─Ahí está ─dijo la mujer del médico cuando me tuvo a tiro, encaminándose hasta mí para darme la recepción planificada, junto a un individuo de saco y corbata. [Viene de http://www.aporrea.org/oposicion/a210485.html].
─¿Cómo está, señora, en que puedo servirle? ─le pregunté con una calma realmente inútil a juzgar por la facciones iracundas de su cara.
─Soy la esposa del Dr. Pancho…
─Sí, la conozco ─la interrumpí para ayudarla a abreviar protocolos. Sus mejillas temblaban y yo no podía dejar de pensar en la parálisis facial del Dr. Pancho─. Usted es Katherine… ¿Cómo sigue mi amigo el Dr. Pancho?... Me refiero al percance de esta…
─¡Amigo!... ─exclamó desorbitándole los ojos al hombre que la acompañaba, difícilmente controlada─. ¡Es el colmo que usted diga eso!
─¡Tranquila, señora Perfetti, déjeme a mí! ─terció el de saco y corbata.
Intenté continuar mi paso, levemente, reajustándome las bosas en mis manos; pero la señora de Perfetti se me encimó y llegó a apretarme con avidez uno de mis antebrazos. A su movimiento de cortarme el paso, otros varias personas más atrás, que conformaban la compañía, hicieron lo mismo, incluyendo a la vieja cacatúa, cuya presencia no terminaba por explicarme, y un tipo en especial de gran corpulencia.
─¿Qué es esto? ─le pregunté al de corbata, quien parecía abogado─. ¿Un secuestro? ─y coloqué las bolsas sobre la acera, levantando las manos.
─¡Tranquila, señora Katherine, suéltelo!
─¿Qué "suéltelo" ni que nada? ─empezó a mugir─. Tú eres el culpable, maldito chavista, de lo que le pasó a mi marido y vas a pagar…
Y en el acto se me hicieron patente mis anteriores temores de aquelarre: aquella gente enferma, enferma de política y oposicionismo hasta la médula, estaba allí por su chivo expiatorio para cobrar venganza, pero no tanto por el percance de salud del Dr. Pancho ─de quien estoy seguro nada les importaba─ como por cómo le iban las cosas con su dirigencia nacional, sus políticos y políticas, una sarta de inmorales, sin brillo propio, presos, sin ideas nativas sino foráneas, rebatida hasta por el Consejo Nacional Electoral al mandarlos a reformular candidaturas para las elecciones a la Asamblea Nacional por el hecho de menoscabar la participación de la mujer. Salieron a la calle y miraron las primarias del PSUV, nutridas y disciplinadas, con ideario, y enfermaron de pura merma; y enfurecidos siguen saliendo en busca de su generación extinta y lo que consiguen son montones de gente calladita a quienes odian porque suponen que en su interior esconden a un chavista. Y ahora montan un teatro por una razón cualquiera para quizás darle una tunda a un pobre chivo expiatorio, para el caso yo.
─Mis excusas, señor Iván ─dijo la corbata─. Puede pasar. Es usted completamente libre. Soy Carlos Hoffman, el asesor legal de la familia Perfetti y nuestra presencia acá es sólo para prevenirle que iniciaremos acciones contra usted por hostigamiento en la persona del Dr. Pancho Perfetti, hecho que derivó en lo que usted y yo sabemos, un problema de salud, estrés, parálisis. El señor aquí presente, David, ─señaló al quiosquero, quien junto a otros miraban expectante─, nos ha rendido una declaración y fue testigo presencial de los hechos. Sírvase…
Busqué con los ojos al quiosquero, pero bajó la cara. Hablando siempre con mi esposa, mi contertulia política, comentábamos casos parecidos al del quiosquero, gente simple de pueblo que, temerosa de su poca fortuna y de las que la tienen en mayor cuantía, se acomodaban al mejor postor. Solíamos concluir que ello ocurría no sólo por ignorancia, por disposición genética y anímica de las personas (Aristóteles decía que hombres hay que nacen esclavos y otros amos), sino también por falta de cobertura revolucionaria, ideológica específicamente: que al ser el hombre un ser de ideas, era susceptible de mutar a cualquier nivel para el logro de conciencia, y que era reto casi utópico la tarea de trocar el componente egoísta del capitalismo, tan atractivo para las masas, por la actitud altruista del socialismo, tan paulatina y hosca a la conciencia humana. De todos modos no era para menos: al echar un vistazo el quiosquero hacía el fondo del escenario principal habrá visto lo que yo: unas veinte personas fragante e impecablemente vestidas (como se supone visten los escuacas), parientes y amigos del Dr. Pancho, todas con el rostro endurecido, como también se corresponde con el perfil amargado de los escuálidos; un tipo con indumentaria civil, pero de aspecto policial; un abogado y su asistente; las dos ahora viejas cacatúas y el corpachón como de dos metros de altura que parecía tener por misión sellar la puerta de acceso a mi edificio.
