El opositor bebía un trago de güisqui que llevaba en un envase elegante de su bolsillo. Estaba recostado en uno de esos viejos árboles de las avenidas de Altamira, mirando furibundo el humo que se levantaba desde las basuras y cauchos encendidos en las calles. Fumaba también un cigarrillo. Quería entrar en el calor de la refriega, pero una bolsa de alimentos de los Comité Locales de Abastecimiento y Producción (Clap) lo retenía en su pasividad, amarrándolo a sus seis kilogramos de peso descansados sobre el césped, limitándolo a observar.
Había salido de su oficina, un ministerio donde trabajaba, asqueado de la rutina insoportablemente cacareada de "servicio a la patria". Ansiaba la subversión, el cambio, la guerra, la muerte de tanto hijo de puta vestido de rojo. Soñaba con misiles, armamentos, uniformes militares. Deseaba, profundamente, la invasión, la bayoneta extranjera clavándose en suelo patrio, mancillado por el comunismo desfasado gobernante. Nunca había comulgado con ese engrudo socialista de que las gentes tuvieran que ser iguales. ¡No, no! No le parecía natural. La vida humana debía tener grados y merecimientos, a émulo mismo de los animales más fuertes que se imponían en las selvas de los mundos. ¡Eso sí que sonaba a justicia divina, natural, soberana, libre, espontánea, cósmica, perfecta, merecible, deseable!... De manera que tenía que ocurrir algo en Venezuela, un golpe, una hecatombe, un terremoto, una extinción de dinosaurios, los bienamados gringos desembarcando en las costas de La Guaira.
De pronto un grito, una algarabía, la certeza de una carrera. Se irguió alerta, buscando visualmente una vía de escape por si acaso le amenazaba lo que se avecinaba. Al garantizar mentalmente su seguridad, guardándose la imagen del callejón solitario a sus espaldas, volvió la vista hacia la avenida de donde procedían los desórdenes. En efecto, un chavista, vestido con una camisa roja chamuscada y ardiendo en llamas en el resto de piel e indumentaria, corría pidiendo auxilio, huyendo de un grupo de patriotas que lo perseguían armados con palos, piedras y cuchillos, ansioso del remate.
El muchacho lloraba, implorando por su vida en medio de gritos, frotándose la piel para intentar ahogar el fuego, que se aviva con la fuga. El opositor se irguió de nuevo, el corazón saltándole de gusto, feliz con la posibilidad de ayudar en la protesta. Por la proyección de la carrera del desgraciado, determinó que pasaría a su lado, frente a la guarida de su árbol. Atolondrado, buscó con la vista con qué golpearlo, un palo, una cabilla, un escombro cualquiera, pero, para su desilusión, el pavimento y la grama estaban limpios, doliéndose de los buenos servicios del aseo público. Sin tiempo ya para pensar, y lamentándolo por sus alimentos, decidió embestir a la pira humana con su bolsa, estrellándosela sobre la cabeza, con toda la dureza de los envases metálicos y de vidrio contenidos, además del peso de las harinas de maíz y otros comestibles preciados.
─¡Te regreso tu mierda, maldito! ─no pudo evitar un grito de desahogo y de consuelo por la bolsa rota de los alimentos desparramados sobre el suelo.
Blog del autor: Animal político