criminal, se entierra un modelo que más temprano que tarde va a generar una crisis existencial y emocional en sus seguidores en Chile que se sentirán sicológicamente desarticulados porque saben que se les acabó su piso político, independientemente de que sean oficiales del ejército.
Ojalá esa muerte signifique el renacer verdadero del pueblo chileno y su liberación espiritual y política.