Era el personaje del momento, ¿quién lo dudaba? Probablemente en todo el mundo, justo en ese momento, no había ser humano más popular, es decir, más odiado y amado a un tiempo, como bien corresponde a un político. “Así es la vida pública, Leopoldo López”, se musitaba así mismo, desplegando una sonrisa vana, “Es la fama.”
Su esposa lo tomaba de la mano de vez en cuando y se la apretaba, como interpretando sus silencios.
─¡Cálmate, amor mío! ─le recomendaba a cada rato─. Te vas a hacer a hacer daño con tanta intensidad de pensamiento.
Entonces Leopoldo le mostraba la blanca hilera de sus dientes, bajando como a voluntad el efecto saltón de sus ojos.
─No es nada, cariño. Tranquilízate. Todo estará bien. Contrario a lo que se pueda imaginar, mañana será un gran día, no sólo para el país y para mí, sino para tí, que eres mi esposa, potencial primera dama.
─Pero, Leo ─le reprendía ella, angustiada─, ¿cómo me dices eso, que parece tan poco serio e irreal ahora mismo? ¡Si mañana precisamente te van a hacer preso y no hay nada de eso de lo que hablas…! Y por lo que he oído..., por lo que he oído de esa horrible gente del gobierno...
─¿Qué? ─la cortaba, mirándola fijamente─. ¿Que me matarán? ¡Por favor, eres ingenua, querida mía! Eso no es lo que debe preocupar. Esos idiotas no matan a nadie, mi amor. ¡Quien me preocupa es mi propia gente!
─Por eso ─sentenciaba ella─. ¿A mí qué me importa de dónde te maten si al final es igual?
Y bajaba el brillo insistente de su fija miraba, moviendo sus ojos de un lado a otro, como dándose una tregua para tomar el rostro sollozante de su mujer sobre sus hombros. Problemas de la fama, se diría.
Definitivamente ella no lo interpretaba acertadamente, se decía, perdiendo la vista un rato en medio de la noche caraqueña, oyendo el permanente tumulto de las barricadas en las calles de Chacao, en su nombre, por cierto, como si buscara el sol rápido del amanecer para concretar de una buena vez los magnos planes que en su cabeza borbotaban.
Inspeccionaba su derredor con detenimiento, casi con malestar, con ojos de fuego y decepción, cuidando que su mujer no lo notara, por supuesto. El olor a chamusquina invadía el apartamento-fachada-de-bunker donde lo habían alojado sus amigos políticos aquella noche, y por las ventanas se colaban también con claridad los vítores que lo celebraban, las repentinas explosiones, los fuegos artificiales de aquellas sucesivas noches de violencia que el don de su providencia habían generado. Él, Leopoldo López, contra todo un Estado, futuro Estado arrodillado. No pudo evitar exclamar:
─¡Estúpidos! ─pensando en la contrariedad de que quienes lo pudieran asesinar fueran precisamente sus compañeros de bando ideológico. Al momento sintió como su mujer le imprimió más pasión a su abrazo, como si hubiese querido inocularle sosiego. “Querido ─le susurraba─, pienses mal o pienses bien, estás pensando”.
No pueden comprender ─seguía cavilando─ lo que para él había tomado visos de revelación desde hacía rato. La realidad no era un puro de cosas inertes y hasta opuestas, como te enseñaban, sino una arcilla moldeable por la voluntad del hombre. Como él mismo había hecho con Venezuela en los últimos días con su partido Voluntad Popular.
Por eso miraba y miraba de nuevo el lugar que lo rodeaba y se molestaba una y otra vez con aquella cuerda de idiotas, pendientes nomás del facilismo, sin visión profunda, listos para sacarlo del camino y robarle sus frutos, gafos que afirmaban que era un fugitivo “enconchado”, en trance de ser capturado y preso, liquidado políticamente.
─¡Imbéciles!
Había descubierto que el mesón de los periódicos en la esquina del apartamento, las escandalosas pantallas de la computadora y de la TV, así como las portentosas insignias de su organización política, Voluntad Popular, y los recortes en las paredes y las fotos de sus apoteósicas marchas, suerte de trofeos de combate, y los incontables obsequios y mensajes de sus seguidores, y hasta los fementidos muertos y delitos que el gobierno le achacaba (guarimba, golpe de Estado, sedición, conspiración), en modo alguno configuraban una realidad de paredes que lo represaban en un escondrijo. No, no, caballero: de repente todo aquello crecía como un monumento ante sus iluminados ojos, monumento a sus pies, mundo a sus pies, preludio presagiante de lo que habría de ser la historia de su país al día siguiente cuando se entregara como reo, cuando tomase la palabra ante los medios de comulación y cuando diese el vuelco que tendría que dar por fuerza de su providencia personal.
