Cuando Oswaldo Álvarez Paz dijo “Quiero ser presidente de este país”, levantando su copa hacia los micrófonos de los medios y hacia sus imaginarios electores, no se figuró el berenjenal en que se había metido. De inmediato fue refutado por la iniciativa presidencial de decenas de venezolanos de la oposición política nacional, que saltó como conejo de los rincones.
Todos parecieron reclamarle su premura, mirándole con desdén, como si hubiera cometido un acto impúdico. Uno de ellos le dijo: “Un caballero cuida sus emociones, de tal modo que la opinión pública nunca pueda señalarlo como ambicioso por el poder. Debe parecer que otros (¿el pueblo?) le postulan. Eso nos afecta a todos… Además, no se puede andar tomando en público”.
Oswaldo sonrió, condescendiente con su viejo conocido, Ramón Guillermo Aveledo, quien fragua su candidatura en las sombras y espera en silencio a su duende de las postulaciones.
“Simplemente somos estilos diferentes ─pensó mientras echaba un trago─. Contrarios a mí, son perversos los pájaros de la noche que aspiran la luz del sol, o viceversa”.
Pero fue el único alegato que Oswaldo tuvo tiempo para concebir, porque desde entonces, desde que había madrugado al año 2011 con sus declaraciones, no cesaron de surgir candidatos opositores por doquier, se dirá tan numerosos como electores. Y ello le mortificó las noches y los días, porque eran amigos, viejos aliados, hasta pupilos, a los que ahora tenía que apartar del camino. El deseo de patria ─pensó─ nada tenía que ver con las amistades. Ahí estaba Chávez ─repensaba─ y se requería un palo de hombre para derrotarlo.
Se dolía mucho de que se lanzaran como en tropel hacia los micrófonos, como para dejar en claro que el país no le pertenecía, que él (Oswaldo) no era Venezuela, y que todos tenían derecho a picar el pastel. No parecían comprender ─¡infaustos!─ que el país requería unidad, abanderarse bajo su persona redentora, procedente de la nación zuliana...
De entre todos, singular consternación le causó Lorenzo Mendoza ─el dueño de la Cerveza Polar y de las bebidas espirituosas en general─. Lo había señalado con su palo de golf, allá desde el Country Club:
─Venezuela nos pertenece a la familia desde el principio, para que lo sepas. Cristóbal Mendoza, nuestro ancestro, fue su primer presidente, hizo este país, y ahora lo hacemos nosotros, dándole pan para comer y quitándole la sed con nuestros licores. Es nuestro. ¡Que no se te olvide! En vez de pedir votos, ve pensando en depositarlos en mí o te arrasaremos con mil carestías, borrachón.
Más adelante, el mismo día, tuvo también que lidiar con un trío, que, también, a la par que pena por la desunión, no dejó de reportarle un momento hosco de animadversión política. Venían trenzados en una ardorosa discusión Eduardo Fernández, alias “El Tigre”, Enrique Mendoza y César Pérez Vivas, otrora compañeros de partido. Ocupaban los tres la angosta calle del Country Club, por donde habían salido a dar una vuelta, de modo que no le dejaron más escapatoria que afrontarlos. Cuando lo vieron, exclamaron al unísono:
─¡Mira quien va, el culpable de que estemos peleando!
De inmediato lo rodearon.
─¡Coño, la cagaste con ponerte a abrir la bolsa de los vientos antes de tiempo! ─le dice Enrique─. Mira cómo andamos los viejos compañeros de partido, discutiendo y tratando prematuramente de hacerle comprender al otro que cada uno de nosotros es el mejor para contender contra el tirano. Le estoy diciendo a Eduardo, por ejemplo, que al menos nosotros tres ─en este punto Enrique se endereza y se tercia la gorra sobre su calva─ hemos sido gobernadores de Estado, mientras él no es nada ni es…
─Más que un parricida político ─completa César─. ¿Se acuerdan la puñalada trapera que le dio al padre del partido, Rafael Caldera? Yo estaba razonando, por mi parte, que ustedes dos ─señalando a Eduardo y Oswaldo a un tiempo─ son una misma mierda que no respetan a nadie, que se desaparecen de la faz de la tierra y después de siglos se aparecen con la descarada ínfula de querer ser presidente, pasando por encima de todo el mundo. Muertos políticos que creen que Venezuela es un camposanto. A leguas se les notan las costuras de la ansiedad loca de poder.
