Sobre el poder judicial en el Estado Español

La teoría de la división de poderes está mal diseñada. El sistema judicial no es un poder independiente, como se viene demostrando en la práctica política del Estado español desde la instauración de la democracia liberal con la Constitución de 1978. Puede que las leyes lo reconozcan como tal, pero los hechos desmienten a las leyes. Lo mismo podemos decir de otros estados democráticos que han tenido que padecer la intervención política de los magistrados, especialmente en los países latinoamericanos –lo que ha venido a llamarse ‘guerra jurídica’ o lawfare-.

El sistema judicial es parte del poder ejecutivo, un instrumento del cuerpo jurídico para garantizar su cumplimiento, del mismo modo que el gobierno es un instrumento para llevar a cabo las políticas mayoritariamente decididas por la sociedad y expresadas en la composición de la Cortes y el Senado. Esta evidencia no me la he inventado yo. Está en los tratados políticos de John Locke, padre del liberalismo e inspirador de la Revolución Gloriosa de 1688, que instauró la monarquía parlamentaria en Inglaterra. Los tres poderes del Estado para Locke son el ejecutivo, el legislativo y el federativo, siendo este último la capacidad para llegar a acuerdos internacionales, cuya posición legislativa está por encima de la Constitución del Estado. Al establecer esa concepción de los poderes del estado, Locke está pensando en la paz mundial, lo mismo que ennoblece la actividad comercial como medio para dulcificar las costumbres de los hombres.

La quiebra del proyecto liberal de Locke es ya evidente en la Ilustración, a través de la crítica de Rousseau de la propiedad privada, que será recogida por Kant en su opúsculo La paz perpetua. Ese fracaso se debe especialmente a la imposibilidad de mantener la paz cuando un sistema económico expansivo, como es el capitalismo, necesita apoderarse de nuevos territorios para seguir creciendo. El imperialismo intrínseco al capitalismo liberal es incompatible con un orden mundial pacífico.

Pero ya antes Montesquieu había modificado la división de poderes de Locke, sustituyendo el poder federativo por el judicial. Dado que el cuerpo de los jueces contiene principios conservadores, por su mera característica de funcionarios con la misión de conservar el estado, el paso dado por Montesquieu es un expediente para recortar los excesos democráticos, manteniendo principios tradicionales.

Desde la perspectiva de Locke, que proviene del sistema judicial inglés con su procedimiento basado en los jurados populares, el juez es un mero funcionario que se limita a aplicar la sanción prevista por la ley, cuando el jurado establece la culpabilidad de un delito. El poder de juzgar y condenar o absolver reside en el pueblo. Lo que constituye una auténtica democratización de la justicia. Otra cuestión es si esa democratización contribuye a un ejercicio más justo del poder o no. Una cuestión de filosofía política que depende de los intereses sociales en disputa y solo puede ser zanjada en la práctica.

La izquierda debe afrontar este dilema, si es que realmente quiere ser efectiva en su acción política, desembarazándose de las trabas que le oponen los sectores conservadores; esas trabas se efectúan según los intereses de la clase dominante. Esto significa que los jueces son funcionarios del estado y como tales deben ser tratados. Cuando un funcionario deja de cumplir la función para la que se le ha asignado, debe ser sancionado. Claro que en el ejercicio de su función debe gozar de todas las garantías que le permitan realizar su trabajo con eficacia y eficiencia. Con todas esas garantías pero ni una más: sin ningún privilegio.

Hace tiempo que determinados sectores de la ciudadanía en el Estado español están pidiendo una nueva Constitución, que pueda abolir las incongruencias de la actual Constitución salida de los pactos de la Transición y otorgada por el rey Juan Carlos I. Sería de desear una Constitución republicana del Estado español y en esa línea sería conveniente que los legisladores tomaran cuenta de la experiencia histórica de las últimas décadas, rebajando el poder del sistema judicial a un apéndice del ejecutivo en su función de hacer cumplir las leyes.



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Miguel Manzanera Salavert


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