─¿Qué puede haberle dicho sino la verdad? ─le pregunté al abogado después de mirar al quiosquero─. Una discusión política la tiene cualquiera con cualquier otro y a cualquier hora. Nadie tocó al Dr. Pancho: el mismo se emocionó tanto con sus razones que solito se infartó.
─¡Mentira, mentira, maldito chavista! ─soltó la señora de Perfetti desde atrás del abogado─. Tú lo empujaste.
─¿O me va acusar usted de las discusiones y emociones política que a cada rato vive la ciudad? ─continué con el abogado sin hacer oído de las sandeces de la doña─. ¿O debo interpretar ─le dije de una vez, molesto con situación tan ridícula─ que todo esto viene al caso como la expresión frustrada de una cuerda de escuálidos derrotados? ¿Tengo yo culpa acaso de que el pueblo mayoritario haya elegido un cambio en el país con el comandante Hugo Chávez, y que esa vaina les duela?
─Hablemos con respeto, señor Iván… ─me dijo la corbata, el saco y el abogado juntos.
─¡Respeto nada, chico─ exclamé─. ¿Quién ha sido acá primero llamado "maldito chavista" en su presencia, ya que es usted quien habla de respeto? ¡Respeto exijo yo! ─mientras saqué mi teléfono, marqué un número inteligente y en breve dije, con notable intención, "─Es Iván. En el mercado no hay carne, sino zamuros frente a mi casa. La suerte de mi día".
─Mire ─se acercó al abogado por fin Nancy, la cacatúa, que había permanecido mirando la novela─, ¿puedo aportar algo? Este señor es un ladrón, trató de robarme en el mercado, ahorata mismo, mírele las bolsas, de donde ambos recién llegamos…
─Disculpe, señora ─dijo el abogado─, ¿quién es usted? Esto es una causa entre la familia Perfetti y el señor Iván?
─No, nadie en especial ─dijo─. Sólo una transeúnte que fue agraviada por esta plaga que le cayó a Venezuela y, como veo a otra buena gente en la misma situación que yo, hago de solidaria.
Volví ajustarme las bolsas del suelo indicándole con el gesto a todos de que ya había tenido bastante con la estupidez, pero la señora de Perfetti, cacatúa dos de esta historia, se interpuso con cuerpo y palabra:
─¿Para dónde va? Oiga bien: mi esposo tiene un hematoma, producto de un golpe, y esto es asunto con implicación penal.
─¿Y yo qué tengo que ver con eso? No toco al Dr. Pancho ni cuando lo saludo y, si tiene hematomas, los tendrá quien sabe por qué.
─Vea, señor Iván ─me dice el abogado─. El testimonio del señor David no niega la posibilidad de que usted lo haya golpeado, sin duda un hecho a considerar sobre el hecho mayor del hostigamiento.
─¡Ajá! ─digo yo, buscando con la vista al quiosquero, quien azorado por la presión dijo en voz alta que si alguien o yo había golpeado al Dr. Pancho habrá sido cuando él no vio, porque no le constaba nada. Cuando lo oí me convencí del remate de locura de aquella gente, peligrosa por consiguiente, gente que miraba posibilidades como hechos consumados. Y como dije, estaban allí sin duda para drenar el pus político de una herida histórica en sus carnes y alma, sin nada que los relacione con lo que contaban sus argumentos. Me vino a las mientes otra vez mi esposa, siempre con sus consejos conservadores, de precaución ante la locura fascista, la misma que forma facciones para atacar en patotas y cobardemente, como hienas, a un hombre armado con su razón nomás.
