Lo que hablan los profesores de izquierda

Por estos días guarimberos, cuya mejor descripción es aquella del yo agredo a quién me dé la gana, el asombro se hace inalcanzable. Se puede ir desde el estupor al ya nada me sorprende. Y no solamente por los hechos, también por la impunidad con que se cometen.

Las guarimbas, cuya diferencia con las históricas barricadas va mucho más allá del asunto de clase, se están convirtiendo (por lo del antojo) en el nuevo modo de comportamiento social de la gran y pequeña burguesía. Es su nueva manera de enfrentar las diferencias, el novedoso método de defender la libertad y vociferar contra el otro, así sea en un restaurante.

Ellas son ya el modo, esencialmente camorrero, de decir y hacer lo que antes se evitaba, si no por educación y respeto, por medidas de prevención de consecuencias. La camorra, propia de desalmados, siempre es (cosa aún peor) una expresión de agavillamiento. Por el contrario, la razón, no apagada por adhesiones políticas ni alborotada por pasiones juveniles, seguirá siendo una virtud individual de ciudadanos conscientes de la existencia del otro.

Todo esto viene a cuento porque me quedé boquiabierto frente al artículo publicado por el profesor Tenreiro en la revista digital del Colegio de Arquitectos. Resulta obvio que fue escrito con la mente puesta en unos destinatarios con los cuales tiene lo que, coloquialmente, se conoce como una vieja culebra. Sin embargo, el ambiente guarimbero parece haberlo afectado de tal forma que ahora generaliza señalándonos lo que, según él, deberíamos enseñar los revolucionarios en (nuestro) rol de profesores

Y va más allá, dice que de no hacerlo sólo seremos profesores desalmados (cosa que él siempre ha sabido). Tan desalmados como los que, imagina, viven en Cuba, China, Irán, Rusia, Corea del Norte, Bielorrusia o Zimbabue. Se debe haber informado de eso a través de la lista de los malvados del mundo que publica la amable y generosa Norteamérica.

Al leer tal agravio recordé, no sólo los esfuerzos de Bertolt Brecht, para obligar al espectador (o a sus alumnos) a sacar sus propias conclusiones, también los realizados por los venezolanos modestos y dignos que me vienen a la memoria mientras escribo: Silva Michelena, Héctor Mujica, Núñez Tenorio, Alfredo Maneiro, Sanoja Hernández, Henrique Hernández, Samuel Pieters o Luís Jiménez. Y también Fruto Vivas, J.P. Posani, Judith Valencia, Gustavo Pereira, Marcelo Alfonzo, Earle Herrera, Carlos Polanco, Iraida Vargas, Javier Biardeau y seguro, muchos miles más, que no se salvarán del castigo divino.

Es que Tenreiro es implacable, flotando sin ninguna perturbación sobre la más horrorosa desconstrucción del espacio urbano que se ha visto en esta ciudad, asume que todos estos profesores, fallecidos los primeros y con salud los otros, no han sido otra cosa que instrumentos ciegos de sus dirigentes, cosa que aceptaron con sumisión creadora, como la de todo buen revolucionario

Claro, la intemperancia de Tenreiro pudiera no estar asociada al inducido desquiciamiento social que he planteado, que sea más bien, producto de eso que, lamentablemente, se desarrolla en algunos ancianos como nosotros: la demencia senil. En todo caso, y sin considerarme que esté a salvo de ellas, cualquiera de esas razones son muy lamentables.



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José Manuel Rodríguez


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