─Pero no entienden, mi amor, al quererme matar, que no cualquiera está llamado a transformar la materia y la historia. Se debe primero tener una revelación, y tener condiciones, naturalmente. Yo por sangre estoy emparentado con Bolívar, el padre de todas estas tierras, y también con Cristóbal Mendoza, el primer presidente de este país. No por casualidad la historia me ha traído acá, a esta circunstancia de continuar las mismas sendas grandiosas que mis antepasados, y tampoco es casualidad que me haya educado en las mejores universidades del mundo (Kenyon College, de Ohio, y Kennedy School of Government, de Harvard), donde un año no lo paga cualquier pelabolas de esos que me quieren matar ($60.000) y donde se imparte la mejor preparación del mundo para dirigir naciones, tanto más cuanto EEUU es la mejor democracia del mundo y no esa denigrante acusación de imperio del mal que estos malparidos del gobierno se empeñan en soltar. He sido alcalde de Chacao dos veces, he fundado partidos políticos, soy padre y jefe de Voluntad Popular, soy Maestro en Políticas Públicas en Harvard, conozco el sistema, tengo dinero (si de eso se trata) y puedo ayudar a mucho hambriento por ahi, mi familia alimenta a este país desde hace decenas de años y también, como si fuera poco, le da de beber con el mérito de darle identidad nacional con su cerveza Polar... ¿Qué más? ─soltando a su esposa y llevándose las manos hasta la sien─. ¡Comen y beben de mí, mi amor! ¿Qué más tiene que ocurrir para que comprendan y me reconozcan? ¡La gente me ama! ¿No la oyen en las calles con sus gritos de libertad y balaceras de paz? Me toca ahora ser el que viene, el presidente de este país, el gran líder para redimirlo, rescatarlo de las garras de este comunismo atroz que nos priva de felicidad. ¡Pero no, no comprenden ahora estos “amigos” míos que mi acto de entrega no es una rendición, sino un gran principio dentro de un magno plan, y entonces juegan a perderme, los muy hijos de puta! No ven más allá de sus estúpidas narices, y andan es pendientes de peleas internas, empujándose unos con otros para hacerse con cargos y ser jefes, rogando que con mi asesinato se encienda el país completo, caiga el gobierno y entonces ellos, las muy basuras, recoger el fruto de mi sangre derramada. ¡Payasos! Desconocen que se tiene que estar predestinado por la historia, como yo, para fundar nada. Mañana aprenderán, mañana...; previo análisis de la historia de este país, expondré mi plan en apenas pocas palabras... ¡Ya verán!
Consternada y hasta asustada, su mujer se había desprendido de él desde hacía rato, oyendo desmesurada su discurso. Después de tocar su frente y observar espantada aquellos ojos repentinos, como de puntiagudos fuegos, había salido y regresado con el auxilio de una especie de edecán que hacía guardia en la habitación contigua.
Entrambos lo sujetaron y lo llevaron hasta su cama, pidiéndole calma y paciencia, diciéndole que el día próximo ya entraba y que debía descansar para ello, para estar fresco para la patria. Y así lo redujeron, entre gritos exaltados de ser el presidente, ella la primera dama y el edecán ministro.
Al día siguiente, mientras con su familia se dirigía al punto donde daría a las masas su discurso para posteriormente entregarse al los cuerpos policiales, iba tarareando las palabras que Bolívar pronunciara en su lecho de muerte (“Si mi muerte contribuye a que cesen los paridos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”) y las de Hugo Chávez cuando fuera apresado (“Compañeros, lamentablemente, por ahora, los objetivos que nos planteamos no fueron logrados [...] y yo, ante el país y ante ustedes, asumo la responsabilidad de este movimiento militar bolivariano. Muchas gracias.”)
─¡Ambas cambiaron la historia en su momento! ─exclamaba de vez en cuando ante los rostros preocupados de sus familiares─, luego de lo cual ─proseguía─ cada uno fue un personaje ilustre en el país e inició un nuevo ciclo político dentro de la historia. Tal es el camino.
Llegado el momento, en medio de la parafernalia propia de las manifestaciones callejeras, con megáfonos por doquier, cámaras, luces y la barahúnda de la gente, sus adeptos, emocionados con la aventura de derrocar gobiernos e incendiar calles, guardaron silencio para escucharlo. Soltó:
─”Si mi encarcelamiento es el despertar de un pueblo, valdrá la pena”.
Y así, palabras más, palabras menos, se dirigió hacia el piquete de la Guardia Nacional Bolivariana para entregarse, deleitándose en su pensamiento con el porvenir político de sus adversarios, propios y ajenos, juguetes ahora del destino ante esta su última y definitiva maniobra estratégica. Un nuevo ciclo nacía para la patria y con él su resurrección política, es decir, la de Leopoldo López en la historia.