Escualo y no escuálido, a pesar de que entre estos últimos haya una buena dosis de seguidores de los primeros, como pasa entre todos los equipos de nuestra pelota rentada. Sólo que en mi caso, como seguro en otros, mi afición por los Tiburones de La Guaira no se limita al nombre de alguna estrella de determinada época o a alguna jugada inolvidable aunque una y otra cosa también están legítimamente presentes. Mi seguimiento al equipo litoralense, como otras aristas de mi ser, tiene un origen social, económico, humilde, de barrio y proletario pues, del que no creo útil ni necesario escribir ahora. Pero fueron los Tiburones, sus triunfos y derrotas acompañantes de buena parte de mi andar infantoadolescenteadulto existencial.
La derrota del sábado ante Leones del Caracas, 8 a 6, me tiene de cama. Sí creo –aún- que La Guaira clasificará a la próxima ronda pero también estoy consciente del esfuerzo que debe hacer y de la suerte que debe implorar, porque se trata ahora de depender de los demás equipos para alcanzar tal propósito.
El último afiche de campeones del conjunto aún está en blanco y negro desde aquella lejana temporada 1985-1986, cuando fue el Caracas nuestra víctima, club que al que por cierto hundimos en el debut, en octubre de 1962 y team que nos echó una maldición en la era 86-87 cuando impidió que nos coronáramos por tercera vez consecutiva.
Por los Tiburones sonreímos y lloramos en la escuela primaria, en el liceo y también en la universidad. Por los Tiburones discutimos fuerte en la época de cabeza caliente. Por los Tiburones apostamos con más fuerza luego del deslave de diciembre de 1999, pues, era la reserva de nuestros hermanos del estado Vargas. A los Tiburones los condenamos cuando se sumaron al sabotaje contra la revolución a finales del año 2002 y a ellos regresamos dos temporadas después, como regresaron otros ñángaras a sus respectivas novenas.
Sin contar el juego de ayer contra Cardenales de Lara, la horripilante realidad mostraba apenas 5 victorias dentro de 21 juegos escenificados. Sigo con mi llantén por dentro. Roguemos a San Mango, como solía decir el Musiú Lacavalerie.
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