─Señor Carlos, o como se llame, oiga lo que le diré ─le dije, sintiendo detrás de mis espaldas el apoyo de unos cinco o seis vecinos que me habían visto en el trance, deteniéndose─. Vivo en un país libre y soberano, y yo mismo soy ése también, libre y soberano. Usted y su gente me obstaculizan el paso. Si tiene algo penal en mi contra, relacionado con el Dr. Pancho como dice, llámeme por el canal que debe, y por los momentos se me va apartado del camino porque proseguiré a mi casa. Para serle franco, yo no veo nada sólido de lo que usted dice aquí, nada de pruebas, puras suposiciones y tonterías; lo que veo, más bien, es una especie de teatro, una partida de gente opositora, llamada "escuálida" con razón por el comandante Chávez, llena de odio, disociada, resentida, con el alma fuera de la patria (¡extranjeros!), brava porque a cada rato les metemos el palo de la democracia con las elecciones y cada vez más ven perdida la esperanza de convertir a Venezuela en el basurero de la inmoralidad del pasado. Me perdona, yo no pierdo tiempo con los grumos de una nata ya piche…
El corpachón, que se había acercado por detrás del abogado y de la señora Katherine, de improviso salió y me empujó, exclamando "─¡Lo golpeaste, maldito!", haciéndome caer sobre los brazos de mis vecinos. Estos, dejándome a un lado, se fueron al frente para reclamar el atropello, pero de inmediato tuvieron que recular porque toda aquella masa de gente sacó a relucir no se sabe de dónde (seguro de debajo de las elegantes ropas) palos y cabillas. El quiosquero empezó a cerrar su comercio y la vieja cacatúa (Nancy) , dejando sus bolsas a un lado, la emprendió a mano limpia contra uno de mis vecinos, gritando "─¡Policía, policía! ¡Ayuda!"
Como si la confrontación fuese un inevitable hado para aquel mi amargo día post electoral, para cuando me repuse del empellón ya dos de mis amigos se habían liado con el corpulento; y los otros dos, llevándome a mí, tuvimos que retroceder hasta el interior de una tienda empujados por tan inusitado ataque cavernícola, pues aquella masa al parecer tenía el deseo de algún linchamiento para calmar su sed de injusticia política, ¡política!, que nadie me dirá que es por ninguna causa humanitaria, menos la del paralítico Dr. Pancho.
Cuando la situación cobró visos de asedio contra la fortaleza de la tienda donde nos habíamos apertrechados (una zapatería), adonde se habían venido a refugiar también los que peleaban con el gigantón, habiendo roto ya unas cuantas vidrieras, llegó Héctor con un camión cargado de chavistas, unos veinticinco, aproximadamente, gente militante en la parroquia nuestra, camaradas, solidaria, quienes nos organizamos en el sector no sólo para ir a votar por la causa transformacional de Venezuela, sino también para asistirnos ante cualquier locura desatada escuaca.
─¡Aquí estoy! ─dijo en voz alta, bajando del camión y plantándose en la acera─. ¿Dónde están los zamuros? ─preguntó a pesar de que los tenía al frente armados con palos y cabillas.
Cuando los revoltosos los vieron, no más parados en la acera, en estado de alerta, listos para lo que fuera, vestidos de rojos como una pesadilla a sus ojos, sin siquiera lanzar un golpe, no quedó uno. Corrieron Baralt arriba, la vieja cacatúa también, olvidando sus bolsas al lado del quiosco; el abogaducho agarrando las manos de su cliente, la afligida viuda se dirá de la IV República.
─¡Corral de gallinas! ─les gritó el quiosquero, haciendo el mohín de querer confrontarlos y seguirlos, comprendiéndose que ahora era su misión congraciarse con quienes sumaban la mayoría.