─Sí, eso podría ser verdad ─riposta El Tigre mientras se amontonaba a un lado su estrafalaria nariz─, pero nosotros al menos nunca hemos dado la impresión de marica que odia a las mujeres golpeándolas por la espalda. ¿Cómo un hombre así puede captar votos para ser presidente de nada, caramba? Lo mismo éste, que se cree el carajito eterno de la gobernación de Miranda con esa gorra ridícula sobre su cabeza, más pelada que un circunciso. Si de costuras de ansiedad de poder que se notan hablamos, ¿qué más que semejante fascista que clausuró un canal de televisión en plena cadena nacional, de paso acusado de golpista? Al menos yo no tengo ese prontuario, y digo que quien no respetó una vez un cargo no puede aspirarlo jamás.
─Sí, pero se les acusa de traidores y borrachos ─se defiende Enrique, quitándose la gorra como para trapear a El Tigre y a Oswaldo─. ¡Son unos fantasmas y arribistas!
Cuando César exclamó “¡Más mujercita será tu abuela!”, metiéndole una zancadilla a El Tigre y empujando a Enrique, Oswaldo aprovechó la ocasión para escabullirse y seguir su camino, dejando el monte encendido. Detrás oyó que le gritaron cobarde y otras burlerías más, pero ya él apresuraba el paso sobre la ruidosa hojarasca de la calle de asfalto. Aunque, al doblar la esquina, se detuvo un rato más para pensar, mientras jorungaba un hormiguero bajo la sombra de los bambúes que crecen en los alrededores.
Cuando llegó a su casa, se sentió exhausto, pensando en que eso de ser candidato de la oposición era una aventura cuesta arriba; que no necesariamente por ser el primero en manifestarle su amor al país resultaría él en ser su único amante y que, a apenas un día de su declaración, ya la cosa parecía encenderse cansonamente en debate. Al parecer el país tenía demasiadas propuestas de matrimonio, y en desconcierto. Se lo decía el día que sucedía, recién vivido, y del modo más penoso, sin esa comprensión concreta en los otros de que él era el hombre, el candidato de Venezuela. ¡Ah, Venezuela!
Mandó a la mucama a apagar todos los televisores de su casa, porque le pareció que en cada uno de ellos hablaba un candidato distinto, todos gritando cuánto querían al país y ofreciendo abnegaciones, como si fueran él. Asco sintió por momentos y, no queriendo saber más nada de política (para político él), decidió irse a la cama, no pudiendo apartar de su imaginación el agitado hormiguero que había contemplado en la tarde entre los bambúes.
Pero esa noche no pudo conciliar el sueño. Sudoroso y acezante tuvo que abrir los ojos varias veces, tentado terriblemente por echar un trago allá en el bar de la sala. En una de esas aperturas se quedó pasmado con lo que avistó en medio de la oscuridad, dándose cuenta de que en verdad dormía y soñaba, y que nunca había despertando a ratos, como se lo tenía creído. Su cama estaba rodeada por todos los candidatos a la presidencia de Venezuela imaginables, desde el flaco Henrique Capriles Radonski hasta el voluminoso Hermánn Escarrá, cada quien haciendo ostentación de un carácter mediático distintivo, como políticos aspirantes a la presidencia que eran y también como sus virtuales contendores que lo acuciaban.
Ramos Allup lo señalaba con su índice, amenazándole con contar algo que él sabía (repetía a cada rato “No me hagas hablar, pajarito”); María Corina Machado le mostraba sus rodillas; Pablo Pérez lo regañaba y le recalcaba que Rosales era el líder de la oposición en Venezuela, y que lo prefería a él como candidato; Escarrá se bamboleaba peligrosamente muy cerca de su cama, con una constitución en la mano; Antonio Ledezma le soplaba la cara con un viento frío como del norte, asegurándole que tenía el apoyo de los gringos; Julio Borges se empeñaba en taparse las cejas con una cámara fotográfica, proyectándose sobre su calvicie; Henri Falcón ─el saltador de talanqueras del oficialismo─ lo apuntaba seriamente con su garrocha; Leopoldo López le mostraba un fajo de cheques de unas petroleras, diciendo que él tenía asegurado el financiamiento para la campaña; Henrique Salas Feo le repetía insolentemente que él era un amo del valle, de origen alemán, con credenciales templadas de sabiduría; y Henrique Capriles Radonski se peleaba con López y Salas aseverándoles que el del dinero era él, porque no era de origen alemán sino judío, el oro del mundo.
Un grito en medio de la noche se escuchó y, cuando la mucama encendió la luz, encontró al dueño de la casa en la sala, brillante la frente sudada, directamente sentado sobre el frío piso, sirviéndose un güisqui sin las rocas.
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