Algo no le cuadraba. Sentía desazón. Se movía en su apartamento hediondo a gas lacrimógeno como el loco de la jaula, yendo de la cocina a por un trago poderoso hasta el balcón para contemplar la locura lejana. Su ciudad consumida por las llamas y humeante como un campo de guerra. Había llegado del trabajo, del ministerio donde lo esclavizaban, y no se podía creer cómo él mismo, con tanto odio contra el gobierno, se había dejado atrapar por la rutina, por la tranquilidad de borrego sumido en detalles banales que sólo le conviene a quien se aferra al poder. Algo tenía que ocurrir porque, si no, explotaría.
Dos chavistas quemados en el estado Lara, otro por la resistencia en La Castellana, aquí mismo en Caracas; un guardia nacional muerto, atropellado por una patriota que le lanzó el carro encima; un helicóptero heroico bombardeando el Tribunal Supremo de Justicia con granadas… ¡Y él encerrado como una niña en su apartamento todavía masticando una arepa de harina que trajo la última caja de los Clap que le dieron en la oficina! ¡Una vergüenza! Se odió a profundidad durante un rato, acercándose a la baranda de la ventana, dejando perder la mirada entre el aire avinagrado de su ciudad amada. Caracas… Sí. Y él escondido como una cucaracha. Brazos fornidos relucientes al sol, despidiendo gotas de sudor mientras lanzaban el proyectil bendecido por la patria buena, en procura de la libertad, del exterminio, de la muerte apetecida contra lo tiránico... Es decir, el país en llamas, millones de seres pujándolo luchando en las calles, ¡y él encerrado!
También en Aragua los héroes habían quemado el SAIME, la CANTV, la Alcaldía gobiernera y, sobremanera, la sede local del PSUV, sumiendo en el caos a la ciudad con los necesarios saqueos. Algunos motorizados ─mejor si chavistas─ habían perdido el pescuezo con el regreso de las guayas colocadas en la vías. Pero él, no obstante el viento favorable a la causa independentista, no se sentía pleno, e iba y volvía inquieto hasta la cocina a tomar cualquier cosa, si es que ya el trago de güisqui le producía amargura. Una segunda oleada de odio contra sí mismo casi lo calcina, y tentado estuvo de bajar al estacionamiento y sacar a la calle su camioneta Chery financiada por el gobierno para quemarla gritando de júbilo, en medio del reconocimiento de todos.
Mas se contuvo. Intentó serenarse. Secó su rostro. Fue una vez más hasta la nevera y tomó mucha agua, mirando con despecho las botellas de frías cervezas en el interior, además de las botellas de variados licores ardientes en su bar, justo contiguo a la cocina. Y miró también las ollas, un rato dilatado antes de volver..., largamente, con pasión, obsesión, heroicidad, y a punto estuvo de agarrar una de ellas junto a un cucharón para correr al balcón y golpearla combativa y estridentemente.
─La suerte está echada ─de pronto se dijo con inocultable alegría, feliz por desechar el manido toque de cacerola, inútil idea: finalmente se había encontrado a sí mismo, abierto el cauce desde el interior de su alma para aportar al combate, a la lucha soldadesca en la calle por una Venezuela libre, de manera explosiva, convincente, personal y hasta original. No tuvo dudas, y así, sumido en la certeza, regresó al balcón de su casa.
Raudo se desnudó, colocó una silla para subir al emparrillado metálico de la ventana, se acuclilló como pudo, sintiendo el aire frío de la tarde entre sus genitales, diez pisos sobre tierra, y vacío olímpicamente el interior de sus vísceras sobre una de las tantas calles de la capital venezolana. La sensación de la tarea realizada lo acompañó dulcente en sus sueños hasta el otro día.