La irrealidad desquiciada

Tres eran las colas que, en el banco Provincial de El Hatillo, confluían con exasperante lentitud en el único cajero abierto. El ánimo tenso de los que allí estábamos no era gratuito, pasar más de una hora para cobrar un cheque nos hacía sentir que, ese banco, se aprovechaba de nuestro dinero y tolerancia.

Pero, ¡fíjense que cosa! Por estos tiempos de polarización política y excitación de la fibra irracional, el enojo de la gente represada por el agiotaje bancario, no se enfiló a la gerente que, desde una pecera, conversaba animadamente por teléfono, sin que la vista panorámica que tenía sobre la jorobada multitud le recordara sus deberes como regente.

No, nadie soltó el airado ¡Señora! ¿Podrá usted ponerse a trabajar de verdad? Por el contrario, los que hablaban y los que asentaban con la cabeza coincidían en: culpa e´ Chávez.

Un tipo con un vozarrón de tenor de bar inculpaba a la nueva ley del trabajo de estar acabando con la labor que realizaban en este país los abnegados empresarios, reconocimiento que extendía hasta los vascos del Bilbao Vizcaya. A esta pobre empresa, decía el tenor tabernario, ya le resulta muy costoso el pago de sus empleados en Venezuela que, a diferencia de los españoles, cada vez ganan más y trabajan menos.

Otro cliente, calzado con botas llenas de salpicaduras de concreto, apelaba a su experiencia de constructor para describirnos como se caía el andamiaje de la República: la falta de cemento está acabando con la construcción, dijo, la escasa producción nacional y la importación controlada por los del gobierno para hacer unas pocas casitas y “negociar” el resto, ha hundido este sector estratégico.

En mi solitario disenso quise decirle al constructor que esas “pocas” casitas sumaban 380 mil, pero, no pude, una señora que lucía un peinado como aquellos que usaban las abogadas adecas, detuvo mi esguince: todo lo que ellos hacen es intencional, quieren volvernos locos.


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J. M. Rodríguez


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