Como si fuera médico que examina al paciente, eché un vistazo a los síntomas con extremo cuidado. No sabía si iba a diagnosticar una enfermedad ya encarnada o a predecir otra, incipiente ella, invasora y hasta contagiosa.
Me acerqué al paciente tragando grueso, debo admitirlo (en mi oficio no siempre uno puede actuar como un insensible robot). Lo acomodé a mi gusto y le cuadré el volumen para percibir los signos con la mayor precisión.
Por lo que había visto y oído del paciente, amén de su historial, parecía un caso irremediable de golpismo crónico y traición severa a la patria; pero como se comprenderá en un hombre de ciencia como yo, no podía adelantar juicios sin previamente tener un basamento sólido en la realidad, despreñado de rumores callejeros y de ciencia yerbatera.
Cuando dan los resultados electorales, un estruendo revolucionario sacude al país, y quedará en el incógnito de los tiempos saber si mi paciente prorrumpió en algún tipo de quejido o manifestación, ahogado en medio del fragor victorioso de una marea roja anunciada. El estrépito en el centro de Caracas impedía que uno oyese hasta el más cercano pariente. Por el otro lado, en los fríos domicilios de mi paciente, imperaba un silencio lapidario.
Incluso antes del anuncio, había un silencio inusitado, incompatible con su temperamento díscolo y aventurero. Incomprensiblemente no gritaba furibundo a su vecino y parecía convencido de la necesidad de respetar las reglas y las leyes de tránsito. Sólo dos impulsos no pudo contener, y dos herméticas y hasta amenazantes oraciones dejo escapar a través de la boca de Teodoro Petkoff y del Sr. Smith, descontroladas versiones de su yo interno: tenemos el juego controlado, manejamos unas cifras optimistas que en su tiempo el candidato Manuel Rosales tendrá a bien a comunicar al pueblo venezolano. Para entonces el frío de las lápidas no era tan intenso, y yo me fajaba con mi paciente, temiendo lo temible, que se me zafase y se fuese por las calles a lanzar denuestos a todo mundo y a golpear gente, creyéndose seguro del contenido de tan enigmáticas palabras, emanantes de su propio pensamiento.
Calmada la intensidad chavista (concentrada entonces en Miraflores), a eso de la media noche, mi paciente toma los micrófonos y se dirige al país, realizando un acto de reconocimiento político, de derrota, realmente inesperado para él mismo, pues mi paciente se sentía confuso, disociado, impulsado por un lado a mentir y tomar la calle violentamente, como queda dicho, y por el otro, a comportarse cívicamente, a ser ciudadano, respetuoso de los semáforos y de los récipes médicos, últimos estos que le prescribían retirarse en sana paz a su hogar político para recomponerlo, para repensarlo y para salvarlo de una ulterior complicación de salud.
Pero oía voces y la vena de su cien parecía sublevarse de su desdoblamiento interior. Su rostro sudoroso, de ojos desorbitados, no podía ocultar la presión, bajo la cual murmuraba a veces sin darse cuenta. Lucía asustado a veces, aunque al rato reparaba su compostura, animado por rachas de optimismo. "¡Cuidado con lo que dices!" "¡Ni un paso atrás!" "¡No le debo mentir al pueblo venezolano!"
Manuel Rosales vivió un día con su noche inolvidable, aunque sé que él prefiere no recordar. A los que le jalaban la camisa para reclamarle el porqué de su precipitada derrota, les contestaba: "Mañana daré una rueda de prensa"; a los que con caras largas se alineaban con sus declaraciones, descorazonados, él los consolaba profetizándoles que pronto los que ahora son minorías en el futuro serán lo contrario.
A varias de sus personalidades (¡esas voces!) no pudo meter en cintura, y se les escaparon raudas, con toda la fuerza de su propio abatimiento. Una dijo llamarse Pablo Medina y gritó ante los micrófonos "¡Fraude!", llamando sin más pelos en la lengua a una guerra de proporciones civiles; el otro, o sea él mismo, acusó a Consejo Nacional Electoral de no ser fiel en la expresión de la cifras, pues los conteo a boca de urna realizados por sus diversas personalidades le auguraban una gran victoria, es decir, una derrota por menor diferencia de votos. Finalmente, dos voces menores no pudieron escabullirse de su fuero espiritual y decayeron lentamente repitiendo "¡Estamos listos!: ¡Cuando tú lo digas!" "Asegura tu gobernación, allá en el Zulia". Esta última le reconfortó secretamente.
Pasada la crisis de tan oscura noche venezolana para sus partidarios, pudo ya a la luz del sol evaluar muchas cosas, entre otras, la vuelta de espalda de muchos de sus aliados. Jamás le perdonarían los eventos de tan reciente jornada, sobre todo sus palabras lapidarias, sus apuradas palabras. Dueños de radio y medios y mucha gente radical se quedaron como armas engatilladas, esperando la señal jamás respondida, es decir, la señal que les confirmaría la ejecución de lo que ellos le ordenaban con la señal original. ¡Vaya confusión! Pero el mal ya estaba hecho, consumado, escrito, sellado, determinado...
¡Señor, todo esto lo iba a volver loco!
Dio su prometida rueda de prensa e hizo partido por no negar el azul del cielo, lavándose las manos de viejos crímenes compartidos: no le voy a mentir al país, no voy a llevar al pueblo a una guerra, no voy a decir que gané las elecciones, habiéndolas perdido. Los emotivos amotinados para otro lado.
Fin de la historia. Dentro de seis años lo tendré otra vez en el consultorio, con toda seguridad, sino a él, a una de sus voces.
Mientras tanto, yo, él médico, me asomo a la ventana y me atrevo decir que la luz del exterior es real, milagrosa, sanatoria como el agua, y me hago la ilusión de que en el futuro no tendré tanto trabajo con tanto loco suelto por los predios de la patria. Si hemos crecido como país es consecuente que seamos más sanos y estables.
Caracas, Oscar J. Camero.
Saludos
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