John Vicente Salvatierra abrió la puerta de su lujoso apartamento en Santa Paula, y tomó los periódicos que el conserje todas las mañanas dejaba allí. Después caminó lentamente, y viendo las portadas de los diarios, hacia su butaca Luis XVII. Tomó asiento y comenzó a ver rápidamente las noticias. Lo mismo que leía en El Nacional, estaba en El Universal, en El Nuevo País y en Tal Cual, que eran los únicos diarios que él leía. Todos los diarios hablaban del enfrentamiento entre el Gobierno y la Polar. Entonces, de repente, John Vicente se paró y fue hasta su balcón de la oligarquía y pegó un grito:
—En este país no hay un hombre que tumbe este gobierno, carajo.
Y empezó a meditar. “Así no vamos a ganar nunca. No tenemos un hombre bien arrecho que se decida a salir de este dictador, de este tirano. Y en la mesa de la unidad lo que hay es puro batequebra’o. Así no llegamos a ninguna parte. Este hombre nos quitó Pdvsa, nos está quitando Polar, y nadie dice nada. Y el pendejo de Diego Arria en vez de quedarse en el país defendiendo su vaina, salió corriendo para Estados Unidos, porque seguramente allá lo van a defender más que aquí, qué bolas”.
Mientras hablaba consigo mismo, John Vicente caminaba por el amplio apartamento. Veía los cuadros y afiches que tenía colgados en sus paredes y seguía meditando. Inclinó hacia la izquierda un afiche de Teodoro Petkoft que tenía colgado allí desde 1973, y estaba demasiado ido hacia la derecha.
Y siguió meditando: “Yo hago todo lo posible por salir de este autócrata, pero solo no puedo. Estoy seguro de que en algún lugar del país tiene que haber un opositor bien arrecho que sea capaz de salir de este hombre. Pero hay que encontrarlo. Hay que salir a buscarlo. Estoy seguro que ninguno de los que habla todos los días por los medios es capaz de salir de este tirano. Estamos claros que ninguno de ellos sirve, entonces ¿qué estamos esperando para salir a buscar el opositor que nos está haciendo falta?
Llegó hasta la cocina y abrió la tercera puerta de su lujosa nevera. Sacó de allí una frambuesa importada, la lavó debajo de la llave que casi siempre tenía abierta para que se desaguara el Gobierno, y luego le dio un mordisco. Desde allí vio que el Waraira Repano –perdón quise decir El Ávila– estaba de lo más fotogénico y agarró su cámara Nikkon y clip, clip, clip.
Después siguió meditando: “Mañana mismo salgo a viajar por toda Venezuela buscando al opositor que tumbe a este dictador. Mañana salgo a buscar un hombre arrecho”.
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